LAS AVES QUE ENGAÑARON A DIOS
En los Andes del Sur se centra la historia de las
aves que engañaron a Dios. ¿Era posible? Las historias son bellas y basta. Un
día el Supremo Hacedor llamó a un pajarito, el nombre se pierde en el tiempo,
porque tenía un encargo que darle.
-Dime, Señor, le dijo. -Estoy listo para llevar tus
mensajes.
-En efecto –le dijo este. –Quiero que lleves a mis
hijos la Qori Mankacha.
-¿Para qué servirá?
-Pues, ellos no tienen por qué trabajar. Quiero que
sean felices. En la Qori Mankacha pondrán los productos de la tierra sin que
sea necesario hacer nada. Un hervor y su comida estará lista.
-Ingeniosa esa “olla de oro” mi Señor -observó la
pequeña ave.
-Por eso te recomiendo que tengas mucho cuidado. Es
una olla muy delicada, si no tienes cuidado se romperá.
-Descuida, mi Señor. La llevaré y no la soltaré
hasta llegar a la tierra.
-Lo espero porque la Qori Mankacha tiene otro uso.
-¿Qué más sabe hacer esa olla prodigiosa? –preguntó
con curiosidad.
-Pues lo hombres no tienen que hilar ni tejer,
bastará meter el algodón, tintes y otros y sacará listos sus vestidos.
-Sí, Señor. La llevaré.
-Así será.
El pajarito comenzó su viaje a la tierra. La
distancia era bastante larga. Ya lo pueden imaginar batiendo las alas con
esfuerzo y colgando de pico la olla mágica. En eso, casi ya al llegar,
distinguió unos frutos dulces que eran sus favoritos, colgando de la rama de
un árbol. Al momento olvidó cuán delicado era el encargo. Abrió el pico y…¡zás…!
la Qori Mankacha cayó vertiginosamente.
El pajarito trató de cogerla en el aire, pero inútil. Se estrelló en el
suelo y se hizo trizas. La avecilla fue castigada pero perdimos la oportunidad
de vivir sin trabajar.
El
nombre sugestivo que titula esta columna, evoca otro, del siglo pasado: el “comedor
de los agachados” en Cusco, de paso a la estación del tren de San Pedro, de donde partía “la teterita” de Latorre, como
se le nombraba, entre silbidos de advertencia, mientras iba subiendo en zig zag
el cerro de Piqchu.
Pregunté
por qué los llamaban así. La explicación fue sencilla. De madrugada, cuando al
respirar el vaho formaba por el frío una nubecilla en el aire, los trabajadores
tomaban al paso una sopa refocilante. No había bancas y tenían que hacerlo de
cuclillas, cerca de las ollas colocadas en sus braseros. De allí el nombre de
“los agachados”.
Con
el tiempo se asignó a las
vendedoras una sección en el
mercado y allí, cómodamente en bancas, los comensales se
servían el fragante caldo de carnero con mote, el oloroso caldo de cabeza con
papas y el caldo de gallina que era muy buscado por su poder para renovar las
fuerzas.
Después
se comenzó a servir
un desayuno convencional, también en el interior, con variedad de jugos de
frutas frescas, café humeante en taza grande, café con un platillo sabroso de nata,
café con leche y pan con queso o un sabroso vaso de chocolate con pan de Huaro
o de Oropesa.
El
lechón y los tamales tenían un lugar aparte. Generalmente se compraban calientitos,
despidiendo un olorcillo provocador, para servirse en casa con la familia.
Si
había viaje a Machupiqchu. como su salida era exacta, a las siete en punto, el
tren se detenía en Huarocondo y era el momento propicio para comprar una
porción del chanchito de leche al horno con tamales. Los que iban a Quillabamba se servían
en Aguas Calientes un buen plato de asado
con papas, tallarines en salsa de carne o delirantes rocotos rellenos y emponchados,
entre otros potajes.
Si
el viaje en tren era a Puno
se detenía en la estación de Pucará y las señoras del mercado subían a los
vagones de primera con choclos y una buena tajada de queso si era su tiempo, y el
esperado kankacho de carne de cordero sazonado con sabiduría, que era y sigue
siendo el plato bandera de Ayaviri,
capital de Melgar, Puno.
