SOMBRILLAS SOLARES EN LA PUNA
“Piececitos de niños,/ azulosos de frío,/ ¡como os
ven y/ no os cubren,Dios mío!”
Gabriela Mistral, Nobel de
América, protestó poéticamente por el estado en que vio los piececitos de los
niños en los Andes. Su tierno reclamo sigue vigente. La lejanía en que ellos y
sus familiares se encuentran ha despertado en este año la atención de Lima por
el extremo descenso de la temperatura en las provincias que ha llegado a veinte
grados bajo cero. En la pantalla chica se ha visto su difícil subsistencia a más
de 4,000 metros sobre el nivel del mar. Por primera vez han dejado de ser
solamente una cifra dolorosa para aparecer en un documental impactante que ha
generado una preocupación colectiva. Miles de personas han demostrado que son solidarias
y han enviado fardos de frazadas y ropas de abrigo a pequeñas localidades que
están siendo muy castigadas por el frío.

Sin embargo, se puede llegar a
mayores logros en los próximos años. Diversas entidades han planteado la
necesidad de “cambiar” el clima en las punas, cuyos habitantes están expuestos
a enfermedades broncopulmonares, a falta de agua y cuanto se deriva de su
excesiva pobreza, pues son pastores de camélidos que también sufren los rigores
del mal tiempo.
Las termas o paneles solares, que
han pasado de ser un experimento, pueden “calentar” los Andes. Algo así como
ponerles una sombrilla de energía espacial. Cada año los cambios climáticos
cobran vidas, sobre todo de niños y ancianos. La aplicación de sus efectos
benéficos que podrían ser asumidos por entidades estatales y privadas contarían
con la mano de obra de los mismos pobladores de las comunidades. Trabajando con
proyectos en las zonas más críticas se podría avanzar en la lucha para dar una importante
inyección de vida a los altiplanos. Estamos en el siglo XXI y ya no se puede
justificar el abandono que sufren millares de peruanos. Es hora de actuar.
LA
TUNA EN LOS ANDES
Helada,
con su frío de altura o recién sacada de la refrigeradora, la tuna puede calmar
la sed más ardiente. Si pudiera soñar estaría acuñando en los veranos la
frescura de los nevados para mitigar los calores. Muy conocida, desde el Canadá
hasta el Estrecho de Magallanes, de punta a punta de las Américas, tiene en el Perú
el encanto de un Niño divino que apareció en un tunal espantando a la sequía.
La
tuna, cualesquiera sea su color —verde o blanca, roja o morada, amarilla o
anaranjada— se hace amar por su entrega total. Su envoltura con espinas
amedrenta a los depredadores, pero ella —que se recuesta en un lecho de seda y
terciopelo— es tierna y dulce.
He
visto la historia del nopal mexicano,
casi semejante. Ambas cactáceas detentan un pasado prehispánico y son Opuntia_ficus-indica, Linneaus y Miller, porque
esta planta de orejotas verdes fue descrita científicamente en 1753 por Carlos Linneo y atribuída en 1768 al
género Opuntia por Philip Miller.
En
sus cladodios (hojas o paletas) ovalados alberga un insecto carmínico: la cochinilla o “Dactylopius coccus, Costa”. Pero, allá es casi un árbol, un poco
flaco y de hojas alargadas. Aquí es menos alta y más ancha. En México el fruto
ostenta veintitrés nominativos: higo chumbo, choya y tasajillo, entre otros. En
el Perú su patronímico es tuna simplemente. La distancia las separa y establece
las diferencias.
Los antiguos peruanos la descubrieron en su
hábitat de los valles interandinos, entre mar y cielo azul, sobre suelos
arenosos, calcáreos, pedregosos y poco fértiles, como un alimento al alcance de
su mano. El ecologista Antonio Brack Egg
menciona que fue consumida hace más de 2,000 años.
