POESIA EN EL AMOR Q’ERO
En el 2010 José Alvarez Blas visitó a
los q’ero y se quedó un tiempo. Una buena química surgió entre él y los “los hijos
de la luz”, al punto que aceptó ser compadre de varios. Sus espléndidas fotos captan
el quehacer cotidiano en este pueblo legendario.
En Chuwa Chuwa y Qocha Moqo, a 4,500 metros al pie de
los nevados, los taitas, que endulzan su vejez con llipta y coca, enseñan a sus
nietos a identificar astros y constelaciones vinculadas con su vida y sus
creencias, el manejo de una tres variedades de khipus y a interpretar como
apirinkus canciones dulces a la naturaleza.
Los hombres visten el unkhu imperial,
camisa sin mangas, sin cuello, de una sola pieza y de color negro. Las mujeres adornan
sus trenzas con tirinkas, borlas de hilo de colores, y usan sombreros en lugar
de la llakolla, especie de manta inka ceremonial que se dobla encima de la cabeza. Todos dominan
el arte textil y sus antiguas técnicas para impermeabilizar las telas y darles
una decoración al tornasol; extrayendo los tintes de hierbas como el chuku
chuku, que da verde pasto; el chapi, rojo; el punki, amarillo anaranjado y la
luna chillka, negro.
En Q’ero, su segundo nivel, a 3,400 metros , sus
viviendas de piedra, barro y paja brava, desafían al viento punero de siderales
dimensiones y siguen siendo colectivas, son las mismas que conoció Oscar Núñez
del Prado, miembro de la comisión de la Universidad de Cusco que los visitó en
1955 y a quien entrevisté mucho tiempo después. En los alrededores tienen las
kanchas o corrales para sus llamas, alpakas, ovejas, vacas, cerdos y caballos,
que son sus mayores recursos.
Puskhero, su tercer nivel, a 1,800 metros , es su
paraíso, sumergido en nieblas azules, frondas casi irreales, torrenteras o
paqchas de aguas blancas, puentes de troncos de árboles sobre los precipicios, peldaños
plagados de abrojos, desfiladeros estrechos que provocan vértigo y tramos del
camino inka a Pantiaqolla. Las casas de madera, poéticamente cubiertas con helechos
y enredaderas, se clavan con horcones en la mitad de las pendientes.
En la empinada ladera de los cerros siembran
y cosechan acrobáticamente ochenta variedades de papa como la ruk’i para el
chuño y la moraya; la rakacha y el llakhun, tubérculos dulces; además de
ollukos, okas, añu, camotes, maíz, papaya de color, achira y calabazas.
Es tan inclinada que si rodara una
papa podría matar, por la velocidad, una serpiente que abajo estuviera
levantando la cabeza.
Los q’ero viven en los tres niveles al
mismo tiempo. Su capacidad para resistir los frecuentes cambios de clima y
altura es asombrosa. Suben y bajan en sólo horas. De las cumbres a los bosques
hay 70 kilómetros
en línea casi vertical; con cruces para el paso de las llamas en Kiospanpa.
Los juegos amorosos se dan en el
pastoreo, la siembra y la cosecha. Al
cabo, la elegida recibe una soguilla para amarrar su telar. Si el pretendiente
le gusta le entrega una ch’uspa o bolsa. Ambos deben cumplir algunas exigencias.
La joven debe tener ojos risueños, saber tejer, hilar, cocinar, cuidar el
ganado y ayudar en las tareas del campo. El varón debe poseer algunas chacras,
ganado, y ser afable, comprensivo y trabajador.
Si se aman los padres celebran el
warmichakuy, la petición de mano, con un
diálogo figurativo. Hablan de una paloma que se ha posado en un árbol de
romerillo. Para bajarla qué darán, pregunta el padre de ella. Siete brazas de
cinta y dos hachas, responde el padre de él.
Las preguntas van y vienen hasta que
el padre del joven menciona que “el ave que vuela en el espacio tiene su
pareja; el gusanillo que dormita en el corazón de la tierra, también; el hilo
debe tener dos dobleces, no puede ser de una sola hilada.
-De igual modo, nuestros hijos deben
vivir en pareja”, concluye.
“Si es bueno su kawsay pacha, destino,
que convivan. No vaya a ser nuestra hija para la pena, no vaya a ser abandonada
con un niño”, agrega la madre.
Acto seguido celebran el k’intuy
quedando sellado el compromiso. De nacer
un niño sin la ceremonia será un niño q’aqa, un hijo de nadie, y al
nacer debe ser abandonado. Se salva si lo adopta el abuelo materno como ocurre
casi siempre.
En las últimas décadas los q’ero no
han podido sustraerse al contacto con el Cusco. Recelosos y desconfiados han
comenzado una relación amistosa con los estudiantes de la Universidad de San
Antonio Abad, para “leerles” en la coca si les irá bien en los exámenes. Estos
piensan que es todo lo que saben y se equivocan. Sus hanpiq o médicos son
depositarios de una sabiduría inédita.
Su mundo mágico gira en torno de los kawaq,
los altomisayoq y los laik’as.
Los primeros gozan entre su gente de
respeto y prestigio. Descifran el porvenir, tienen en sus manos los secretos de
la vida y la muerte, conocen las propiedades de las hierbas medicinales, su
preparación para curar las enfermedades y lo que es más, están autorizados para
convocar a los Apus y los Aukis, espíritus del Ande, y hablar con ellos sin
usar alucinógenos ni chakchar koka (coca). A los terceros los temen porque
pueden atraer la desgracia.
Su vida sigue regida por el Waman Ripa
pero se siguen abriendo más porque ahora
muchos se expresan en español con propiedad. Sus prendas han variado poco. No
abandonan su ch’ullu con pompones donde van cosiendo piñis o mostacillas para darle realce, ni su
poncho de diseños referenciales, ni su
wara, pantalón de bayeta negra. Pero, les agrada usar relucientes relojes de
pulsera, como muestra de modernidad, y han aprendido a manejar el celular como
cualquier habitante de la ciudad.
Hace unos meses dos q’ero, a
invitación de José Alvarez Blas, montaron en un jet intercambiando comentarios
en qechwa y admirando desde el aire, un privilegio de los cóndores, la grandeza
de los cerros que son sus protectores. Después, viajaron hasta Caral, y con la venia de la arqueóloga Ruth
Shady, recuperaron su majestad de
sacerdotes andinos para hacer una ofrenda al Gogne, el cerro tutelar de la
civilización más antigua de América del Sur.
Al filo del atardecer el
médico fotógrafo captó, con su Hasselbladt digital, el momento supremo en que
milenios se dieron un abrazo cuando ardió jubilosamente Apu Nina, el fuego
sagrado, y Mama Kuka voló en alas de Apu Wayra, el viento, sacralizando el espacio.
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