CAMINOS DEL PERU
El jueves 10, cuando se abran las puertas de
las salas de exposición de Riva Agüero, el Perú estará esperándoles. Cuanto hay
está dedicado a sus mil y una facetas en piezas de colores. Los artistas
populares estarán contando anécdotas de su vida. Hilario Mendívil en los
santitos del Corpus que hacía para los niños. Georgina luciendo su manta de
Castilla. Antonio Olave con su Avelina de costurera para sus Niños Dios.
Santiago Rojas , recreando a los qhapaqnegro, los qhapaqch’uncho, los cóndores
y los Saqras de Paucartambo, cuando se manecía en los Santurantikuy para ocupar
u buen sitio en la plaza de la Pachamama Qosqo Wanka. Edilberto Mérida cargando
de brío al toro salqa misitu de las bravas corridas andinas. Maximiliana y
Enrique Sierra rodeados de sus muñecas documentales. Max Inga de Chulucanas,
Piura, hablando del chilalo, un pajarito
pasmoso, maestro de los alfareros norteños. Pedro Abilio Gonzáles comandando con
sus nietos a los wiswitos de los Andes Centrales.
Los ceramistas de Santiago de
Pupuja, haciendo retoñar en sus calles iglesitas panzonas colmadas de fe. Jesús
Urbano Rojas amasando el níspero con papa y yeso para las antiguas figuritas de
sus retablos. Luis Frías tallando el cuarzo de las minas para comprar lápices y
cuadernos a los niños de Quiruvilca. Las palomitas de las solteras estarán
aleteando por allí con mensajes de amores y así hasta viejitos parranderos con
cuellos de resorte.
Nada me pertenece,
ni siquiera alguna parte de mi vida que
se fue llenando de historias de los labios de mi padre, desde que mi alma de
niña se quedó prendida de los castillos de Laymi Machu, cuyo sombrero hizo
volar el rayo de un manotazo. Siempre he sido la oyente interesada en las
cocinas donde, entre trozos de charki o p’ukus de mote con queso, me alimentaban
también con mitos y leyendas las señoras cocineras. Hasta ahora sigo
aprendiendo de los que saben de la tierra, del agua, del cielo y las estrellas.
Más que producto de las aulas lo soy de los saberes, así les llaman hoy, de la
gente de los pueblos y últimamente de los khipukamayoq que escribían y leían en
cuerdas y nudos de pabilos.
Mi colección es pequeña, la principal, unas seiscientas piezas la compró el Banco Central
de Reserva y la Occidental para el Museo
de Historia de la Cultura. Ambas instituciones me ayudaron a grabar
documentales de dos minutos, cada uno, para mostrar a los estadounidenses que
el Perú no era ese país bárbaro, de la revuelta de la prisión del Sexto, que
enviaron algunos canales de televisión.
La máquina de
escribir Olivetti, donde está la huella de mis manos sobre el metal, ha
participado durante largos años de este afán de mostrar un país extraordinario.
de gentes trabajadoras y generosas. No se trata de una invención ni es una
utopía. Yo me encargo de ver un lado con espíritu positivo; el otro, que
también es verdadero lo hacen periodistas, escritores, fotógrafos y cineastas,
mejor que yo.
No dejen de ir a Riva Aguero, al Museo de Artes y Tradiciones que dirige Luis Repetto a quien agradezco su gentileza. La muestra estará hasta el 15 de octubre.
MANJARES DE LOS RUNAS
En el siglo XVI,
cuando arribaron los españoles, encontraron una cocina multicolor, nutriente y
nutrida.
Para ellos, que estaban acostumbrados sólo
a las carnes rojas, el trigo, las lentejas, las arvejas, las habas y el arroz,
esa diversidad de platos resultó alucinante. Ignoraban de qué plantas y animales
provenían esos manjares, cómo se preparaban y comían.
Les pareció una locura para los estómagos de soldados acostumbrados a magras
raciones. Y los “titulados” que llegarían luego, extrañaran los jamones, los
embutidos, los palominos y las exquisiteces de la comida árabe. Recordemos los
ocho siglos en que los “moros” dominaron a la península ibérica.
La conquista española, en el rubro de
los alimentos, provocó otra dura batalla: el arrinconamiento de los nuestros y la
imposición de los suyos. La preocupación se puede registrar en los premios
ofrecidos a quienes lograran que prendiesen sus cultivos y obtuvieron
la primera cosecha de Occidente en
tierra nueva.
Mientras ponían sambenitos al maíz,
como grano maldito que ─supuestamente─ contagiaba la sífilis, el trigo era ─también
supuestamente─ bendito, porque en la misa se convertía en “cuerpo de Dios”. La papa
pasó a ser solamente digna de los cerdos y los presos de sus cárceles. Ni qué
decir de la yuka, la oka o la kinua: no las conocieron en ese entonces. Ni al tomate,
que iría a sazonar sus tallarines…
El primer fruto español en crecer y
madurar fue una granada que pasearon en procesión, por la Plaza de Armas de
Lima. El dichoso dueño del huerto recibió felicitación desde España y la
asignación de una presea valiosa que incentivaría a los demás. La idea no era
sólo trasladar lo que tenían y conocían, sino también aprovechar la tierra
fértil del territorio conquistado, donde sus cultivos se expandieron poco a
poco, hasta asentarse en nuestras ocho regiones y 84 pisos ecológicos.
