domingo, 14 de agosto de 2016

SOMBRILLAS SOLARES EN LA PUNA

“Piececitos de niños,/ azulosos de frío,/ ¡como os ven y/ no os cubren,Dios mío!

Gabriela Mistral, Nobel de América, protestó poéticamente por el estado en que vio los piececitos de los niños en los Andes. Su tierno reclamo sigue vigente. La lejanía en que ellos y sus familiares se encuentran ha despertado en este año la atención de Lima por el extremo descenso de la temperatura en las provincias que ha llegado a veinte grados bajo cero. En la pantalla chica se ha visto su difícil subsistencia a más de 4,000 metros sobre el nivel del mar. Por primera vez han dejado de ser solamente una cifra dolorosa para aparecer en un documental impactante que ha generado una preocupación colectiva. Miles  de personas han demostrado que son solidarias y han enviado fardos de frazadas y ropas de abrigo a pequeñas localidades que están siendo muy castigadas por el frío.

Sin embargo, se puede llegar a mayores logros en los próximos años. Diversas entidades han planteado la necesidad de “cambiar” el clima en las punas, cuyos habitantes están expuestos a enfermedades broncopulmonares, a falta de agua y cuanto se deriva de su excesiva pobreza, pues son pastores de camélidos que también sufren los rigores del mal tiempo.

Las termas o paneles solares, que han pasado de ser un experimento, pueden “calentar” los Andes. Algo así como ponerles una sombrilla de energía espacial. Cada año los cambios climáticos cobran vidas, sobre todo de niños y ancianos. La aplicación de sus efectos benéficos que podrían ser asumidos por entidades estatales y privadas contarían con la mano de obra de los mismos pobladores de las comunidades. Trabajando con proyectos en las zonas más críticas se podría avanzar en la lucha para dar una importante inyección de vida a los altiplanos. Estamos en el siglo XXI y ya no se puede justificar el abandono que sufren millares de peruanos. Es hora de actuar.


LA TUNA EN LOS ANDES  

Helada, con su frío de altura o recién sacada de la refrigeradora, la tuna puede calmar la sed más ardiente. Si pudiera soñar estaría acuñando en los veranos la frescura de los nevados para mitigar los calores. Muy conocida, desde el Canadá hasta el Estrecho de Magallanes, de punta a punta de las Américas, tiene en el Perú el encanto de un Niño divino que apareció en un tunal espantando a la sequía.
La tuna, cualesquiera sea su color —verde o blanca, roja o morada, amarilla o anaranjada— se hace amar por su entrega total. Su envoltura con espinas amedrenta a los depredadores, pero ella —que se recuesta en un lecho de seda y terciopelo— es tierna y dulce.
He visto la historia del nopal mexicano, casi semejante. Ambas cactáceas detentan un pasado prehispánico y son Opuntia_ficus-indica, Linneaus y Miller, porque esta planta de orejotas verdes fue descrita científicamente en 1753 por Carlos Linneo y atribuída en 1768 al género Opuntia por Philip Miller.
En sus cladodios (hojas o paletas) ovalados alberga un insecto carmínico: la cochinilla o “Dactylopius coccus, Costa”. Pero, allá es casi un árbol, un poco flaco y de hojas alargadas. Aquí es menos alta y más ancha. En México el fruto ostenta veintitrés nominativos: higo chumbo, choya y tasajillo, entre otros. En el Perú su patronímico es tuna simplemente. La distancia las separa y establece las diferencias.
Los antiguos peruanos la descubrieron en su hábitat de los valles interandinos, entre mar y cielo azul, sobre suelos arenosos, calcáreos, pedregosos y poco fértiles, como un alimento al alcance de su mano. El ecologista Antonio Brack Egg menciona que fue consumida hace más de 2,000 años.
Ellos no tardaron en darse cuenta de la propiedad que tenía un huésped cariñoso de la tuna: la cochinilla, que se recubre con una especie de gasa blanquecina. La apretaron y se mancharon las manos de carmín. Su tinte rico en color púrpura ha sido hallado en textiles tiawanaku, chimu, naska, parakas, chankay, wari e inka.
Unos trescientos años atrás los tintes alemanes llegaron a nuestros Andes, cruzando dos océanos. Ahora y gracias al  “Dactylopius coccus”  le toca al milenario tinte hacer el viaje a la inversa. El Perú es primer productor de cochinilla carmín en el mundo y cubre una demanda que llega al 90%.
En los febreros, meses con paraguas, Ayacucho —que se ufana legítimamente de tener los mayores tunales del Perú— celebra el Festival de la Tuna y la Cochinilla.  
La tuna en estado natural es sumamente agradable. Como fruto, cortado en rodajas, da un toque de alegría a las ensaladas de verduras o de frutas. También gratifica el paladar en mermeladas, jaleas, yugur, néctares y licores.
En la farmacopea se usa para elaborar champúes, cremas, jabones, lociones, mascarillas y cosméticos que brillan en las mejillas y en las sonrisas.
Con sus hojas tiernas se prepara ensaladas y confitados, tal como lo demostró la Universidad Nacional “San Cristóbal” de Huamanga en una de las ferias Agrotec de Lima, por 1980.
La goma de la penca, con barro y paja, sirve para tarrajear viviendas de adobe, y actúa como floculante y clarificante de aguas turbias. Sus raíces forman una malla para detener la erosión de los suelos. Sus hojas o paletas alimentan al ganado como forraje cuando hay sequía y sus cenizas son buenos biofertilizantes.

