ESTANDARTES
SANTOS
La Plaza Bolívar enrejada ya no me
parece la misma que conocí hace unas décadas. La estatua ecuestre del
Libertador siempre me arrancaba una sonrisa. El escultor, que sin duda nunca
vio un caballo ensillado, no le puso a
la montura la faja que la sujeta. Si estuviera vivo el jinete hubiera rodado
con ella antes de subir. Voy al jirón Andahuaylas, detrás del edificio del
Congreso, y observo que hierve de gente
como un hormiguero. Antes era una calle de mercerías que proveían a las
costureras y los sastres de Lima. Sus tiendas estaban colmadas de carretes y canutos
de hilos dorados, plateados y de colores, cintas labradas y de guipiur, encajes de hilo
y de gasa, botonería de metal y perlas, dedales, agujas y un etcetera de
materiales.
El taxista que me llevó hasta
allí desde Lince me comentó que iría después a su casa en el Rímac y que la carrera le resultó de maravilla. Lo esperaba
media familia porque tenían un negocio de papitas rellenas con carne, cebollines
y huevo duro para degustación en el distrito de San Miguel. Era su tercer
recorrido desde el mercado de productores donde se surtían del miércoles para
el jueves, del jueves para el viernes, y del viernes para el sábado. Nada menos que siete
mil kilos de papitas que daban trabajo a su esposa, sus hijos, sus nietos, su
consuegra, sus hermanas y sus sobrinas.
Cuando el dicharachero me
preguntó a qué iba le dije que era más fácil. Ver a las bordadoras que hacían
trabajos de fantasía en sedas, terciopelos y otras telas. Me dejó en el sitio
justo, una tienda que reemplaza como otras a las mercerías de antaño. Me
impresionó pensar que debían surtir a miles de pueblos de Perú en sus fiestas patronales, con bandas para
los priostes, licenciados o mayordomos, capas y túnicas para diversas
imágenes santas, estandartes y detentes de buen tamaño.
ANDANZAS DEL CAPITÁN PELÍCANO
Sigo buscando un financiamiento para la segunda edición de mi novela infantil: "Capitán Pelícano". No se trata de conservar verde al planeta sino también a la fauna que comparte un sitio con las poblaciones humanas que lo habitan. Trabajé con el pelícano como dije, a pedido de Chabuca Granda, la compositora de las Minas Aurarias de Apurímac. Es una ave que representa a las otras que no se atreven a entrar a la ciudad. Ya no lo hacen tampoco ahora.
Va otro fragmento.
-Dicen
que el mar es muy grande, don Robus. ¿Cómo entrará el mar a mis ojos?. ¿Se meterá todo él o lo
veré a pocos?. ¿Quién vive dentro de sus aguas?- ¿Qué espíritu lo anima?. Los
viejos de mi pueblo dicen que es una mujer. El agua es siempre una mujer. De
sus manos nace la vida. Pero nace también el arco iris y el arco iris es malo.
Todo lo que hablamos junto al agua queda escrito por una eternidad. Por eso
sólo se habla de amor. En las orillas de los ríos de mi pueblo que son blancos,
espumosos, porque vienen chocando con la tierra, hay unos duendecillos que
hacen con sus manos de viento sus ollas en la arena. La persona que rompe sus
ollas es castigada. Los duendes del río no le perdonan. ¿Estarán también en las
orillas del mar?.
-No
sé. Nunca he oído hablar de tal cosa. Pero, sí de las sirenas. Unas mujeres con
cola de pez y cabellos de oro. Hay una corvina, Panchito, una corvina de oro
que a veces lleva a las sirenas por los arenales sentadas en su lomo por turno.
Va del mar hasta una laguna encantada y atraviesa las dunas remando con sus
aletas. En el fondo del mar hay una ciudad. Pobre del marinero que escucha sus
campanas en la madrugada. Oirlas doblar es anuncio de muerte. Por sus calles
caminan los pescadores muertos. Todos andan felices y llaman a los que viven en
la tierra. Los que "bajan" no regresan jamás. Por eso los pescadores
arrojan coronas de rosas al mar y ruegan por sus almas.
-Don
Robus, quiero ver el mar. Quiero conocer esas arañas rojas que corren por la
playa. Quiero coger una estrella de cinco puntas para llevarla a mi pueblo.
-Esas
arañas rojas se llaman cangrejos, Panchito. Anda, hijo y que te vaya bien. Aquí
tienes tu platita. Ya sé que pueden juntar más plata caminando. Pero, ésta te servirá y aquí te estoy poniendo dos
soles. Una para ti y otro para el capitán.
Panchito
miró al pelícano y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se limpió la nariz con
la punta de la camisa y comenzó a bajar el cerro, rumbo al mar.
Sería
muy largo de contar las cosas que le pasaron en el camino. Mientras lustraba la
gente se reunía a su alrededor para ver a la gran ave marina que permanecía
indiferente esperando. Llovían las preguntas pero el contestaba sólo con
monosílabos. No se sentía con ánimo para contar a los extraños su problema. En
Lima se perdió un poco y así llegaron a la plaza San Martín.
-Mira capitán -exclamó excitado.
-Ese debe ser el general San Martín. Don Robus me contó que le llaman el santo
de la espada. Cuán erguido se ve en su caballo. El lugar donde está, me dijo,
se llama la plaza de la libertad. ¡Qué hermosa!.
El pelícano no entendía el lenguaje
de Panchito ni le escuchaba bien. Pero presentía su próximo abandono. En la
Plaza de Armas metió el gran pico en la fuente. Panchito que estaba sudando
hubiera querido meterse en el agua. No lo hizo por timidez. Se limitó a
acariciar a los leones que arrojaban un chorro por las fauces y entonces el guardián
lo sacó afuera.
-¡No
se puede entrar!. ¿No ves la cadena, chico?, -preguntó molesto.
-El
pelícano tenía sed -dijo Panchito, simplemente. -No íbamos
a hacerle nada a los leones.
Alfonsina Barrionuevo
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