KUKULI Y SUS SUEÑOS DE COLORES

Todo el tiempo estaba dibujando como
una necesidad física. Imprimí a su hermosa Señora en una tarjeta de Navidad,
con sus grandes ojazos viendo un mundo
celestial, y la anvié a los Cuatro Suyus.
CUSCO EN LO ANILLOS DEL TIEMPO
La ciudad se cubrió de oro solar y su magia sutil me impulsó a caminar sobre los hombros encorvados de la tarde, sin rumbo determinado, doblando sus veredas como servilletas de papel. La luminosidad que la cubría invitaba a recorrer sus calles paso a paso, saboreando recuerdos que me hacían sonreír. Su tibieza envolvió mis hombros como un fino chal cuando comencé a pasear buscando mis huellas como si fuera descalza por un puente de arco iris.
Sigo con otros párrafos de mi novela para
los jóvenes de ayer y de hoy:
Página 45
Caminé por la calle de San Agustín rumbo
a la calle Ancha de Santa Catalina.
La antigua casa del comerciante que
vendía oro del Kamanti era hoy un hotel que cobraba en dólares. Habían
conservado por fortuna el zaguán con
triple arco, una curiosidad arquitectónica, y el patio rodeado de arquerías. Su
sabor virreinal benefició a los dueños. Descubrieron la preferencia de los
turistas por una habitación en ese espacio y lo destinaron a una reserva
especial. Aprovecharon el resto para levantar un edificio moderno de tres pisos
en el patio donde estaban los cuartos de los servidores y más adentro la amplia
caballeriza que daba a otra calle.
Al llegar a la esquina torcí hacia la
calle Ancha de Santa Catalina y me encontré con Teresa. Me encanta su melena
castaña enmarcando su rostro risueño. Para ella la vida es una tómbola. Llora a
veces porque ha perdido a toda su familia, pero apenas cesa la lluvia de
lágrimas que arrecian por algún recuerdo melancólico, su frente se despeja y
una sonrisa muestra sus dientes blancos un poco disparejos. Tiene las cejas muy
arqueadas y los ojos negrísimos, de pestañas largas. La vi como siempre con sus
pantalones jean. A ella le gusta ser informal.
-¿De
dónde vienes? -me preguntó.
-Del
hostal -le contesté. -Voy a desayunar. ¿Me acompañas?
-Gracias,
pero debo volver a mi casa.
Teresa
vive en Huanchaq, en el bosque donde íbamos a estudiar y que se ha
convertido en una urbanización con casas, calles, veredas y lozas de concreto
para que los niños de los colegios hagan deportes.
-Regresas
a tu bosque, ¿eh?
-Ojalá
fuera aquel bosque donde conocí a mi esposo. Con tanta casa parece que nunca
creció un árbol por allí y había tantos que no podíamos ver el cerro del fondo.
¿Qué te pasa, hablas de épocas remotas?
-Es
que yo soy joven. Soñé que tocaba con mis manos la nieve del sagrado nevado
Salqantay y la pasaba por mi rostro. También tomé un trozo que se derritió en
mis manos. La leyenda dice que si logras llevar a tus labios aunque sea unas
gotas serás eternamente joven.
-¡Ja, ja, ja!
Eliza, tú siempre bromista. A mí no me importa mostrar la edad que tengo. No
soy fanática en colgarme de la juventud como si fuera una rama. Al fin y al
cabo te caes. Sin suerte te romperás una cadera o te ganarás una fractura en el
tobillo.
-Me
gusta tu optimismo, es cierto pero al final será otra cosa cuando tus vértebras
comiencen a disminuir de tamaño porque sus discos se encogen y todas tus bisagras estarán chirriando. Un día
te arrugarás como una pasita. ¿No te preocupa?
-¡Ya!
¡Deja de mirar la juventud, esa joya que al cabo se convierte en una chatarra! La
vejez no me importa. Me gustará ser
abuelita.
-Optimista,
¿no? ¿Dónde está tu buen humor? ¡Te vuelves una dinosauria!
-Este
encuentro no ha sido simpático. Me voy de una vez…
Al día siguiente,
cuando el sol rutilaba sobre el Portal del Comercio, me detuve en el atrio de la Catedral por un
momento mientras escuchaba a la María Angola, su famosa campana, dar la hora con
sus sones. En su crisol se fundió dos veces y se rajó. A la tercera una devota
echó en la mezcla una arroba de monedas
de oro y se logró. Por eso su voz es armoniosa.
A veces ríe, cuando repica de
alegría. A veces llora, cuando dobla por agonías, dice la gente. En su
contorno, junto con la fecha, figura su nombre en latín: “María Angula”, (garganta
de María)
Adita
y Luisa me alcanzaron cerca de la gran Puerta del Perdón cuando estaba
comprando tres velas.
-Oye,
para qué llevas tantas velas -preguntaron ansiosas-. ¿Quieres hacer tres
pedidos al Taitacha?
