domingo, 14 de octubre de 2018


PODER EN LOS ANDES

A veces es necesario reiterar que los Andes comienzan desde las orillas del mar con las dunas, siguen elevándose hasta tocar el cielo con sus picos de nieve y luego se hunden en el follaje y el aroma de la selva.  El Perú es un país andino y para mí es grato avizorar para este blog un antiquísimo camino, un ñaupa qhapaqñan, en busca de los científicos peruanos de ayer, hombres y mujeres que domesticaron cientos de especies alimenticias y medicinales contribuyendo inmensamente a la dieta de la Humanidad. 
‘Sus manos, el primer recipiente que tuvieron para beber, culminaron una milagrosa tarea al lograr que la tierra floreciera, después de haber pegado su pupila a las plantas para descubrir sus arcanos. Es cuando, sin saberlo, entraron  en la agricultura y pasaron de un estadio a otro’, escribí para mi libro ‘Qorimanka’, a pedido de Dalila Pardo de Saric, gran promotora de nuestra comida mucho antes que alzara el vuelo.
Nunca se sabrá cómo lo hicieron ni bajo que estrella sucedió. Si los frutos que caían al suelo de sus brazos repletos echaron raíces señalando el rastro de su paso, si las semillas que arrojaron después de comer cayeron en tierra fértil y fructificaron o si fueron testigos casuales interesados y curiosos de la siembra que hace la propia naturaleza.
Sus primeras cosechas del pallar con sabor a leche, del tomatillo agridulce y el zapallo harinoso, cambiaron el ritmo de su existencia. Ya no tienen que errar infatigablemente tras los rebaños de llamas, alpakas y venados, ni migrar bajo cielos con altares plúmbeos o techos de añiles luminosos. Sus ataduras con la tierra, la del seno oloroso después de la lluvia, la amante del sol y la amada de los seres humanos, se consolidó lentamente.      
Su tesón hará que el maíz montaraz, armado de granos erizados, pierda sus espinas o púas con los sucesivos cultivos y que su grano tomen formas redondas y suaves; pasando lo mismo con la papa, cenicienta del Ande, a la que confiere dulzura, quitando la naturaleza amarga de su fécula, de sus hojas y hasta de sus flores y frutos.
Observando al siwairo, un animalito tímido, de hociquillo rojo y uñas largas, que escarba la yuka y la unkhucha en la ceja de selva, incluirán esos tubérculos en su alimentación y otros de distintas regiones que también son comestibles como el camote que en el Perú se llamaba kumara, la achira, el olluko, la arrakacha, la oka, el llakhun.

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Hace unos 6,000 años la gente es capaz de percibir el cambio de las estaciones en los terciopelos del aire. La primavera con la presencia de Wallallo Karwincho, un ser mítico, quien la lleva pegada a sus talones, reverdeciendo lo que toca; el verano con la ausencia de Apu Wayra, el padre de la brisa, que hace su siesta bajo un manto de calor; el otoño con los afanes de Sunichunpi quien recoge en sus faldas las hojas maduras que ruedan de los árboles; el invierno con el reinado de los hermanos quintuples: Para, la lluvia; Qasa, la helada; K’aqya, el trueno; Illa, el rayo; y. Chiqchi, el granizo; bajo cuyo imperio se produce la parición de las nubes y el brote de una flor que quema, el fuego.
Al principio piensa que pertenece a los jardines del cielo, ella no puede ser tocada, es tabú. Esa idea lo contiene durante cientos de años hasta que vence su propia prohibición, se atreve a cogerla, procura conservarla prendida y no duerme para impedir que se apague. Finalmente, consigue producirla a su antojo, por el choque de pedernales o tomándola con espejos de la sagrada antorcha solar.
El manejo del fuego le abre perspectivas insospechadas. Hasta entonces todo lo que consume es crudo. Después soasa los trozos de carne en las brasas y hace lo mismo con otros alimentos que adquieren a su contacto un nuevo sabor. No tiene sartén ni parrilla pero se ingenia para calentar piedras planas al rojo, entre las cuales introduce piezas grandes para achicharrarlas; y, piedras pequeñas, cantos de río, que coloca ardiendo en calabazas con agua y varios ingredientes para preparar su primer chupe.
Más tarde construye hornos con terrones o k’urpas para las watias de papas que todavía se usan y son modelo de la que será después la pachamanka o sea “olla de tierra”, cuyas paredes se caldean y cuando se ponen blancas sirven para poner suficiente comida para un banquete.
Sus hazañas llegan a sus descendientes en alas del mito y la leyenda. Según se dice, muchos alimentos provienen del cuerpo del hijo del mismo Padre Sol, en una pobre mujer creada y abandonada por Pachakamaq. Sin alimentos, su pareja murió antes de hambre y ella pidió ayuda al astro radiante. Este, para llenar su soledad, envió uno de sus rayos a su vientre y nació una criatura cósmica. Envidioso de su participación en su obra el cruel Pachakamaq cogió al recién nacido y lo despedazó. Para que la madre aplacara su dolor y no se quejara al Sol sembró sus dientes y de ellos nació el maíz de granos apretados y tiernos; sembró las costillas y otros huesos y nacieron las yukas, los camotes y otros tubérculos, hizo lo mismo con la carne y de allí crecieron frutos dulces como el pepino, el pakae, la chirimoya,  el níspero y la lukma.

Alfonsina Barrionuevo

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