domingo, 15 de octubre de 2017

KUKULI Y SUS SUEÑOS DE COLORES

La Virgen de las Flores fue una invención de Kukuli. Su imaginación desbordaba. No sé de dónde la sacó. Imposible que la viera  en alguna parte. Es una creación en la que acertó de la cabeza a los pies delgaditos y calzados con ojotas. En la cabeza una tiara de flores y rayos calados.
Todo el tiempo estaba dibujando como una necesidad física. Imprimí a su hermosa Señora en una tarjeta de Navidad, con sus grandes ojazos viendo un mundo celestial, y la anvié a los Cuatro Suyus.


CUSCO EN LO ANILLOS DEL TIEMPO

La ciudad se cubrió de oro solar y su  magia sutil me impulsó a caminar  sobre los hombros encorvados de la tarde, sin rumbo determinado, doblando sus veredas como servilletas de papel. La luminosidad que la cubría invitaba a recorrer sus calles paso a paso, saboreando recuerdos que me hacían sonreír. Su tibieza envolvió mis hombros como un fino chal  cuando comencé a pasear buscando mis huellas como si fuera descalza por un puente de arco iris.

Sigo con otros párrafos de mi novela para los jóvenes de ayer y de hoy:
Página 45
Caminé por la calle de San Agustín rumbo a la calle Ancha de Santa Catalina.
La antigua casa del comerciante que vendía oro del Kamanti era hoy un hotel que cobraba en dólares. Habían conservado por fortuna el  zaguán con triple arco, una curiosidad arquitectónica, y el patio rodeado de arquerías. Su sabor virreinal benefició a los dueños. Descubrieron la preferencia de los turistas por una habitación en ese espacio y lo destinaron a una reserva especial. Aprovecharon el resto para levantar un edificio moderno de tres pisos en el patio donde estaban los cuartos de los servidores y más adentro la amplia caballeriza que daba a otra calle.
Al llegar a la esquina torcí hacia la calle Ancha de Santa Catalina y me encontré con Teresa. Me encanta su melena castaña enmarcando su rostro risueño. Para ella la vida es una tómbola. Llora a veces porque ha perdido a toda su familia, pero apenas cesa la lluvia de lágrimas que arrecian por algún recuerdo melancólico, su frente se despeja y una sonrisa muestra sus dientes blancos un poco disparejos. Tiene las cejas muy arqueadas y los ojos negrísimos, de pestañas largas. La vi como siempre con sus pantalones jean. A ella le gusta ser informal.
          -¿De dónde vienes? -me preguntó.
          -Del hostal -le contesté. -Voy a desayunar. ¿Me acompañas?
          -Gracias, pero debo volver a mi casa.
          Teresa vive en Huanchaq, en el bosque donde íbamos a estudiar y que se ha convertido en una urbanización con casas, calles, veredas y lozas de concreto para que los niños de los colegios hagan deportes.
          -Regresas a tu bosque, ¿eh?
          -Ojalá fuera aquel bosque donde conocí a mi esposo. Con tanta casa parece que nunca creció un árbol por allí y había tantos que no podíamos ver el cerro del fondo. ¿Qué te pasa, hablas de épocas remotas?
          -Es que yo soy joven. Soñé que tocaba con mis manos la nieve del sagrado nevado Salqantay y la pasaba por mi rostro. También tomé un trozo que se derritió en mis manos. La leyenda dice que si logras llevar a tus labios aunque sea unas gotas serás eternamente joven.
-¡Ja, ja, ja! Eliza, tú siempre bromista. A mí no me importa mostrar la edad que tengo. No soy fanática en colgarme de la juventud como si fuera una rama. Al fin y al cabo te caes. Sin suerte te romperás una cadera o te ganarás una fractura en el tobillo.  
          -Me gusta tu optimismo, es cierto pero al final será otra cosa cuando tus vértebras comiencen a disminuir de tamaño porque sus discos se encogen y  todas tus bisagras estarán chirriando. Un día te arrugarás como una pasita. ¿No te preocupa?
          -¡Ya! ¡Deja de mirar la juventud, esa joya que al cabo se convierte en una chatarra! La vejez no me importa. Me  gustará ser abuelita.
          -Optimista, ¿no? ¿Dónde está tu buen humor? ¡Te vuelves una dinosauria!
          -Este encuentro no ha sido simpático. Me voy de una vez…

