KUKULI Y SUS SUEÑO
DE COLORES
Kukuli
está creando en Filadelfia una nueva serie. Se llama ‘esculturas para abrazar’ y
tiene el rostro de Vidita, su hija. Recuerdo a los hijos y nietos de Edilberto
Mérida, el artista de los barros de protesta. Los visité en su museo de Inkariy,
Calca, Qosqo, al pie del Pitusiray, y me
mostraron unas magníficas piezas de cerámica prehispánicas que levantaban para
que las viera mejor, mientras hacíamos un recorrido por sus salas. Me invitaron
a cogerlas y me preocupó que pudiera soltarlas. Podría romperse un testimonio
de miles de años. Sonriente, Edilberto nieto me dijo que eran una fina
reproducción. No se perdería el original. Si sucedía a lo más darían un rebote
en el suelo. Las replicaron porque a muchas personas les gusta tocarlas.
Las
piezas de Kukuli tienen un parecido en el sentido de que se pueden sostener
como un bebé si se quiere. Entre sus manos la arcilla toma una forma tierna con
tocados que evocan nuestras culturas. Aún no sabe cuántas hará en diversas
posiciones. Hay mucho de su hija que aflora en la mirada, presta a mil
preguntas, en la boca risueña que a veces se aprieta y en el gesto inquieto.
Ella crece, indiscutiblemente. El tiempo prepara a cada infante para la
primavera que llegará y en la cual abandonará el nido. De alguna manera ella la
retendrá después en esa escultura para abrazar. Evoco en ese amor que sale de
las entrañas a Gabriela Mistral, la Premio Nobel, cuando escribía, más o menos,
‘Yo no quiero que a mi niña me la vuelvan golondrina…’
LOS ORGULLOSOS
ATAVILLOS
Apenas
se estableció en Lima Francisco Pizarro pidió a Felipe II un título de nobleza.
El rey de España le dijo que sería ‘marqués’, solo debía enviarle el nombre de
su encomienda. El machu-capitán, como lo nombraban en el Ande porque era viejo,
no lo pensó mucho y se apresuró a decirle que sería el señor de los atavillos.
Entre un galeón y otro le llegó una nueva pregunta. Debía indicar cuántos hombres
tenía en sus tierras. El conquistador mandó que los contaran y se quedó
estupefacto cuando se enteró que los atavillos habían desaparecido. Una forma
directa de manifestarle que no querían su dominio. No tuvo tiempo de hacerlos
volver y quedó con el título recortado. Sería simplemente ‘marqués’, a secas.
Cuando leí en una crónica que se fueron me encantó y quise saber dónde estaban los
orgullosos atavillos. Los busqué en innumerables escritos y nadie me dio razón
de su paradero.
Un
día, en una feria artesanal encontré unas hermosas mantas. Pregunté quiénes eran
los autores y respondieron para mi regocijo, son los atavillos de San Pedro. El
dato me entusiasmó, al fin podría conocer su historia. Esperar que llegaran a
Lima los descendientes de los atavillos fugitivos fue nada en comparación a su
ausencia. En la entrevista los jóvenes tejedores se asombraron de mis preguntas
y me invitaron a visitar su pueblo en su fiesta patronal, debía hablar con sus autoridades
y la gente mayor. No tenían noticia del desaire que hicieron sus antepasados al
machu-capitán, aunque sí conservaban su patronímico.
Un
29 de junio abordé un ómnibus trepidante con Zuly Azurín, mi compañera de viaje
en varias comisiones por el Perú profundo. En esa ocasión para conocer el
pueblo que se ocultó en una arruga de Andes Centrales. Conocí a Zuly en la
filmación de una película producida por Tulio Loza, entonces de mucha popularidad,
Allpa Kallpa, ‘Fuerza Telúrica’, con el
guión de Hernán Velarde. En el rol
protagónico Zuly desbordó todas las expectativas con una actuación que reveló
sus dotes de actriz a la par que la reciedumbre que requería su personaje. La
cinta denunció el abuso y la prepotencia de los terratenientes, mereciendo un premio
en un festival internacional de cine que se llevó a cabo en Rusia.
Nos
fuimos de aventura en un ómnibus que jadeaba al coger una altura de campeones. Aquella
fue otra de nuestras excursiones a una Lima que parecía de otro mundo, con
valles fraternos que conjugaban el mismo lenguaje, árboles amigos y riachuelos
con encajes blancos. Suspendido sobre franjas pajizas, San Pedro de los
atavillos se mostró radiante con sus viviendas semicirculares, de cimientos
inexplicables por su antigüedad pero presentes, de calles sembradas en el cerro
con un patrón lejano y una iglesia de adobe.
Disfrutamos
la fiesta, asistiendo a la misa y la procesión con redoble de campanas y sones
de las bandas que acompañaron a sus danzantes. Recogí una buena información de
su vida pero muy poco de los atavillos que descansan en los roquedales más
viejos, con su memoria archivada en el
olvido. Al día siguiente tuvieron corrida de toros mientras nosotras nos
despedíamos del pueblo.
Alfonsina Barrionuevo
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