domingo, 9 de septiembre de 2018


LOS GUERREROS DEL MAIZ

Hubo una época en que “el cielo” o Hanaq Pacha fue un inmenso campo de batalla, donde legiones de legítima estirpe guerrera se enfrentaban convulsionando la bóveda celeste con los rayos, truenos y relámpagos que producía el choque de sus lanzas.
Su coraje avasallador, la fuerza poderosa de sus músculos, el ardor de su sangre que hervía como lava de volcanes, eran el orgullo del creador de las tormentas que se regocijaba contemplando el grandioso espectáculo. Hasta que un día se detuvieron súbitamente y una aura azul despejó el firmamento, al cesar el tronar de sus enfrentamientos.

“Nos sentimos fatigados, déjanos sentir la dulzura del reposo”, se dirigieron suplicantes al señor de la guerra. Pero éste, indignado, considerando que había sido traicionado con este acto de cobardía, los echó del Hanaq Pacha, los condenó a vivir en la tierra para siempre convertidos por una eternidad en miserables plantas silvestres, de hojas en forma de lanza para que recordaran sus antiguas hazañas y frutos cargados de espinos donde depositó la hiel que nació en su corazón.

Así estuvieron largo tiempo, sobrellevando su desgracia, hasta que el Padre Sol tuvo hambre y bajó al Kay Pacha o “tierra en que vivimos”, cogiendo sus espinosas mazorcas. Al contacto de sus manos cósmicas sus granos  erizados de púas perdieron su rispidez y su acíbar para tornarse en algo tierno, suave y dulce.
Agradecido por haberle dado sustento éste lo bendijo, diciéndole: “Fruto generoso, tú que fuiste mi alimento cuando yo te necesitaba, serás lo mismo para los hombres, y en mi fiesta estarás  como sagrada ofrenda”.

Desde entonces, en el Inti Raymi que se celebraba en homenaje al astro, agradecidos por darles vida y calor, los Inkas y todos los habitantes del Tawantinsuyu “comulgaban” con el sanqhu, un panecillo de maíz que se untaba con la sangre de las alpakas blancas que sacrificaban pidiéndole un año venturoso.
Esta historia se vincula con el proceso de la domesticación del maíz peruano que puede tener dos centros importantes en nuestro territorio, los Andes Centrales y los Andes del Sur. El descubrimiento del maíz nativo efectuado por el arqueólogo Duccio Bonavía en Huarmey, Lima, donde el viento remueve las dunas con manos nerviosas, es el paso más trascendente que se ha dado hasta hoy para definir su origen.
Los antiguos moradores del lugar, según afirma después de largos años de investigación, tostaron hace más de 4,000 años un maíz reventón en una ingeniosa “sartén” de piedra o de arena caliente, obteniendo las conocidas “palomitas de maíz” o “pop corn” prehistórico. Este maíz confite, de granos chiquitos, no era de allí sino que procedía del Callejón de Waylas donde habría sido domesticado mucho antes y donde existen varias razas vivas de maíz silvestre,  según aseguraba haber visto el sacerdote arqueólogo Soriano Infante.

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Su transporte a Huarmey se hacía a lomo de llama y la gente lo guardaba en silos dentro de la arena donde se conservaba perfectamente. Práctica que continúan hasta ahora algunos agricultores como un sabio legado de sus antepasados. Su hallazgo en un horizonte muy temprano, precerámico, descarta la afirmación de que el maíz peruano pueda ser oriundo de Mesoamérica. En los Andes existieron cunas o “centros” propios de domesticación que nos dan la paternidad de nuestro maíz con más de cien razas entre domesticadas y silvestres...
Su nombre tiene relación con la leyenda de Saramama, una hermosísima doncella, a quien perseguía sin darle tregua Kuru, el hechicero. En vano habló con su padre, quien apenas nombró al hechicero, se negó a seguirla escuchando  por  el enorme aprecio que le tenía. Tampoco le sirvió recurrir a su madre que tenía a Kuru como hombre de gran corazón. Ni siquiera fue efectivo su deseo de ingresar al Aqllawasi del Qosqo.

El cerco se iba cerrando poco a poco y tuvo miedo. Apartó de su lado a los mozos que pudieron amarla y alejó también a sus amigas. Mucho pensó hasta que decidió buscar la ayuda del propio astro. “¡Oh, Padre mío, padre de mis mayores!”, invocó desde la cima de su cerro tutelar. “¡A ti me ofrezco! Cada día me siento más débil en esta lucha con  Kuru, el hechicero. No quiero asomarme al fondo de sus ojos donde crecen los abismos. Quiero huir de su sombra maléfica que oscurece mi vida. ¡Tú Señor, que tienes poder sobre la tierra apiádate de tu hija y cambia su destino!”

En el paraje solitario la presencia de Kuru sobresaltó a la doncella. Si el Padre Sol no la escuchaba llevaba un puñal para hundirlo en su  pecho. Mas, de pronto, un rayo de oro bajó de las alturas y sintió una dulce laxitud y luego un torrente de sangre nueva que se precipitaba por sus venas, su cuerpo adquirió una esbeltez inusitada, sus brazos se estiraron hasta transformarse en unas hojas verdes y transparentes.
El Padre Sol accediendo a sus ruegos la convirtió en la planta del maíz. Kuru cayó desesperado a sus pies, convirtiéndose en un gusano que suele aparecer cuando se acerca el tiempo de su cosecha, aunque siempre llega tarde.

Alfonsina Barrionuevo

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