EL AMANECER DE QOSQO
Mi visión de Machupiqchu es la misma de la primera vez, embargada por una inmensa alegría. Mis
pupilas registrando sus imágenes como si tuvieran una memoria electrónica. El
aire digitando las nubes sobre los cerros. El sol cayendo como oro derretido sobre
el gnomon erguido con orgullo. El viento haciendo volar la desmañada cabellera
del árbol junto a la roca que encaja su masa enhiesta en el Kutija. Sus
escalinatas con diamantes de rocío y
peldaños que se lanzan al cielo. El mundo moviéndose, ante el disparador
detenido de la cámara fotográfica de José Alvarez Blas y de Peruska Chambi, en
una noche con sembrío de estrellas.
Mientras
se encuentre suspendido, en la mitad del gigantesco puqyu de fronda de su
entorno, entre cielo y tierra, imantará los latidos y los pasos de un
peregrinaje inacabable. Estoy allí, sin compromisos, después de haber hecho ch’allas
de flores y collares de Apus por el camino inka, mientras la hierba crece en
sus espacios. No se puede cruzar los umbrales del tiempo que nunca irá en busca
de su sombra. La brisa que se humilla en las fuentes no se pondrá de pie.
El
intento de ubicar sus sitios o templos sagrados es una tarea para mí, que
quiero explicarme su razón de ser. Un desafío al que quiero responder con todas
mis fuerzas. Lo hago expresando mi admiración a los antepasados y a sus
descendientes de las comunidades andinas, donde su sabiduría ha vencido al
polvo de los siglos.
Si
quiero comprender a Machupiqchu debo profundizar en Qosqo que es su principio. Allí
se concentraba el kamaqen,”la esencia del universo inka”. Desde su interior
irradiaba energías cósmicas y telúricas que se dirigían a un Tawantin de Suyus.
Chinchaysuyu, Antisuyu, Kuntisuyu, Qollasuyu.
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Foto: Peruska Chambi |
Si
se mira bien el hecho de que la ciudad emperadora tuvo el relieve de un felino,
el puma, recostado en el lecho de un antiquísimo lago, se descubre un propósito
largamente pensado. Que fuera recipiente de una
fuerte sacralidad. Aquella que le daban trescientos cincuenta y ocho
wakas, dispuestas a lo largo de cuarentidos seqes o líneas que partían
figurativamente del Qorikancha y sus cercanías, como un khipu que se iba
abriendo a medida que se alejaba.
No
deja de ser fascinante que los elementos de la naturaleza y otros compartieran
con sus señores las construcciones o cercados, sus calles y plazas. Cada waka
tenía sus propios sacerdotes wakakamayoq, asistentes y servidores, un menaje de
relucientes metales y haciendas que les proveían de cuanto fuera menester.
Aunque
resulta incongruente, sin el morbo de los perseguidores de idolatrías y el afán
de los cronistas por conocer la historia de los Inkas, los datos sobre sus
sitios sagrados hubieran perecido. Ellos los salvaron. Sus intensas
averiguaciones removieron el cordaje íntimo del corazón de los ancianos para
que hablaran de Qosqo con nostalgia y añoranza.
Al derrumbarse sus sistemas de vida sintieron una necesidad física de
remontarse en el recuerdo lo más lejos que podían, frente al incentivo generado
por aquellos, de saber más sobre lo que querían destruir.
Nada
se hubiera podido conjeturar de no haberse dado ambas situaciones en un mismo
escenario. La transformación de Qosqo en una ciudad hispana se dio a medias. El
espíritu de sus constructores trascendió los cambios. Su voluntad mana wañunka,
“la que nunca muere”, la que es eterna, se mimetizó en sus muros de piedra
almohadillada o lisa y en las bellas puertas de doble jamba, donde se percibirá
hasta que un pachakununun, “terremoto”, quiera sepultar el Qosqo.
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Foto: Fernando Seminario S. |
En
su contorno había ciénagas con juncales que eran alimentados por las corrientes
que bajaban de los manantiales de la
parte alta. Sus habitantes, que llegaron de alturas mayores, lo
encontraron aceptable para instalarse. Más tarde, al darse la aparición de los
hermanos Ayar, acabarían por irse.
Betanzos
cuenta que se abrió la tierra y salieron arrastrándose de una cueva de Paqareq
Tanpu, “la Posada del Amanecer”, Sin embargo, acepta que fueron poderosos. Ayar Kachi y su esposa Mama Wako, Ayar Uchu y
su esposa Kura, Ayar Awka y su mujer Rawa Oqllo y Ayar Manko y su esposa Mama
Oqllo.
Los
reflejos del aúreo metal debieron hacer destellar las pupilas del cronista
escribano, cuando reseña que hombres y mujeres estaban vestidos con trajes de
fina trama de oro y plata.
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