En
Santiago de Chuco, La Libertad, a donde hice viajes con el equipo del canal 7 RTP
para grabar la tierra de César
Vallejo, donde quedaban todavía algunas personas que lo
hacían conocido, teníamos el restaurante de la banca. Almuerzo de
casa en una mesa limpia, al exterior del mercado, y la consabida banca, donde
esperábamos cuchara, tenedor y cuchillo en ristre el menú que no era reseñado
porque de hecho solía ser muy sustancioso.
Curiosamente,
en Moquegua, donde estuvimos en el cuatricentenario de su fundación, los
restaurantes cerraban a las seis de la tarde y no quedaba más remedio que ir al
del banco, donde había buen café y pan con jamón.
En
Juliaca, Puno, el servicio en el
mercado “ chupeqatu” era bastante bueno. Todavía no soñaban
los señores en llegar a ser chefs. Les gustaba degustar cada potaje, pero muy
machistas nadie soñaba con que pudieran tomar el cucharón ni siquiera para
servir la sopa o el chupe listo. Las mujeres se multiplicaban y sus
ayudantas se daban abasto y maña para las horas punta, sobre todo en la mañana
y al mediodía. Por la tarde cerraban.
Las
carretillas eran sobre todo para los emolienteros. A miles de metros sobre el nivel
del mar ya estaban desde las seis de la mañana con varios tipos de emoliente,
cuya condición era sólo que estuviera caliente.
Habría
mucho más que decir de cada parte visitada del Perú. Este preámbulo es una
presentación del libro “Mercados y Carretillas del Perú”. “Una valiosa parte
de la gastronomía del Perú se encuentra en las calles, en las carretillas, en
los mercados y en
los pequeños puestos de comida al paso. Es sorprendente la variedad
gastronómica que ofrecen estos puestos, donde se puede calmar la sed con un
emoliente, degustar un buen sanguchón de pollo y unos ricos anticuchos y
rematar el almuerzo con unos deliciosos picarones”, dice Alfonso López, director general
de comunicación de ENDESA, autora de la publicación.
“En esta nueva obra de historia e
investigación sobre la gastronomía peruana”, agrega hemos querido recuperar, de
los fogones de la historia, las recetas y secretos para la preparación de una
amplia variedad de platos que nacieron en la calle y hoy se encuentran en los
mejores restaurantes del Perú
y el extranjero. Son recetas impregnadas de sabiduría popular
que, a través de explicaciones didácticas y “apetitosas” ilustraciones, ofrecen
al lector la oportunidad de conocer mucho mejor una parte importante de las
costumbres y de la cultura de este país.”
Es
interesante conocer a través de sus páginas a Manuel Atanasio Fuentes, quien publicó
en la capital la primera receta del seviche en su libro: “Lima: Apuntes históricos
descriptivos, estadísticos y de costumbres” (1867).
Fuentes
también se refiere a los
picantes, que “se preparan con todo tipo de carnes pero el picante más picante
y el que más lágrimas arranca (después de los celos) es el seviche.”
Sobre
el origen de este famoso plato existe la posibilidad de que sea prehispánico.
En un almuerzo que el Dr. Fernando
Cabieses Molina, gran neurocirujano y también investigador de
la historia, fundador del Museo de la Nación, ofreció a un grupo de periodistas
en el Museo de las Ciencias de la Salud, todos probaron un seviche exquisito.
Su ayudante Melchor, quien conocía recetas antiquísimas, lo preparó con jugo de tumbo verde y, de veras, que “tumbó” a
todos los seviches confeccionados con jugo de limón. Sería interesante
recuperar este ingrediente que otorga un perfume inigualable al pescado.
Excepcional.
El
doctor Cabieses destacó, años más tarde, las virtudes del maíz. Ya como choclo
simplemente hervido, pura leche cuando está tierno, o placentero en la sencilla
pero agradable huminta, envuelta en la suave panka de la mazorca, con queso o con
pasas de acuerdo al gusto del cliente.
No
deja de interesar otras recetas del libro. Un caldo de choros, nutritivo y
sápido para los días de invierno, una chanfainita bien aderezada con hierbas
saborizantes o un tacu tacu, cuyos secretos se revelan con arte en sus páginas,
para continuar una tradición donde se combina el buen gusto de dos mundos.
Alfonsina Barrionuevo
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