En el virreinato elevó su valor un infante celestial que apareció en un poblado de Huanta, —según los relatos — para jugar con los niños. Blasito, su nuevo compañero, les enseñó a respetar a los pájaros y a los sapos que eran blanco de su puntería. 
Un día caluroso los encontró cabizbajos. Preguntó el motivo de su desazón y le contaron que el sol había escondido a la lluvia y abrasaba los sembríos. El año sería malo y no tendrían qué comer.
Su amigo entendió el problema y les dijo que volvería en unos días, que buscaran sus hondas. Cuando regresó y le preguntaron a quién dispararía, respondió sonriente que sería al cielo. Las piedras iban a ser tres, en nombre de la Santísima Trinidad.
Ellos no le creyeron, mas la la primera piedra que arrojó abrió una brecha en la bóveda celeste, la segunda dejó asomarse por el boquete a una nube y la tercera la dejó salir. Ella engordó como un globo y dejó caer la lluvia. Otras salieron por el mismo forado acabando con la sequía.
Su gentil amigo dijo que no volvería y que debían buscarle en la Pampa de San Agustín, en Huamanga. Al acabar la cosecha, los niños fueron con sus padres y se  acongojaron al ver que era un sitio solitario. Pero, estaba allí, en medio de una floración increíble de tunas que parecían ceras encendidas, convertido en una imagen de pasta. En el lugar se edificó una iglesia. El santo Niño sostiene una honda con tres pedruzcos de plata, recordando el milagro.
La tuna lleva en sus carnes la fuerza telúrica de los Andes. Su base son minerales esenciales —potasio, selenio, fósforo,  cobre, zinc— que la nutren en Ayacucho, Ancash, Arequipa, Apurímac y Huancavelica.
Los estudiosos destacan su contenido de proteínas, carbohidratos, calcio, vitaminas y otras sustancias antioxidantes que pueden ayudar a controlar la fiebre, la diabetes, el exceso de colesterol y triglicéridos, las úlceras estomacales y los problemas del hígado irritado, así como participar en la lucha contra el cáncer.  
 La tuna sale de su ostracismo para dar batalla entre otros alimentos peruanos. Su corazón es de oro.
Alfonsina Barrionuevo

No hay comentarios.:

Publicar un comentario