domingo, 7 de octubre de 2018


ALIMENTO QUE DA VIDA  

En el Valle Sagrado de Qosqo, donde se produce el mejor maíz del mundo en calidad y en tamaño, las mujeres tienen un rol principal en su recolección y  manejo. En la cosecha ellas se encargan del despanque y guardan el maíz en las despensas o taqes, retirando lo que se necesita para el diario sustento, pues se trata de Saramama, la doncella del Sol.
Los hombres no deben tocar las mazorcas porque, según dicen, “sus manos son de viento”, makiwayra, y si lo hacen hay el peligro de que el maíz se acabe velozmente atrayendo al hambre como un ser maléfico. Las parejas se alegran cuando su primer hijo es una mujer, porque en el  futuro será como una hermana de Saramama.
En el antiguo Perú el maíz tuvo un carácter de sacralidad. El mito que atribuye a los Hermanos Ayar la fundación del Qosqo menciona que ellos enseñaron a los hombres a sembrar el maíz que llevaron de su cerro de origen en Paqareqtanpu, como precioso regalo de sui padre, Illa Teqse Wiraqocha.
Tanto era su prestigio que Cieza de León describe que los fabulosos jardines del Qorikancha estaban “artificiosamente sembrados de maizales los cuales eran de oro, así las cañas de ellos como las hojas y mazorcas; estaban tan bien plantados que los vientos más recios no los arrancaban.”
Otro mito señala que la paqarina o lugar de nacimiento de la nación de los Wankawillkas fue Choklloqocha, “la laguna del maíz”, la mayor de las lagunas del altiplano huancavelicano. De allí salió el padre de ese grupo étnico y sus acompañantes llevando el maíz como obsequio y distintivo. De allí que se pueda cultivar tanto a nivel del mar como a 3,600 metros de altura habiendo sido uno de los principales alimentos del mundo andino.
El maíz más antiguo tiene cromosomas sin botón menciona el estudioso alemán Hans Horkheimer, indicando que en las tumbas y basurales del Perú prehispánico se ha encontrado ejemplares con estas características. Antes, ya Mangelsdorff, había propuesto que el maíz más antiguo de los Andes había partido de una planta con una diminuta mazorca, cuyos granos estaban envueltos por una cápsula en forma de túnica. En miles de años, con sucesivas selecciones, abono orgánico de  cabezas de pescado que colocaban junto a cada semilla, y otros cuidados  lograron desarrollar y mejorar el fruto. 


Tenemos una tradición milenaria de la Saramama, el maíz, y al mismo tiempo, infortunadamente, una guerra de guerrillas con el trigo que dura todavía.  A pesar de los largos años el trigo caro, ajeno y foráneo, sigue siendo preferido manteniendo al  maíz a la sombra de su prosperidad. Los españoles le colgaron el sambenito de “grano maldito que provocaba una serie de enfermedades” mientras el trigo era “bendito porque podía convertirse en el cuerpo de Dios” durante la Misa. El tiempo se encargó de reivindicarle pero falta una mayor difusión de su empleo en sopas, las gratísimas lawas, bizcochos y  maicillos.  
Qué difícil resulta amar a nuestros propios alimentos. Cómo hace falta ese cariño que pone el hombre del Ande a su cultivo. El maíz es sagrado allá donde el sembrador besa con unción la tierra, derrama unas gotas de chicha y dice: “Bebe, tierna y hermosa madre tierra para que así fortalecida nos des tus mejores frutos.”
Como la religión católica participa de sus ritos agrarios es el momento en que se limpian los zapatos de San Isidro Labrador. Los maiceros afirman que estos se llenan de barro porque en la época de la siembra el santo se turna con los Apus para hacer una ronda por los campos y volver luego a su iglesia.
Los maíces que se siembran pertenecen a numerosas variedades. Los principales de acuerdo al lugar son el parakay, maíz de color blanco, de granos perfectos y gran mazorca;  el ira maíz de color amarillo; el saqsa maíz, morado con blanco; el chullpi, delicado y dulce; el  taullasara y el pispito.
La cosecha se efectúa con ceremonias dedicadas a Saramama, el espíritu femenino del maíz, a la tierra, a San Isidro y Santa Lucía. Según el antropólogo Faustino Mayta Medina la principal actora es la mujer que asume las funciones de la fecundidad. Las segadoras cortan las cañas del maíz a ritmo acelerado entre bromas y risas, apilándolas en fila como hacían sus antepasadas. Después del despanque los maíces se secan en los tendales protegidos por una cruz de maíz adornada con rosas y claveles.
Tanto en la siembra como en la cosecha las canciones  se deshojan al viento. Tarpuy kamuy, harawi; qori rejawan, qolqe rejawan. “Sembremos, harawi; con reja de oro, con reja de plata”. ¡Y el wallay waychayllay! ¡wallay waychayllay¡, que suena como un grito de entusiasmo.
Alfonsina Barrionuevo

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