PODER EN LOS ANDES
A
veces es necesario reiterar que los Andes comienzan desde las orillas del mar
con las dunas, siguen elevándose hasta tocar el cielo con sus picos de nieve y
luego se hunden en el follaje y el aroma de la selva. El Perú es un país andino y para mí es grato
avizorar para este blog un antiquísimo camino, un ñaupa qhapaqñan, en busca de
los científicos peruanos de ayer, hombres y mujeres que domesticaron cientos de
especies alimenticias y medicinales contribuyendo inmensamente a la dieta de la
Humanidad.
‘Sus
manos, el primer recipiente que tuvieron para beber, culminaron una milagrosa
tarea al lograr que la tierra floreciera, después de haber pegado su pupila a las plantas para descubrir
sus arcanos. Es cuando, sin saberlo, entraron en la agricultura y pasaron de un estadio a
otro’, escribí para mi libro ‘Qorimanka’, a pedido de Dalila Pardo de Saric,
gran promotora de nuestra comida mucho antes que alzara el vuelo.
Nunca
se sabrá cómo lo hicieron ni bajo que estrella sucedió. Si los frutos que caían
al suelo de sus brazos repletos echaron raíces señalando el rastro de su paso,
si las semillas que arrojaron después de comer cayeron en tierra fértil y
fructificaron o si fueron testigos casuales interesados y curiosos de la
siembra que hace la propia naturaleza.
Sus
primeras cosechas del pallar con sabor a leche, del tomatillo agridulce y el
zapallo harinoso, cambiaron el ritmo de su existencia. Ya no tienen que errar
infatigablemente tras los rebaños de llamas, alpakas y venados, ni migrar bajo
cielos con altares plúmbeos o techos de añiles luminosos. Sus ataduras con la
tierra, la del seno oloroso después de la lluvia, la amante del sol y la amada de
los seres humanos, se consolidó lentamente.
Su
tesón hará que el maíz montaraz, armado de granos erizados, pierda sus espinas
o púas con los sucesivos cultivos y que su grano tomen formas redondas y
suaves; pasando lo mismo con la papa, cenicienta del Ande, a la que confiere
dulzura, quitando la naturaleza amarga de su fécula, de sus hojas y hasta de
sus flores y frutos.
Observando
al siwairo, un animalito tímido, de hociquillo rojo y uñas largas, que escarba
la yuka y la unkhucha en la ceja de selva, incluirán esos tubérculos en su
alimentación y otros de distintas regiones que también son comestibles como
el camote que en el Perú se llamaba
kumara, la achira, el olluko, la arrakacha, la oka, el llakhun.
Hace
unos 6,000 años la gente es capaz de percibir el cambio de las estaciones en
los terciopelos del aire. La primavera con la presencia de Wallallo Karwincho,
un ser mítico, quien la lleva pegada a sus talones, reverdeciendo lo que toca;
el verano con la ausencia de Apu Wayra, el padre de la brisa, que hace su
siesta bajo un manto de calor; el otoño con los afanes de Sunichunpi quien
recoge en sus faldas las hojas maduras que ruedan de los árboles; el invierno
con el reinado de los hermanos quintuples: Para, la lluvia; Qasa, la helada;
K’aqya, el trueno; Illa, el rayo; y. Chiqchi, el granizo; bajo cuyo imperio se
produce la parición de las nubes y el brote de una flor que quema, el fuego.
Al
principio piensa que pertenece a los jardines del cielo, ella no puede ser
tocada, es tabú. Esa idea lo contiene durante cientos de años hasta que vence
su propia prohibición, se atreve a cogerla, procura conservarla prendida y no
duerme para impedir que se apague. Finalmente, consigue producirla a su antojo,
por el choque de pedernales o tomándola con espejos de la sagrada antorcha
solar.
El
manejo del fuego le abre perspectivas insospechadas. Hasta entonces todo lo que
consume es crudo. Después soasa los trozos de carne en las brasas y hace lo
mismo con otros alimentos que adquieren a su contacto un nuevo sabor. No tiene
sartén ni parrilla pero se ingenia para calentar piedras planas al rojo, entre
las cuales introduce piezas grandes para achicharrarlas; y, piedras pequeñas,
cantos de río, que coloca ardiendo en calabazas con agua y varios ingredientes
para preparar su primer chupe.
Más
tarde construye hornos con terrones o k’urpas para las watias de papas que
todavía se usan y son modelo de la que será después la pachamanka o sea “olla
de tierra”, cuyas paredes se caldean y cuando se ponen blancas sirven para
poner suficiente comida para un banquete.
Sus
hazañas llegan a sus descendientes en alas del mito y la leyenda. Según se dice, muchos alimentos
provienen del cuerpo del hijo del mismo Padre Sol, en una pobre mujer creada y
abandonada por Pachakamaq. Sin alimentos, su pareja murió antes de hambre y
ella pidió ayuda al astro radiante. Este, para llenar su soledad, envió uno de
sus rayos a su vientre y nació una criatura cósmica. Envidioso de su
participación en su obra el cruel Pachakamaq cogió al recién nacido y lo
despedazó. Para que la madre aplacara su dolor y no se quejara al Sol sembró
sus dientes y de ellos nació el maíz de granos apretados y tiernos; sembró las
costillas y otros huesos y nacieron las
yukas, los camotes y otros tubérculos, hizo lo mismo con la carne y de allí
crecieron frutos dulces como el pepino, el pakae, la chirimoya, el níspero y la lukma.
Alfonsina Barrionuevo
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