TRADICION A CHORROS
"Amigos, està linda la mar...."
Me
gustaría decir, pero no está linda. Un Niño, un fenómeno climático, se avecina
y tiemblo en pensar que en el Perú miles de pueblos sufrirán sus efectos. Olvido,
por unos instantes, a la avecita del hambre, la lluvia y las inundaciones para
contarles que estamos preparando una exhibición que se llamará “Alfonsina Total”.
El título apareció y aunque no estoy convencida a lo mejor se queda. Yo pensaba
en una muestra de mis piezas de arte tradicional. No son muchas pero las conozco
a fondo. Tienen pequeñas historias que son gotas de miel, que hablan de los
artistas que las crearon. Eso, que es el caudaloso río de arte que arranca
desde épocas milenarias y que sigue su curso porque nada le mengua y más bien
aumenta sus caudales. En los próximos blogs les contaré algunas historias porque
la fecha se viene volando. Me sucede, porque desde que comencé a hablar del
tema con Luis Repetto la exhibición ha ido creciendo y ahora tengo que pensar
en un cerro de plaquetas. Que las fotografías de las Wakas de Qosqo, que
itinerará de la capital imperial a la capital limeña. Un esfuerzo logrado con
la ayuda de Ana María Gálvez. Que las fotografías de “Gente de Perú” que he
visto, siempre con cariño y admiración,
viajando de un lado a otro. Que mi obra periodística y otras… Pienso que media
casa se irá ... No, no tomará las de villadiego, sino que se tenderá un puente
para que se vayan acomodando, temporalmente,
en las salas. De veras que no lo imaginaba. Pero, me causa una inmensa alegría volver
a recuerdos atrapados en telarañas de olvido, que volverán a ser vigentes por
un rato. Allí estaré en las piezas, en mis crónicas y en mis libros. Desde ya
les espero.
Hace unos días, Rosa Hernández de
Salas me dijo que está intentando —con otros hortofruticultores— el regreso de
la frutilla ( Fragaria vesca) al
Valle Sagrado de los Inkas.
Ella vive en P’isaq, Calca, Cusco,
donde tiene un “Sara Wasi” —Museo del
Maíz— y trabaja con frutales.
Por ahora
—declaró— cosechamos fresas
grandes y carnosas, que no se comparan con nuestras frutillas nativas, tiernas y dulces.
Le comenté que ambas plantas rastreras
son un techo acogedor para los hanp’atus o sapos.
Los sapos ya no están —acotó de
inmediato—. Se han ido.
Tal afirmación me pareció inverosímil.
¿Cómo que se han marchado? ¿Por qué?
¿Acaso se fueron porque el edredón de fresas comenzó a pesar sobre sus cabezas?
Rosa se sorprendió al conocer que el
arqueólogo Kristoff Makowski encontró en Lurín, Lima, tumbas de sapos
prehispánicos enterrados con ofrendas diminutas. Un hallazgo de veras original. Pues los sapos —en el antiguo Perú (y aún
hoy)— no sólo hacían limpieza biológica,
sino también estaban (están) entre los indicadores naturales de los cambios
climáticos. Su croar fuerte era signo de buen año. Y si se tornaba débil o ronco,
mal augurio. Había que prepararse para una temporada seca.
-¿Qué
hubieran hecho los inkas si en su época se hubiesen ido los sapos? -me
preguntó.
Le respondí que en el antiguo Perú
fueron bien tratados no sólo por los inkas, sino en todo nuestro territorio.
La fresa abunda en muchas partes. Sin
embargo, pocos han advertido que a lo mejor sus “vecinos” se ausentaron.
Personalmente, no me gustan los anuros, salvo los amazónicos que parecen haber recibido
un baño de arcoiris. Alguna razón debe haber para su desaparición. Quizá relacionada
con modificaciones del clima o la contaminación.
Los españoles no tuvieron en cuenta
las exigencias de la tierra y la necesidad de conservar los recursos hídricos.
Trajeron el arroz, por ejemplo, y lo sembraron en la árida costa norte, sin
percatarse de que consume agua en exceso.
