domingo, 8 de enero de 2017

“HABLA MICAELA”

Si hay una mujer en el Perú que merece honores, en la ruta al Bicentenario de la Independencia,  nadie como Micaela Bastidas Phuyukawa, esposa de José Gabriel Thupa Amaru, cuya lucha por la libertad arranca de su matrimonio el tres de enero de 1760 en la iglesia de Surimana, Cusco.

Es cierto que la resistencia contra los invasores se generó desde el momento en que el primer español pisó tierra en Tumbes y que la protesta estuvo siempre prendida en el aire. Sin embargo,  en l780 llegó al máximo del heroísmo con ella, su esposo, su familia, sus seguidores y más de cien mil luchadores de los pueblos cusqueños, quienes murieron en las refriegas según cálculos de sus mismos enemigos.
Investigar su gloriosa historia me motivó el hallazgo de testimonios de su vida en un recorrido que hice hasta Surimana, a caballo desde Tungasuka. La hermosa alfombra que cubrió el presbiterio de la iglesia el día de su boda, el Niño Dios que veneraba en su casa y la Virgen del Carmen que su esposo mandó pintar en un batán, las cuales fueron robadas posteriormente. 

Enseguida recurrí a las cartas y bandos de su mano, que figuran en el proceso, y logré configurar la personalidad de esta bella y joven mujer, escribiendo en primera persona, usando mis conocimientos de los lugares donde estuvo y mi condición de periodista andina.
Hay que reivindicar el extraordinario sacrificio de Micaela y vayan algunos párrafos de mi libro “Habla Micaela”, donde se explican los motivos por los cuales tuvo lugar el movimiento libertario de José Gabriel Thupa Amaru.

Niño Dios de Micaela. Foto: Alfonsina Barrionuevo D.R.
 “Las leyes de protección escritas en España para los naturales de Indias, que así nos llaman, no tienen verdadera fuerza,” -escribió José Gabriel.-. “Están exentos de pagar tributo los menores de dieciocho años y los mayores de cincuenta, los ciegos, los dementes e imperfectos, los sacristanes y cantores de las iglesias. Pero se incumplen y hay que pagar por los niños tiernos y por los ancianos, por los inválidos y los locos, por los vivos y por los muertos, y como nunca se terminan las deudas, se heredan por dos y tres generaciones. Nadie puede escapar a este sistema y todos viven temblando. Antes sobraban los alimentos. Había comida para los tiempos de sequía y los de inundación. Hoy se cultiva menos cada vez”.
“Las minas son como sepulcros, explicaba a Micaela,- “He reclamado mucho el derecho de leguaje, pues caminan tanto para trabajar en las minas, por lugares escabrosos y helados que, a veces, mueren en el trayecto o llegan extenuados para lo mismo. En las galerías permanecen sin ver la luz, sin dormir, sin descansar, trabajando día y noche, recibiendo palos y azotes si se atrasan, pereciendo en los derrumbes, y si tienen suerte salen con la salud tan quebrantada que mueren en  el camino de regreso. El mineral que sacan chorrea sangre”.

“Hay también una especie de fiscales de puna o sacristanes que cuentan a los que nacen o mueren en las serranías para cobrar después derechos de bautismo y de entierro, decía ella. -Estos son tan crueles que, si no cobran, dejan a los muertos con una mano afuera para que se sepa que sus familiares no han cumplido con la parroquia. Si no pueden pagar porque son muy pobres, ponen a los difuntos de cabeza para que se vayan al infierno. Si hay alguno que falleció en su ausencia, basta saberlo de boca para registrarlo.”
Micaela, de sólo 35 años de edad, siempre pensó en tomar el Cusco y hacerse fuerte en la capital imperial. La partida desde Surimana y Tungasuca se fue postergando hasta que se decidió hacerla. Había esperanza en ella pero también preocupación porque el general Del Valle ya había salido de Lima para impedir su ingreso.

“Al fin se inicia la campaña sobre la Ciudad Sagrada, -pudo haber dicho.-. Nuestras tropas suman miles. Hasta los machulas han reclamado su derechos a estar allí. ‘Nosotros ayudaremos a los jóvenes, han dicho. Cantaremos las antiguas canciones de guerra para animarles. ¡Qué se levante el puma que estaba aletargado en su corazón!”
El sitio no fue propicio por múltiples razones pero principalmente por la presencia del ejército español con buenas armas y numerosas tropas bien entrenadas.

Alfombra de su boda. Foto: Alfonsina Barrionuevo D.R.
José Gabriel y Micaela tuvieron que replegarse, pero manteniendo su ánimo. La idea era llegar a Puno y reforzar sus huestes con la gente de Thupa Katari. La retirada fue dolorosa. “Seguimos luchando. Los españoles exhiben como trofeos las cabezas de los caídos. Los pututos resuenan día y noche. Tampoco descansan los wankares.”
Como tenía que ser el bando de Areche ofreciendo 3,000 pesos por la cabeza del líder andino dio resultado. En Tinta Su compadre Francisco Santa Cruz arregló su entrega y también Micaela fue detenida.
Es de imaginar cómo estuvo la ciudad sagrada cuando llegaron. Su cielo encapotado parecía compartir su congoja.
“Nos han hecho entrar a Cusco en una tarde que parece enferma de melancolía, en que mi boca siente la amargura de la hiel. No he sentido pena por mí sino por nuestro pueblo. No quería entrar así cuando parece que las piedras lloraran sangre. Los indios agachan la cabeza y la voltean. No hay nada peor que contemplar una esperanza trunca.”
Al momento de la ejecución salió de su prisión en el convento jesuíta. Había sufrido un terrible y procaz interrogatorio, vejámenes y martirio. Para escuchar su sentencia tuvieron que sostenerla. No se sabe cómo fue al tabladillo para morir. En la mesa de sus verdugos había la imagen de un Crucificado. Seguramente tuvo tiempo para pensar.


“Estoy ante una mesa donde han puesto un santo Cristo entre dos cirios. ¡Tampoco tuvieron piedad contigo, Señor! ¿No sé por qué estás ahí? ¿Qué quieren nuestros enemigos? ¿Hacerte cómplice de su infamia?”
Su último sufrimiento fue asistir desde el tabladillo al suplicio de sus compañeros de lucha y… de su hijo.
 “¡Ay…mi corazón se revuelca en mi pecho, en un charco de dolor…! Pasan a la horca mi hermano Antonio, José Verdejo, Andrés Gastelú, Antonio Oblitas, Francisco Tupha Amaru…  ¡Hipólito…mi hijo! ¡Wawaymi!  ¡Siento en mis senos correr la leche que te dí! ¡Me estás devolviendo la vida y estoy muriendo contigo! ¡Las lágrimas astillan  mis ojos sin salir! ¡Hipólito, perdón por haberte traido a la vida y por llevarte  a la muerte!  ¡Por haber olvidado en el fragor de la lucha que era madre y también, porque si acaso pudiera retroceder el tiempo, yo volvería a  caminar lo andado!”
El coraje de la mujer andina se prueba en no rendirse en el último momento sino mantener un canto de esperanza.
“He visto a José Gabriel con la sangre negra sobre su ropa. El cree, lo sé, que nuestro pueblo tardará mucho en levantarse. Yo quisiera animarle, infundir calor a su corazón. Decirle otra vez y mil veces que lo amo, que voy a morir cantando, que la esperanza no muere, que tengo fe en el mañana…”
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*. En el Perú todos somos andinos porque las últimas estribaciones de los Andes llegan hasta el mar y entran a la omagua. Las fotos que ahora son fotos testigo, son mías. D.R.


Alfonsina Barrionuevo

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