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Al día siguiente, cuando el sol rutilaba sobre el Portal del Comercio,  me detuve en el atrio de la Catedral por un momento mientras escuchaba a la María Angola, su famosa campana, dar la hora con sus sones. En su crisol se fundió dos veces y se rajó. A la tercera una devota echó en la mezcla una arroba  de monedas de oro y se logró. Por eso su voz es armoniosa.  A veces ríe, cuando repica  de alegría. A veces llora, cuando dobla por agonías, dice la gente. En su contorno, junto con la fecha, figura su nombre en latín: “María Angula”, (garganta de María)
          Adita y Luisa me alcanzaron cerca de la gran Puerta del Perdón cuando estaba comprando tres velas.
          -Oye, para qué llevas tantas velas -preguntaron ansiosas-. ¿Quieres hacer tres pedidos al Taitacha?
          Así llamamos a nuestro Cristo, el Señor de los Temblores, al que comenzamos a querer desde que llegamos al uso de razón. ¡Lo conocemos y lo amamos! Las mujeres del pueblo vienen muy temprano, a la primera misa, antes de irse a trabajar. Algunas son chaiñas, ruiseñores humanos, es decir cantoras de viejas canciones en qechwa, el runa simi, "la lengua, el habla, el idioma  de la gente", como el Apu Yaya Jesucristo, "Poderoso Señor", o el Qollanan María, "la Guiadora que manda a todos". Su voz delgadísima destila la ternura de los pájaros y crece como una enredadera de sonidos al lado del Taitacha. Hasta hace unos años, don Ricardo las acompañaba con el panpapiano, el famoso pianito de panpa que llevaban los curas doctrineros por los chakiñan, caminos de pie, para celebrar misa. Fue muy útil durante siglos porque se cerraba como un baúl y se colocaba bien atrincado, para que no se cayera, en el lomo de una mula. Lo usaron hasta principios de siglo. Los canónigos compraron después un armonio, donde se perdió su alma, para que él siguiera tocando durante las misas. 
             -Me gustaría venir tempranísimo para escucharlas, pero es imposible por el horario del colegio.
Salimos de la casa a las siete y cuarenta -comentó Luisa.

 Olvidé decir que ambas viven juntas. Adita es pensionista en su casa y comparten el mismo cuarto.
          -El domingo -dije yo.
          -Ni lo sueñes, nos quedamos en la cama hasta media mañana si no vamos de paseo a algún sitio. Es tan rico estar allí conversando. De otro modo salimos temprano al Valle Sagrado toda la familia. Los frutales esperan. Nos vamos a cosechar la fruta madura de sus huertos.
          Evoqué la dulzura de los capulíes guindas y negros que comía con mis hermanos en el huerto de la abuela. Nos sentíamos felices de que mi padre hubiera sembrado esos árboles cuando era niño. Nos gustaba trepar a sus  gruesas ramas y no recuerdo cuántas veces se quebraron y nos caímos por el placer de estar juntos.
-Estamos perdiendo el tiempo con la fruta, -me cortó Luisa.- Vamos a encender tus velas y nosotras pediremos al Taitacha por algunos secretitos.
          -¿Secretitos?
          -No digas nada, Luisa. Cuando se cuentan no se realizan-, le advirtió Adita.
          Les entregué mis velas y entramos por la gran puerta. En el virreinato cuando algún preso escapaba y llegaba hasta ella era perdonado. En el trascoro dos cuadros grandes que hacen guardia a la Virgen de la Antigua muestran aun fraile y una monja. haciendo sus votos. Reemplazan a otros de hechos históricos y de leyenda donde se veía la descensión de Nuestra Señora al Sunturwasi cuando cercó la ciudad el Inka Manko II. Ella arrojaba una arenilla fina para detener a sus huestes, y en el otro el Patrón Santiago arremetía desde el cielo  contra su gente. Las sacó un monseñor con sangre imperial que se rehusó a aceptar que la Madre de Dios y el santo apóstol hubieran ayudado a matar indios y pidió al ecónomo que  reemplazara las pinturas por las que están.
Al llegar al altar del Cristo no se percataron que ya no estaban las mesas de candeleros. Los monseñores las cambiaron por unas velas eléctricas que se encienden cuando se coloca una moneda de un sol como limosna. No me gustan.
Sin embargo, allí estaban con su carga de velas de cera. Me quedé sin habla. Ahora era yo la que veía candeleros que eran comunes en el pasado. ¿Cómo podía sucederme? ¿Se habían malogrado los modernos? ¡Sí, eso debía ser!
          Ellas encontraron sitio para sus velas y después de prenderlas dejaron caer unas gotas y luego las hicieron parar, derechitas. Su llama ardía sin moverse. La mía no se dejaba pegar sobre otra vela que estaba por terminarse y ardía todavía.
          -Eliza, esto tiene su técnica -terció Luisa. -Debes dejar que la llama de la cera que se está terminando caliente la base de tu vela y al derretirse se pegará.        
-Lo sé, aunque a veces se resisten. Chicas, suele suceder a las mejores familias -añadí sonriente.
          -¡Chiss!, ya nos están mirando las señoras con mala cara, -dijo Adita-. No les gusta que se hable. Vamos a rezar y nos iremos. Quiero una lengua de gato en ese nuevo café que tú conoces.
          -No se llama lengua de gato sino lengua de suegra.
          -Es igual, de gato o de suegra son divinas.

          De pie, porque no había sitio en las bancas rezamos cada una mentalmente. El Taitacha estaba hermoso, sobre el monte que formaban una infinidad de ramos de gladiolos amarillos, envuelto con un sudario inka de diseños imperiales tramados en oro. Seguramente una manta muy antigua que  adaptaron y resultó perfecta.

Alfonsina Barrionuevo

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