Cinco siglos después tenemos una
cocina no sólo occidental, sino también asiática y de cuanta gente llegó de
otras partes para instalarse atraída por la belleza de los diferentes lugares y
las oportunidades para formar una familia y crear industrias y
otras empresas que generan ingresos y ayudan a tener una
economía floreciente.
Este panorama alimentario que muy bien
manejado daría lugar al “boom” gastronómico de hoy. Los potajes desplegados en
los inmensos comedores de la feria gastronómica Mistura evidencian cinco siglos
y una década de mezclas y creaciones; las novedades fusionadas de uno y otro lado de dos océanos gratifican los amantes del buen comer.

En el recorrido gastronómico se olvida
algo esencial: los alimentos nativos sobrevivientes y los potajes con milenarias raíces: Por ejemplo, el yaku chupe,
el puré de tarwi, el postre de
tokosh y así muchos a ojo de buen cubero, teniendo en cuenta
que tenemos miles de
pueblos y sazones. Se comienza a buscar y, sin necesidad de
lupa, sale a la luz hasta un gusano como el suri amazónico, que es un sibarita autoalimentado
por una palmera especial. El Amauta Javier Pulgar Vidal sabía apreciar un rico chicharrón
de suri, enviado por sus familiares y amigos desde las junglas de Huánuco.
Hasta la grasa rezagada en el plato, como una mantequilla, era un aliño apreciado
en galletas para quienes llegaban atrasados a su convite.
Haciendo una ligera memoria sólo en lawas
─así se nombran a las sopas en el Perú profundo , lo más lejos de las ciudades─ las
hay de maíz, de zapallo, de calabaza y de qoe o kuye. Es un pequeño muestrario.
Ahora que se les ha dado por “marquetear”
la carne de alpaka tan dulce, tan bella y de ojos muy tiernos─ cabe recordar
que los criadores altoandinos de este camélido nativo dan un sinnúmero de usos a la chalona o carne
seca, preparada con templanza para hacerla durar el mayor tiempo posible.
En peces está recobrando su categoría
la anchoveta, que años atrás fue un “boom” transformada en harina para alimentar
chanchos, cuando en Caral era el alimento preferido de la ciudad más antigua de América y, hasta
mediados del siglo anterior, secada y tostada era un excelente fiambre o refrigerio
en las grandes faenas del campo.
En el lago Titiqaqa y en muchas
lagunas de los Andes, la trucha se ha
comido a casi todos los peces nativos pequeños. Felizmente, en las nacientes de
los ríos el suche ─festín prehispánico que llegó a ser disfrutado hasta el
siglo XX, frito, entomatado o al horno─ ha regresado de puro milagro, tras de
sobrevivir escondido donde no pudiera llegar la trucha.
Los antiguos peruanos sabían comer
desde que eran bebés. La mazamorra morada, con el toque a santidad que recibe
en cada octubre de milagros, es la única que ha saltado la valla en Lima. Pero hay
otras riquísimas, aptas para la “papilla” de las “guaguas”, que “forman” sus
estómagos y hasta resultan vigorizante para las
“mamalas” o abuelitas, como la “rubia” con chancaca, tan buena.
Las chichas que se beben en el norte, el centro y el sur son
otro portento. Y no sólo de guiñapo, que es como un licor en las fiestas
patronales; sino también la ñoqña para los niños, la blanca de maní, rosada de
molle, y todas las terminadas en “ada”: frutillada, uvachada y muchas más, que ─incluso-
les hacen competencia a las cervezas.
Me gustaría que el seviche o cebiche volviera
a sus grandes tiempos, cuando la gente de mar y tierra cocían la delicada carne
de los peces con tumbo verde. Nunca tuvimos los periodistas más sorpresas en
una mesa de sabrosos potajes que aquella ofrecida por el Amauta Fernando Cabieses ,
cuando tenía el Museo de la Salud y fue servida
por su asistente Melchor, un chef inigualable antes de que Gastón Acurio soñara
con entrar a una cocina
para lidiar con las ollas.
Aprendimos novedades a medida que
salían los platos a la
mesa. Quién se hubiera imaginado que los antiguos peruanos
tenían un endulzante como la penka, cuya médula “pelada” -cuando la planta
lanzaba su flor al cielo- era como una delgada caña dulce. Melchor reveló que
se hacía hervir y al cristalizarse dejaba una especie de miel excelente para
diferentes platillos.
Ya se han escrito kilómetros de libros
sobre la comida peruana. Pero tenemos uno en espera. Estas y otras comidas y
bebidas aliñadas con leyenda aguardando un editor.
Alfonsina Barrionuevo
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