domingo, 26 de mayo de 2019


KUKULI Y SUS SUEÑO DE COLORES

Kukuli está creando en Filadelfia una nueva serie. Se llama ‘esculturas para abrazar’ y tiene el rostro de Vidita, su hija. Recuerdo a los hijos y nietos de Edilberto Mérida, el artista de los barros de protesta. Los visité en su museo de Inkariy, Calca, Qosqo, al pie del Pitusiray,  y me mostraron unas magníficas piezas de cerámica prehispánicas que levantaban para que las viera mejor, mientras hacíamos un recorrido por sus salas. Me invitaron a cogerlas y me preocupó que pudiera soltarlas. Podría romperse un testimonio de miles de años. Sonriente, Edilberto nieto me dijo que eran una fina reproducción. No se perdería el original. Si sucedía a lo más darían un rebote en el suelo. Las replicaron porque a muchas personas les gusta tocarlas. 


Las piezas de Kukuli tienen un parecido en el sentido de que se pueden sostener como un bebé si se quiere. Entre sus manos la arcilla toma una forma tierna con tocados que evocan nuestras culturas. Aún no sabe cuántas hará en diversas posiciones. Hay mucho de su hija que aflora en la mirada, presta a mil preguntas, en la boca risueña que a veces se aprieta y en el gesto inquieto. Ella crece, indiscutiblemente. El tiempo prepara a cada infante para la primavera que llegará y en la cual abandonará el nido. De alguna manera ella la retendrá después en esa escultura para abrazar. Evoco en ese amor que sale de las entrañas a Gabriela Mistral, la Premio Nobel, cuando escribía, más o menos, ‘Yo no quiero que a mi niña me la vuelvan golondrina…’

LOS ORGULLOSOS ATAVILLOS

Apenas se estableció en Lima Francisco Pizarro pidió a Felipe II un título de nobleza. El rey de España le dijo que sería ‘marqués’, solo debía enviarle el nombre de su encomienda. El machu-capitán, como lo nombraban en el Ande porque era viejo, no lo pensó mucho y se apresuró a decirle que sería el señor de los atavillos. Entre un galeón y otro le llegó una nueva pregunta. Debía indicar cuántos hombres tenía en sus tierras. El conquistador mandó que los contaran y se quedó estupefacto cuando se enteró que los atavillos habían desaparecido. Una forma directa de manifestarle que no querían su dominio. No tuvo tiempo de hacerlos volver y quedó con el título recortado. Sería simplemente ‘marqués’, a secas. Cuando leí en una crónica que se fueron me encantó y quise saber dónde estaban los orgullosos atavillos. Los busqué en innumerables escritos y nadie me dio razón de su paradero.
Un día, en una feria artesanal encontré unas hermosas mantas. Pregunté quiénes eran los autores y respondieron para mi regocijo, son los atavillos de San Pedro. El dato me entusiasmó, al fin podría conocer su historia. Esperar que llegaran a Lima los descendientes de los atavillos fugitivos fue nada en comparación a su ausencia. En la entrevista los jóvenes tejedores se asombraron de mis preguntas y me invitaron a visitar su pueblo en su fiesta patronal, debía hablar con sus autoridades y la gente mayor. No tenían noticia del desaire que hicieron sus antepasados al machu-capitán, aunque sí conservaban su patronímico.
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Un 29 de junio abordé un ómnibus trepidante con Zuly Azurín, mi compañera de viaje en varias comisiones por el Perú profundo. En esa ocasión para conocer el pueblo que se ocultó en una arruga de Andes Centrales. Conocí a Zuly en la filmación de una película producida por Tulio Loza, entonces de mucha popularidad, Allpa Kallpa, ‘Fuerza Telúrica’,  con el guión de Hernán Velarde. En el rol protagónico Zuly desbordó todas las expectativas con una actuación que reveló sus dotes de actriz a la par que la reciedumbre que requería su personaje. La cinta denunció el abuso y la prepotencia de los terratenientes, mereciendo un premio en un festival internacional de cine que se llevó a cabo en Rusia.

Nos fuimos de aventura en un ómnibus que jadeaba al coger una altura de campeones. Aquella fue otra de nuestras excursiones a una Lima que parecía de otro mundo, con valles fraternos que conjugaban el mismo lenguaje, árboles amigos y riachuelos con encajes blancos. Suspendido sobre franjas pajizas, San Pedro de los atavillos se mostró radiante con sus viviendas semicirculares, de cimientos inexplicables por su antigüedad pero presentes, de calles sembradas en el cerro con un patrón lejano y una iglesia de adobe.
Disfrutamos la fiesta, asistiendo a la misa y la procesión con redoble de campanas y sones de las bandas que acompañaron a sus danzantes. Recogí una buena información de su vida pero muy poco de los atavillos que descansan en los roquedales más viejos, con su memoria archivada  en el olvido. Al día siguiente tuvieron corrida de toros mientras nosotras nos despedíamos del pueblo.

Alfonsina Barrionuevo

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