domingo, 10 de julio de 2016

EL AMANECER DE QOSQO

Mi visión de Machupiqchu  es la misma de la primera vez,  embargada por una inmensa alegría. Mis pupilas registrando sus imágenes como si tuvieran una memoria electrónica. El aire digitando las nubes sobre los cerros. El sol cayendo como oro derretido sobre el gnomon erguido con orgullo. El viento haciendo volar la desmañada cabellera del árbol junto a la roca que encaja su masa enhiesta en el Kutija. Sus escalinatas con diamantes de rocío y  peldaños que se lanzan al cielo. El mundo moviéndose, ante el disparador detenido de la cámara fotográfica de José Alvarez Blas y de Peruska Chambi, en una noche con sembrío de estrellas.

Mientras se encuentre suspendido, en la mitad del gigantesco puqyu de fronda de su entorno, entre cielo y tierra, imantará los latidos y los pasos de un peregrinaje inacabable. Estoy allí, sin compromisos, después de haber hecho ch’allas de flores y collares de Apus por el camino inka, mientras la hierba crece en sus espacios. No se puede cruzar los umbrales del tiempo que nunca irá en busca de su sombra. La brisa que se humilla en las fuentes no se pondrá de pie.
El intento de ubicar sus sitios o templos sagrados es una tarea para mí, que quiero explicarme su razón de ser. Un desafío al que quiero responder con todas mis fuerzas. Lo hago expresando mi admiración a los antepasados y a sus descendientes de las comunidades andinas, donde su sabiduría ha vencido al polvo de los siglos.
           
Si quiero comprender a Machupiqchu debo profundizar en Qosqo que es su principio. Allí se concentraba el kamaqen,”la esencia del universo inka”. Desde su interior irradiaba energías cósmicas y telúricas que se dirigían a un Tawantin de Suyus. Chinchaysuyu, Antisuyu, Kuntisuyu, Qollasuyu.

Foto: Peruska Chambi
Si se mira bien el hecho de que la ciudad emperadora tuvo el relieve de un felino, el puma, recostado en el lecho de un antiquísimo lago, se descubre un propósito largamente pensado. Que fuera recipiente de una  fuerte sacralidad. Aquella que le daban trescientos cincuenta y ocho wakas, dispuestas a lo largo de cuarentidos seqes o líneas que partían figurativamente del Qorikancha y sus cercanías, como un khipu que se iba abriendo a medida que se alejaba.
 
No deja de ser fascinante que los elementos de la naturaleza y otros compartieran con sus señores las construcciones o cercados, sus calles y plazas. Cada waka tenía sus propios sacerdotes wakakamayoq, asistentes y servidores, un menaje de relucientes metales y haciendas que les proveían de cuanto fuera menester.

Aunque resulta incongruente, sin el morbo de los perseguidores de idolatrías y el afán de los cronistas por conocer la historia de los Inkas, los datos sobre sus sitios sagrados hubieran perecido. Ellos los salvaron. Sus intensas averiguaciones removieron el cordaje íntimo del corazón de los ancianos para que hablaran de Qosqo con nostalgia y añoranza.  Al derrumbarse sus sistemas de vida sintieron una necesidad física de remontarse en el recuerdo lo más lejos que podían, frente al incentivo generado por aquellos, de saber más sobre lo que querían destruir.
Nada se hubiera podido conjeturar de no haberse dado ambas situaciones en un mismo escenario. La transformación de Qosqo en una ciudad hispana se dio a medias. El espíritu de sus constructores trascendió los cambios. Su voluntad mana wañunka, “la que nunca muere”, la que es eterna, se mimetizó en sus muros de piedra almohadillada o lisa y en las bellas puertas de doble jamba, donde se percibirá hasta que un pachakununun, “terremoto”, quiera sepultar el Qosqo.

Foto: Fernando Seminario S.
Por 1551 el soldado Juan Diez de Betanzos y Araos, de Galicia, que llegó con las huestes de Francisco Pizarro y casó con Kusirimay Oqllo, descendiente de Yanqe Yupanki, hermano de Pachakuteq, describió con entusiasmo aspectos tempranos de un pueblo primigenio de “casas ruines”, que existió en una fecha anterior.
En su contorno había ciénagas con juncales que eran alimentados por las corrientes que bajaban de los manantiales de la  parte alta. Sus habitantes, que llegaron de alturas mayores, lo encontraron aceptable para instalarse. Más tarde, al darse la aparición de los hermanos Ayar, acabarían por irse.



Betanzos cuenta que se abrió la tierra y salieron arrastrándose de una cueva de Paqareq Tanpu, “la Posada del Amanecer”, Sin embargo, acepta que fueron poderosos.  Ayar Kachi y su esposa Mama Wako, Ayar Uchu y su esposa Kura, Ayar Awka y su mujer Rawa Oqllo y Ayar Manko y su esposa Mama Oqllo.

Los reflejos del aúreo metal debieron hacer destellar las pupilas del cronista escribano, cuando reseña que hombres y mujeres estaban vestidos con trajes de fina trama de oro y plata.

Alfonsina Barrionuevo

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