Ellos
no tardaron en darse cuenta de la propiedad que tenía un huésped cariñoso de la
tuna: la cochinilla, que se recubre con
una especie de gasa blanquecina. La apretaron y se mancharon las manos de carmín. Su tinte rico en color púrpura ha sido hallado en textiles
tiawanaku, chimu, naska, parakas, chankay, wari e inka.
Unos
trescientos años atrás los tintes alemanes llegaron a nuestros Andes, cruzando
dos océanos. Ahora y gracias al “Dactylopius coccus” le toca al milenario
tinte hacer el viaje a la inversa. El Perú es primer productor de cochinilla
carmín en el mundo y cubre una demanda que llega al 90%.
En
los febreros, meses con paraguas, Ayacucho —que se ufana legítimamente de tener
los mayores tunales del Perú— celebra el Festival
de la Tuna y la Cochinilla.
La
tuna en estado natural es sumamente agradable. Como fruto, cortado en rodajas,
da un toque de alegría a las ensaladas de verduras o de frutas. También
gratifica el paladar en mermeladas, jaleas, yugur, néctares y licores.
En
la farmacopea se usa para elaborar champúes,
cremas, jabones, lociones, mascarillas y cosméticos que brillan en las mejillas
y en las sonrisas.
Con
sus hojas tiernas se prepara ensaladas y confitados, tal como lo demostró la
Universidad Nacional “San Cristóbal” de Huamanga en una de las ferias Agrotec de Lima, por 1980.
La
goma de la penca, con barro y paja, sirve para tarrajear viviendas de adobe, y
actúa como floculante y clarificante de aguas turbias. Sus raíces forman una
malla para detener la erosión de los suelos. Sus hojas o paletas alimentan al
ganado como forraje cuando hay sequía y sus cenizas son buenos biofertilizantes.
En
el virreinato elevó su valor un infante celestial que apareció en un
poblado de Huanta, —según los
relatos — para jugar con los niños. Blasito, su nuevo compañero, les enseñó
a respetar a los pájaros y a los sapos que eran blanco de su puntería.
Un
día caluroso los encontró cabizbajos. Preguntó el motivo de su desazón y le contaron
que el sol había escondido a la lluvia y abrasaba los sembríos. El año sería
malo y no tendrían qué comer.
Su amigo
entendió el problema y les dijo que volvería en unos días, que buscaran sus
hondas. Cuando regresó y le preguntaron a quién dispararía, respondió sonriente
que sería al cielo. Las piedras iban a ser tres, en nombre de la Santísima
Trinidad.
Ellos
no le creyeron, mas la la primera piedra que arrojó abrió una brecha en la
bóveda celeste, la segunda dejó asomarse por el boquete a una nube y la tercera
la dejó salir. Ella engordó como un globo y dejó caer la lluvia. Otras salieron
por el mismo forado acabando con la sequía.
Su
gentil amigo dijo que no volvería y que debían buscarle en la Pampa de San Agustín, en Huamanga. Al acabar la cosecha, los niños
fueron con sus padres y se acongojaron al
ver que era un sitio solitario. Pero, estaba allí, en medio de una floración increíble
de tunas que parecían ceras encendidas, convertido en una imagen de pasta. En
el lugar se edificó una iglesia. El santo Niño sostiene una honda con tres
pedruzcos de plata, recordando el milagro.
La
tuna lleva en sus carnes la fuerza telúrica de los Andes. Su base son minerales
esenciales —potasio, selenio, fósforo, cobre, zinc— que la nutren en Ayacucho, Ancash,
Arequipa, Apurímac y Huancavelica.
Los
estudiosos destacan su contenido de proteínas, carbohidratos, calcio, vitaminas
y otras sustancias antioxidantes que pueden ayudar a controlar la fiebre, la
diabetes, el exceso de colesterol y triglicéridos, las úlceras estomacales y
los problemas del hígado irritado, así como participar en la lucha contra el
cáncer.
La tuna sale de su ostracismo para dar batalla
entre otros alimentos peruanos. Su corazón es de oro.
Alfonsina Barrionuevo
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