(Retrospectiva)
Los caballos fueran durante mucho tiempo el tema
favorito de Kukuli. Los dibujaba y pintaba de muchas maneras. Al escribir su
libro descubrí que a veces comenzaba por una pata o por la cola. Por mucho
tiempo me pidió un potrillo de verdad, hasta que se dio cuenta que no era
posible y comentó:
“Alguna vez albergué la esperanza de criar uno, pero
como vivíamos en un octavo piso comprendí que era imposible hacerlo subir por
el ascensor. Muchas veces he dibujado caballos con lágrimas en los ojos. Los
caballos no lloran. Entonces, era yo.”
LAS MASCARAS DE PERU
Al declarar con
orgullo que era nieto del último kuraka Ara de Tacna Arturo Jiménez Borja se
quitó una máscara. Ser nieto de antepasados prehispánicos es un lujo. Sobre el
terno negro y la elegante corbata el kuraka puso una sonrisa de triunfo. La
gente admiró con cariño el gesto del catedrático emérito. Le encantó el brillo
de sus ojos sobre el cobre de su rostro. Máscara viva presentando un bellísimo
libro de su autoría: ”Máscaras Peruanas”.
El amauta aprendió
a usar su primera máscara cuando su madre le puso un dedo sobre la boca antes
de ir al colegio. No debía cantar el himno chileno y el niño ponía sobre su
carita una máscara de silencio. Hasta que Tacna lo envió fuera para librarlo de
la tristeza del cautiverio. El amor por el Perú profundo, que hoy se pone
máscara de rap, de surf, de rock, lo internó
por los caminos del Ande.
Nunca fueron más
auténticos sus encuentros con un arco iris que hervía en las pailas y se
derramaba sobre los seres humanos. En sus fiestas el pequeño Arturo se
convertía en awki. La máscara sin curtir o de pellejo, con luengas cabellos de
crin sobre la piel sonrosada, se ajustaba a su rostro. Era de pronto un
respetable espíritu de los cerros. Un apu, hasta una nueva metamorfosis.
Aparecían los
diablos de la Candelaria y se metía debajo del yeso avernal, con cuernos,
batracios y reptiles. Un viento de música lo llevaba de los socavones a las panpas
o lo hacía viajar en una máquina de tiempo a las máscaras de lata de Lucifer
que copiaban los dibujantes del obispo Martínez de Compañón y Bujanda. El niño
intercalaba la ternura que inspiran los diablos de Cajabamba, de faldas de
encajes y ramitos de flores en las manos enguantadas, que se mueven como
ingenuos angelotes.
Cuando quería se
deslizaba a la prehistoria para bailar después de una cacería con una máscara
zoomorfa en las pinturas rupestres de Toquepala o de Sumbay. Puedo afirmar que
estuvo al lado del artista que cincelaba la máscara de oro que llevó el señor
de Sipán para deslumbrar a la muerte. En su reino, el envés del mundo de los vivos él sabía que las
máscaras contribuían a realzar su
grandeza.
No trajo ninguna a su colección para evitar que nadie quedara huérfano de
la majestad de la máscara.
Verle a caza de
los parlampanes, truhanes o pícaros, fue una delicia. Ña María no puso en sus
manos su máscara porque era de papel y
descubrió que sus desmayos y sofocos en cada esquina eran pura farsa para hacer
reir. Consiguió la de un truhán, calabaza cubierta con tela blanca pintada
después de convencerle que saltaría la puerta de Cronos y se la puso. En Corpus
Christi, San Juan Bautista y Carnavales estuvo hasta que la danza se suprimió
por irreverente.
En Paucartambo se
perdió en los talleres encantados de don Isaac Portugal y Santiago Rojas para
salir con una jaba de máscaras arrebatadas a los conjuntos de majeños, awka chilenos, saqras,
k’achanpas, sijllas, qhapaq negro, waka waka, chuqchus, qollas y ch’unchos.
Luego arrancó con su tesoro de prisa a Lima por el puente de piedra de Carlos
III, seguido por las músicas de ofrenda de la Mamacha Carmen que es una niña
linda que rescataron hace siglos del río Amaru Mayo.
Danzas de
imitación como el “okay”, copiado de los “yunaites”, los “blue jeans” y
“american life”, no fue para su gusto.
Le encantó el lucimiento de la chonguinada que imita los movimientos donosos de las cuadrillas europeas. Una
demostración de que los wank’as podían bailar con elegancia, convirtiendo las
calles en salones. Con máscaras de largas pestañas y ojos azules -las mujeres
que eran hombres, pues, no las dejaron bailar hasta la segunda mitad del siglo-, y barbas en perillas que eran pintadas graciosamente sobre malla en
Alemania para estos bailarines de los Andes Centrales.
En la wakonada de
Mito esperó el fin del año con una sonrisa muda en la dura madera para juzgar mitad en
serio, mitad en broma, la mala gestión de las autoridades o los defectos de las
personas principales. Dio una media vuelta por Sapallanga y se convirtió en el
inocente chutito con facciones de suave badanas que encontró a la Virgen
lavando los pañales de su Niño. En Angasmarka tomó la forma del gavilán con
máscara de tela encolada y policromada, agitando alas como en las danzas
prehispánicas.
Es imposible contar cuántas veces el
nieto del kuraka Ara se ocultó debajo de máscaras negras. Las encontró de
arriba a abajo, de Perú del nivel del mar a las nieves eternas contrastando siempre su epidermis de
carbón brillante con el cobre del señor andino. Negrería que nunca fue más libre
que detrás de las máscaras con sus facciones adaptadas a trajes vistosos de
sedas y terciopelos cuajados de perlas y pedrerías.
Queda la valiosa
colección de Arturo Jiménez Borja como un testimonio de maravillas de lo que
somos y tenemos¡
Alfonsina Barrionuevo
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