Así
llamamos a nuestro Cristo, el Señor de los Temblores, al que comenzamos a
querer desde que llegamos al uso de razón. ¡Lo conocemos y lo amamos! Las
mujeres del pueblo vienen muy temprano, a la primera misa, antes de irse a
trabajar. Algunas son chaiñas, ruiseñores humanos, es decir cantoras de viejas
canciones en qechwa, el runa simi, "la lengua, el habla, el idioma de la gente", como el Apu Yaya
Jesucristo, "Poderoso Señor", o el Qollanan María, "la Guiadora
que manda a todos". Su voz delgadísima destila la ternura de los pájaros y
crece como una enredadera de sonidos al lado del Taitacha. Hasta hace unos
años, don Ricardo las acompañaba con el panpapiano, el famoso pianito de panpa
que llevaban los curas doctrineros por los chakiñan, caminos de pie, para celebrar misa. Fue muy útil durante
siglos porque se cerraba como un baúl y se colocaba bien atrincado, para que no
se cayera, en el lomo de una mula. Lo usaron hasta principios de siglo. Los
canónigos compraron después un armonio, donde se perdió su alma, para que él
siguiera tocando durante las misas.
-Me gustaría venir tempranísimo para escucharlas, pero es imposible por el horario del colegio.
Salimos de la casa a las siete y cuarenta -comentó Luisa.
Olvidé decir que ambas viven juntas. Adita es
pensionista en su casa y comparten el mismo cuarto.
-El
domingo -dije yo.
-Ni
lo sueñes, nos quedamos en la cama hasta media mañana si no vamos de paseo a
algún sitio. Es tan rico estar allí conversando. De otro modo salimos temprano
al Valle Sagrado toda la familia. Los frutales esperan. Nos vamos a cosechar la
fruta madura de sus huertos.
Evoqué la dulzura de los capulíes
guindas y negros que comía con mis hermanos en el huerto de la abuela. Nos
sentíamos felices de que mi padre hubiera sembrado esos árboles cuando era
niño. Nos gustaba trepar a sus gruesas
ramas y no recuerdo cuántas veces se quebraron y nos caímos por el placer de
estar juntos.
-Estamos
perdiendo el tiempo con la fruta, -me cortó Luisa.- Vamos a encender tus velas
y nosotras pediremos al Taitacha por algunos secretitos.
-¿Secretitos?
-No
digas nada, Luisa. Cuando se cuentan no se realizan-, le advirtió Adita.
Les
entregué mis velas y entramos por la gran puerta. En el virreinato cuando algún
preso escapaba y llegaba hasta ella era perdonado. En el trascoro dos cuadros
grandes que hacen guardia a la Virgen de la Antigua muestran aun fraile y una
monja. haciendo sus votos. Reemplazan a otros de hechos históricos y de leyenda
donde se veía la descensión de Nuestra Señora al Sunturwasi cuando cercó la
ciudad el Inka Manko II. Ella arrojaba una arenilla fina para detener a sus
huestes, y en el otro el Patrón Santiago arremetía desde el cielo contra su gente. Las sacó un monseñor con
sangre imperial que se rehusó a aceptar que la Madre de Dios y el santo apóstol
hubieran ayudado a matar indios y pidió al ecónomo que reemplazara las pinturas por las que están.
Al llegar al altar
del Cristo no se percataron que ya no estaban las mesas de candeleros. Los
monseñores las cambiaron por unas velas eléctricas que se encienden cuando se
coloca una moneda de un sol como limosna. No me gustan.
Sin embargo, allí
estaban con su carga de velas de cera. Me quedé sin habla. Ahora era yo la que
veía candeleros que eran comunes en el pasado. ¿Cómo podía sucederme? ¿Se habían
malogrado los modernos? ¡Sí, eso debía ser!
Ellas
encontraron sitio para sus velas y después de prenderlas dejaron caer unas
gotas y luego las hicieron parar, derechitas. Su llama ardía sin moverse. La
mía no se dejaba pegar sobre otra vela que estaba por terminarse y ardía
todavía.
-Eliza,
esto tiene su técnica -terció Luisa. -Debes dejar que la llama de la cera que
se está terminando caliente la base de tu vela y al derretirse se pegará.
-Lo sé, aunque a
veces se resisten. Chicas, suele suceder a las mejores familias -añadí
sonriente.
-¡Chiss!,
ya nos están mirando las señoras con mala cara, -dijo Adita-. No les gusta que
se hable. Vamos a rezar y nos iremos. Quiero una lengua de gato en ese nuevo
café que tú conoces.
-No
se llama lengua de gato sino lengua de suegra.
-Es
igual, de gato o de suegra son divinas.
De
pie, porque no había sitio en las bancas rezamos cada una mentalmente. El
Taitacha estaba hermoso, sobre el monte que formaban una infinidad de ramos de
gladiolos amarillos, envuelto con un sudario inka de diseños imperiales
tramados en oro. Seguramente una manta muy antigua que adaptaron y resultó perfecta.
Alfonsina
Barrionuevo
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