lunes, 3 de septiembre de 2018


EL SEÑOR DEL CUERO DE VACA

Mis antepasados son de Lampa, Puno. En la ciudad existe su casa con el Juego de la Oca grabado en el piso como un tapiz de piedra. Sus descendientes salieron de allí con destino al Qosqo y Arequipa, sin retorno. Volver a sus fuentes aunque brevemente fue para mí un reencuentro de siglos con aquello que fue parte de su vida: el Cristo de Cuero de Vaca, la Virgen Inmaculada y su ‘carro’ dorado, la capilla de la Pietá copiada en el siglo pasado y las airosas qewñas.  Me asombró ver el elegante traje de las esposas de la Cofradía de los ‘Vikuñas’ con botones de oro, obsequio del ingeniero Enrique Torres Belón, minero benefactor de la ciudad
En el virreinato las riquezas de las minas de Pomasi y Lamparaqen atrajeron a codiciosos mineros que esperaban ganar en América títulos y fortuna. Los caballeros de la Orden de Santiago abrieron socavones en los cerros buscando  preciosas vetas. Por ellas en los siglos del azogue y la plata Lampa alcanzó un apogeo extraordinario.

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Su iglesia ostenta como una joya sus relucientes cúpulas. Los alfareros de Santiago de Pupuja las recubrieron con ladrillos vidriados que destellan al sol. Los canteros se afanaron en tallar su fachada de espléndido sillar y levantaron una graciosa torre florentina que por capricho de su alarife es independiente. En su interior se venera un Señor del Santo Sepulcro en cuero de vaca, cuyas costuras simulan magistralmente venas y arterias acordonadas por la tensión en la cruz. La efigie sevillana de la Inmaculada fue dueña de joyas y propiedades. Según figura en los archivos retuvo la hacienda Moquegachi, regalo de un devoto, desde el siglo XVI hasta comienzos del XIX. En una capilla posterior se luce una réplica de la famosa Pietá de Miguel Angel que Torres Belón hizo traer de Italia.
En Lampa la qewña, Polylepis inkana, está unida a su historia. Para la gente de altura, entre los 3,500 y 4,500 metros, era un ser humano de gran corazón que les protegía de los vientos helados durante el día y del aliento frío de la tierra en las noches. Hasta el siglo pasado formó bosques que han reducido por la tala y hoy está en la curva de extinción. Su corteza y sus ramas de color café-rojizo, blindadas por láminas térmicas, servían a los hanpiq para curar enfermedades bronquiales y a los awaq para sus tintes. Al abrir sus capullos en racimos de flores blancas irradia aún su pureza en el paisaje.         
El maestro José Portugal Catacora me contó que en cada luna nueva el corazón de Lampaya, el joven guerrero de los hanansayas, se descascara y sangra en la qewña, árbol fuerte, cuyo tronco se crispa en un gesto de dolor y se enrojece. En vano sus brazos musculosos se retuercen en su ramaje, tendiéndose hacia el horizonte. Nunca encontrará a Qantuta, la dulce princesa hurinsaya, a quien amó sobre el odio de sus padres, kurakas de pueblos antagónicos. Su destino es inexorable. Lampaya muere y resucita en cada qewña que crece en la soledad de la puna. Así lo dispuso en su maldición Pilinku, el severo Apu tutelar de sus antepasados.
“Tu alma vivirá por siempre atada al árbol triste, como una sombra que llora por una eternidad. Es tu castigo por haber albergado en tu pecho un sentimiento prohibido hacia una mujer enemiga de tu pueblo.”
En las tibias orillas del lago Qantuta esperó inútilmente a su amado. Quiso ir en su busca pero fue detenida por sus sacerdotes. Ellos la sacrificaron para impedir que huyera con el único hombre a quien no podía amar, porque había entre ambos un abismo de sangre y muerte que clamaba venganza.

Resultado de imagen para la queñuaAntes de permitir que se uniera su padre dejó que hundieran un puñal en su pecho enamorado. Cuando murió, de cada gota de sangre que cayó a la tierra, nació una flor. El qantu, de pétalos fragantes. Ella jamás podrá acercarse a Lampaya. Pero, un día auguran los yatiris, los Apus perdonarán a los jóvenes amantes y Qantuta podrá al fin reclinar su sedosa corola en el tronco torturado de la qewña.

Las huestes imperiales de Mayta Qhapaq, el Sapan Inka del Qosqo, descansaron a la sombra de un bosque de qewñas, cuando regresaban de conquistar a los kuntis. A su pie el anciano general Wayta, hombre de confianza del gran señor, levantó su tienda. En la noche soñó a Lampaya, a quien vio desprenderse de su prisión arbórea. Presa de suma melancolía el guerrero le confió su desesperación y su pena, revelándole que debía quedarse en el lugar porque los qollas pensaban rebelarse.
“Tú eres el único hombre que puede contenerlos porque tu corazón es limpio y  alberga  la rectitud y la justicia”, le indicó antes de desaparecer. Al día siguiente el noble orejón le envió un mensaje al Inka, refiriéndole el extraño encuentro,  y se quedó fundando el pueblo de Lampa en honor del guerrero.
En los carnavales las doncellas lampeñas y sus parejas bailan unas rondas que se parecen a la wiphala qechwa y evocan el frustrado romance de Lampaya y Qantuta, uniendo al final sus manos para significar que, a través de ellos, los infortunados amantes pueden culminar sus sueños.
Alfonsina Barrionuevo

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