Los “expertos” que quieren cambiar el hábitat de
ciertas especies alimenticias se comportan con igual desconocimiento. En La
Convención, Cusco, donde crece un cacao nativo espléndido, un ingeniero
agrónomo ordenó su reemplazo por piñas. Fue una catástrofe. Arrasaron
cacaotales para obtener piñas menudas, inservibles.
Por lo mismo, la presencia de cabras a
4,000 metros de altura da escalofríos. Se cree que mejorarán la alimentación y
la economía altoandinas con la producción de leche y queso. Pero la cabra es
depredadora. Arranca a los pastos de raíz y amenaza con desertificar la puna.
Las comunidades campesinas conocen los
cambios climáticos y saben guardar el agua que siembra la lluvia, para
cosecharla durante las sequías. En Puno, se adelantan a ellas recurriendo a los
waru-warus, watus o camellones. Los andenes retienen también la humedad. Su
gente guarda un entendimiento
ancestral con la naturaleza que se está
perdiendo por diversas causas. Entre ellas la migración de los jóvenes a las
ciudades.
Por los años noventa del siglo pasado
vi en Lachaqui, cerca de Canta, Lima, el baile de los kivios. Unas aves
silvestres que “avisan” a los agricultores si los próximos meses serán
lluviosos o no. En Huaros, si las ven reunirse en pequeñas panpas para protagonizar
verdaderas rondas rituales, buena señal, habrá nubes gordas. Mejor cuando
danzan hasta agotarse, cayendo rendidas, patas
arriba, de pura alegría. Los kivios aman al agua porque encontrarán
lombrices jugosas y hierba verde.
Entre los indicadores vegetales de
cambios climáticos está el qantu, flor amada de los inkas, cuya floración
precisa si el tiempo será seco o lluvioso. Las flores de la quni o totora y la
salliwa tienen siempre un mensaje salvador. Ya sea en la apertura temprana o
tardía de sus botones, o en el color de sus semillas, sin equívocos.
Asimismo, la apasanka o araña teje su tela laboriosamente para
proteger a sus huevos y enfrentar a las tormentas más inclementes.
En los animales y en las plantas se
encuentra una percepción increíble del clima. Los ñaupas o gentiles aprendieron
a conocer sus pronósticos.
El erudito Santiago Erik Antúnez de
Mayolo Rynning realizó una investigación exhaustiva sobre la previsión
prehispánica del clima e incluyó en ella a los indicadores meteorológicos que
siguen funcionando en pocos sitios.
“Arco en el sol moja al pastor”, dicen
en el agro. Pero no se trata de un arcoiris cualquiera. Si está muy pegado al astro
rey —muy inusual— será lo contrario, mal
signo. Si está más o menos distante del disco solar, será de fortuna general.
Si la luna tiene un color de plata o manchas rojizas, la interpretación será
diferente. Lo mismo sucede con los celajes o la luminosidad que aparece encima
de los cerros, con las neblinas o la masa coloidal que flota sobre el horizonte.
Actualmente, la tecnología en la
previsión del clima ha avanzado mucho. En Aguas Calientes, cerca de Machupiqchu,
los campesinos me dijeron que “los
brujos del SENAMHI” habían comunicado anticipadamente que llovería una semana.
Así fue. Ya lo sabían, pero con base en la herencia de los antepasados, que tuvieron una universidad de milenios.
“Ante ellos habrá siempre que inclinarse”, decía el insigne geógrafo y sabio Javier
Pulgar Vidal.
El sistema prehispánico de previsión
de los cambios climáticos aún existe. Aunque no sabemos hasta qué punto. Oficialmente
los gobiernos se niegan a reconocerlo y menos a asociarlo a la climatología
moderna, como sí lo hacen los chinos.
Ahora que hasta las abejas pierden la
brújula y no pueden volver a sus colmenas, habría que estudiar cuánto afectan a
los indicadores naturales el calentamiento global, la contaminación ambiental y
la desglaciación, entre otros fenómenos provocados por los países
industrializados y también por nosotros.
Alfonsina Barrionuevo
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