domingo, 25 de diciembre de 2016

POESIA EN EL AMOR Q’ERO

En el 2010 José Alvarez Blas visitó a los q’ero y se quedó un tiempo. Una buena química surgió entre él y los “los hijos de la luz”, al punto que aceptó ser compadre de varios. Sus espléndidas fotos captan el quehacer cotidiano en este pueblo legendario.
En Chuwa Chuwa y Qocha Moqo, a 4,500 metros al pie de los nevados, los taitas, que endulzan su vejez con llipta y coca, enseñan a sus nietos a identificar astros y constelaciones vinculadas con su vida y sus creencias, el manejo de una tres variedades de khipus y a interpretar como apirinkus canciones dulces a la naturaleza.

Los hombres visten el unkhu imperial, camisa sin mangas, sin cuello, de una sola pieza y de color negro. Las mujeres adornan sus trenzas con tirinkas, borlas de hilo de colores, y usan sombreros en lugar de la llakolla, especie de manta inka ceremonial que  se dobla encima de la cabeza. Todos dominan el arte textil y sus antiguas técnicas para impermeabilizar las telas y darles una decoración al tornasol; extrayendo los tintes de hierbas como el chuku chuku, que da verde pasto; el chapi, rojo; el punki, amarillo anaranjado y la luna chillka, negro.
En Q’ero, su segundo nivel, a 3,400 metros, sus viviendas de piedra, barro y paja brava, desafían al viento punero de siderales dimensiones y siguen siendo colectivas, son las mismas que conoció Oscar Núñez del Prado, miembro de la comisión de la Universidad de Cusco que los visitó en 1955 y a quien entrevisté mucho tiempo después. En los alrededores tienen las kanchas o corrales para sus llamas, alpakas, ovejas, vacas, cerdos y caballos, que son sus mayores recursos.

Puskhero, su tercer nivel, a 1,800 metros, es su paraíso, sumergido en nieblas azules, frondas casi irreales, torrenteras o paqchas de aguas blancas, puentes de troncos de árboles sobre los precipicios, peldaños plagados de abrojos, desfiladeros estrechos que provocan vértigo y tramos del camino inka a Pantiaqolla. Las casas de madera, poéticamente cubiertas con helechos y enredaderas, se clavan con horcones en la mitad de las pendientes.
En la empinada ladera de los cerros siembran y cosechan acrobáticamente ochenta variedades de papa como la ruk’i para el chuño y la moraya; la rakacha y el llakhun, tubérculos dulces; además de ollukos, okas, añu, camotes, maíz, papaya de color, achira y calabazas. 
Es tan inclinada que si rodara una papa podría matar, por la velocidad, una serpiente que abajo estuviera levantando la cabeza.

Los q’ero viven en los tres niveles al mismo tiempo. Su capacidad para resistir los frecuentes cambios de clima y altura es asombrosa. Suben y bajan en sólo horas. De las cumbres a los bosques hay 70 kilómetros en línea casi vertical; con cruces para el paso de las llamas en Kiospanpa.

Los juegos amorosos se dan en el pastoreo, la siembra y la cosecha.  Al cabo, la elegida recibe una soguilla para amarrar su telar. Si el pretendiente le gusta le entrega una ch’uspa o bolsa. Ambos deben cumplir algunas exigencias. La joven debe tener ojos risueños, saber tejer, hilar, cocinar, cuidar el ganado y ayudar en las tareas del campo. El varón debe poseer algunas chacras, ganado, y ser afable, comprensivo y trabajador.

Si se aman los padres celebran el warmichakuy, la  petición de mano, con un diálogo figurativo. Hablan de una paloma que se ha posado en un árbol de romerillo. Para bajarla qué darán, pregunta el padre de ella. Siete brazas de cinta y dos hachas, responde el padre de él.
Las preguntas van y vienen hasta que el padre del joven menciona que “el ave que vuela en el espacio tiene su pareja; el gusanillo que dormita en el corazón de la tierra, también; el hilo debe tener dos dobleces, no puede ser de una sola hilada. 
-De igual modo, nuestros hijos deben vivir en pareja”, concluye.
“Si es bueno su kawsay pacha, destino, que convivan. No vaya a ser nuestra hija para la pena, no vaya a ser abandonada con un niño”, agrega la madre.    
Acto seguido celebran el k’intuy quedando sellado el compromiso.  De nacer un niño sin la ceremonia será un niño q’aqa, un hijo de nadie, y al nacer debe ser abandonado. Se salva si lo adopta el abuelo materno como ocurre casi siempre.

En las últimas décadas los q’ero no han podido sustraerse al contacto con el Cusco. Recelosos y desconfiados han comenzado una relación amistosa con los estudiantes de la Universidad de San Antonio Abad, para “leerles” en la coca si les irá bien en los exámenes. Estos piensan que es todo lo que saben y se equivocan. Sus hanpiq o médicos son depositarios de una sabiduría  inédita. Su mundo mágico gira en torno de los kawaq,  los altomisayoq y los laik’as. 
Los primeros gozan entre su gente de respeto y prestigio. Descifran el porvenir, tienen en sus manos los secretos de la vida y la muerte, conocen las propiedades de las hierbas medicinales, su preparación para curar las enfermedades y lo que es más, están autorizados para convocar a los Apus y los Aukis, espíritus del Ande, y hablar con ellos sin usar alucinógenos ni chakchar koka (coca). A los terceros los temen porque pueden atraer la desgracia.

Su vida sigue regida por el Waman Ripa pero se siguen abriendo más porque ahora muchos se expresan en español con propiedad. Sus prendas han variado poco. No abandonan su ch’ullu con pompones donde van cosiendo piñis o mostacillas para darle realce, ni su poncho de diseños referenciales, ni su wara, pantalón de bayeta negra. Pero, les agrada usar relucientes relojes de pulsera, como muestra de modernidad, y han aprendido a manejar el celular como cualquier habitante de la ciudad.


Hace unos meses dos q’ero, a invitación de José Alvarez Blas, montaron en un jet intercambiando comentarios en qechwa y admirando desde el aire, un privilegio de los cóndores, la grandeza de los cerros que son sus protectores. Después, viajaron hasta  Caral, y con la venia de la arqueóloga Ruth Shady, recuperaron su majestad de sacerdotes andinos para hacer una ofrenda al Gogne, el cerro tutelar de la civilización más antigua de América del Sur.
Al filo del atardecer el médico fotógrafo captó, con su Hasselbladt digital, el momento supremo en que milenios se dieron un abrazo cuando ardió jubilosamente Apu Nina, el fuego sagrado, y Mama Kuka voló en alas de Apu Wayra, el viento, sacralizando el espacio.


Alfonsina Barrionuevo

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