domingo, 21 de agosto de 2016

ESTANDARTES SANTOS 

La Plaza Bolívar enrejada ya no me parece la misma que conocí hace unas décadas. La estatua ecuestre del Libertador siempre me arrancaba una sonrisa. El escultor, que sin duda nunca vio un caballo ensillado, no le puso a la montura la faja que la sujeta. Si estuviera vivo el jinete hubiera rodado con ella antes de subir. Voy al jirón Andahuaylas, detrás del edificio del Congreso, y observo que  hierve de gente como un hormiguero. Antes era una calle de mercerías que proveían a las costureras y los sastres de Lima. Sus tiendas estaban colmadas de carretes y canutos de hilos dorados, plateados y de colores, cintas labradas y de guipiur, encajes de hilo y de gasa, botonería de metal y perlas, dedales, agujas y un etcetera de materiales.

El taxista que me llevó hasta allí desde Lince me comentó que iría después a su casa en el Rímac y que la  carrera le resultó de maravilla. Lo esperaba media familia porque tenían un negocio de papitas rellenas con carne, cebollines y huevo duro para degustación en el distrito de San Miguel. Era su tercer recorrido desde el mercado de productores donde se surtían del miércoles para el jueves, del jueves para el viernes, y del  viernes para el sábado. Nada menos que siete mil kilos de papitas que daban trabajo a su esposa, sus hijos, sus nietos, su consuegra, sus hermanas y sus sobrinas.

Cuando el dicharachero me preguntó a qué iba le dije que era más fácil. Ver a las bordadoras que hacían trabajos de fantasía en sedas, terciopelos y otras telas. Me dejó en el sitio justo, una tienda que reemplaza como otras a las mercerías de antaño. Me impresionó pensar que debían surtir a miles de pueblos de Perú en sus fiestas patronales, con bandas para los priostes, licenciados o mayordomos, capas y túnicas para diversas imágenes santas, estandartes y detentes de buen tamaño.
El quehacer artístico ocupa a una gran cantidad de bordadoras, al punto que han repartido su espacio para pequeños mostradores. En la mía había cinco y todas tenían una abundante clientela. Las bordadoras de manos prodigiosas no están a la vista necesariamente. Los interiores se dividen de igual modo y otras trabajadoras se ocupan de recubrir con hilos dorados y plateados miles de letras, otras confeccionan flores diversas, también números y flecos ensortijados. El armado es la parte final en que se aplica ingenio para obtener un poema. La devoción que arranca de la época virreinal, en que se recurrió a numerosos recursos para cautivar voluntades, mantiene las artes de esos artistas y artesanos que trabajan en Lima y a nivel del país. Las fiestas religiosas promueven una alegría colectiva de diferentes facetas, novenarios, misas, coros, procesiones, danzas, comidas tradicionales y hasta corridas de toros. Sucede en un Perú vibrante que aún existe y sorprende.

ANDANZAS DEL CAPITÁN PELÍCANO

Sigo buscando un financiamiento para la segunda edición de mi novela infantil: "Capitán Pelícano". No se trata de conservar verde al planeta sino también a la fauna que comparte un sitio con las poblaciones humanas que lo habitan. Trabajé con el pelícano como dije, a pedido de Chabuca Granda, la compositora de las Minas Aurarias de Apurímac. Es una ave que representa a las otras que no se atreven a entrar a la ciudad. Ya no lo hacen tampoco ahora.

Va otro fragmento.
-Dicen que el mar es muy grande, don Robus. ¿Cómo entrará  el mar a mis ojos?. ¿Se meterá todo él o lo veré a pocos?. ¿Quién vive dentro de sus aguas?- ¿Qué espíritu lo anima?. Los viejos de mi pueblo dicen que es una mujer. El agua es siempre una mujer. De sus manos nace la vida. Pero nace también el arco iris y el arco iris es malo. Todo lo que hablamos junto al agua queda escrito por una eternidad. Por eso sólo se habla de amor. En las orillas de los ríos de mi pueblo que son blancos, espumosos, porque vienen chocando con la tierra, hay unos duendecillos que hacen con sus manos de viento sus ollas en la arena. La persona que rompe sus ollas es castigada. Los duendes del río no le perdonan. ¿Estarán también en las orillas del mar?.

-No sé. Nunca he oído hablar de tal cosa. Pero, sí de las sirenas. Unas mujeres con cola de pez y cabellos de oro. Hay una corvina, Panchito, una corvina de oro que a veces lleva a las sirenas por los arenales sentadas en su lomo por turno. Va del mar hasta una laguna encantada y atraviesa las dunas remando con sus aletas. En el fondo del mar hay una ciudad. Pobre del marinero que escucha sus campanas en la madrugada. Oirlas doblar es anuncio de muerte. Por sus calles caminan los pescadores muertos. Todos andan felices y llaman a los que viven en la tierra. Los que "bajan" no regresan jamás. Por eso los pescadores arrojan coronas de rosas al mar y ruegan por sus almas.

-Don Robus, quiero ver el mar. Quiero conocer esas arañas rojas que corren por la playa. Quiero coger una estrella de cinco puntas para llevarla a mi pueblo.
-Esas arañas rojas se llaman cangrejos, Panchito. Anda, hijo y que te vaya bien. Aquí tienes tu platita. Ya sé que pueden juntar más plata caminando. Pero, ésta te servirá y aquí te estoy poniendo dos soles. Una para ti y otro para el capitán.
Panchito miró al pelícano y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se limpió la nariz con la punta de la camisa y comenzó a bajar el cerro, rumbo al mar.

Sería muy largo de contar las cosas que le pasaron en el camino. Mientras lustraba la gente se reunía a su alrededor para ver a la gran ave marina que permanecía indiferente esperando. Llovían las preguntas pero el contestaba sólo con monosílabos. No se sentía con ánimo para contar a los extraños su problema. En Lima se perdió un poco y así llegaron a la plaza San Martín.
-Mira capitán -exclamó excitado. -Ese debe ser el general San Martín. Don Robus me contó que le llaman el santo de la espada. Cuán erguido se ve en su caballo. El lugar donde está, me dijo, se llama la plaza de la libertad. ¡Qué hermosa!.

El pelícano no entendía el lenguaje de Panchito ni le escuchaba bien. Pero presentía su próximo abandono. En la Plaza de Armas metió el gran pico en la fuente. Panchito que estaba sudando hubiera querido meterse en el agua. No lo hizo por timidez. Se limitó a acariciar a los leones que arrojaban un chorro por las fauces y entonces el guardián lo sacó afuera.
-¡No se puede entrar!. ¿No ves la cadena, chico?, -preguntó molesto.
-El pelícano tenía sed -dijo Panchito, simplemente. -No íbamos a hacerle nada a los leones.

Alfonsina Barrionuevo 


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