domingo, 23 de agosto de 2015

LOS BEATLES DE HILARIO

Un día encontré en el taller de Hilario Mendívil, el inolvidable artista de arcángeles, santos y mamachas, unos personajes muy conocidos en el mundo de la música: los Beatles. Estaban allí, sentados en un banco, con cuellos de resorte que se movieron al levantar la pieza, sus cerquillos irreverentes y sus instrumentos. Pero había extrañamente uno más. Le pregunté de quien se trataba  con curiosidad, pues eran sólo cuatro. Hilario sonrió y una expresión traviesa iluminó su rostro. “Me gusta su música, así que los acompaño y soy un Beatle más”, explicó.

Me vendió la pieza con alguna dificultad porque lo hizo para su regocijo personal. Al cabo, aceptando que yo también admiraba a los Beatles, me permitió que los llevara. Resultó una pieza única porque nunca más la repitió. Hoy acaba de cumplir 70 años el último Beatle: Paúl MaCartney. No sabe que está redivivo en el arte del famoso imaginero de San Blas, el barrio de los artistas de Cusco. Muy diferente a sus obras porque lo hizo para su delectación íntima.

En la primera vez que viajé a Ayacucho compré algunas piezas memorables de arte popular. Cuando llegué al taller de Joaquín López Antay tenía sólo treinta soles. Quise uno de sus retablos, con torrecillas como una iglesia, y lo cotizó en treinta y cinco soles. No alcanzaba por supuesto. “¿No tiene uno pequeño, maestro?, le pregunté y dijo que no. “Lo siento, pero no tendré en mi colección un trabajo suyo”, me lamenté. Ya me iba a ir cuando me detuvo. “Tengo algo para Ud. como recuerdo”, me consoló. Fue a su cuarto y regresó con un Niño Dios vestido de sacerdote, estola y ámito. “Es suyo por treinta soles y ha estado en mi familia durante cien años”, me advirtió satisfecho de la venta. No quise comentar nada. Tener al santo infante, como de doce años de edad, era más que gratificante. Lo tomé e integró mi primera vitrina.

Antonio Olave, el prestigioso imaginero de los Niños Dios de Cusco, logró salir de Perú a exposiciones internacionales con una preciosa carga. Imágenes sacras de Vírgenes y Niños divinos que fueron admiradas sucesivamente en varios países de Europa. Yo estaba feliz con su éxito y él trabajó un Niño Waltado para mí cuando le conté que, en un principio, el Niño Dios fue temido por los indios camaroneros y pescadores del Rímac. Se le llamó entonces muchuywawa”, “el Niño del hambre, que atraía la miseria”  quien llegó prendido como un killkito, un ángel sin alas, de la capa de los españoles. En el Cusco las mamalas o abuelas andinas lo recibieron con ternura afirmando que era muy pequeño para ser malo. Lavaron su estigma de acarreador de pobreza y lo fajaron para que no haga daño, como se hace a los recién nacidos, para que no se arañen la carita y tengan las piernas derechas. Esta pieza es otra de las que he conservado hasta hoy con mucho cariño porque son obra de gente dilecta de mi país.  


En las próximas semanas deben estar en una exposición  en el Museo de Artes Tradicionales del Instituto Riva Agüero, de Lima. Su director, el destacado museólogo Luis Repetto, las albergará por un mes y días para que sean vistas por el público. Es una pequeña colección con historias, que sale por primera vez de sus vitrinas. Todos están invitados para verla.   


LA SEÑORA DE  CAO

  
En Ascope, provincia liberteña, al norte de Perú, el agua y la fertilidad de  los campos estuvieron, durante una época, en manos de una mujer de alto rango. Ella era muy joven, hermosa y soberana. Hasta hoy envuelve en su encanto el espacio sagrado donde se halla, en el complejo arqueológico “El Brujo”, a 60 kilómetros, al noroeste de Trujillo. En los brazos de la Madre Tierra la  arrullaba un lejano rumor de olas.
La brisa acarició con sus dedos la gasa que cubría el rostro de la doncella moche y en su memoria afloró su juventud. Parecía dormida cuando se fue. La buscó en el pasado, hace unos 1,700 años, y pudo evocar su rostro altivo, sus ojos grandes, su cuerpo esbelto y sus pies menudos que parecían deslizarse al caminar.

Aquella vez creyó que no volvería a tocarla. Ocurrió, porque pertenece a la historia. Antes nunca se encontró un fardo funerario moche excepcionalmente conservado, con un cortejo de mujeres y hombres sacrificados para su servicio y muchos símbolos de poder.
Una tumba de gran magnificencia en 300 trescientos metros cuadrados. Techo a dos aguas con una columna de soporte bellamente decorada; frontis donde se repite un personaje polícromo de rostro felínico, manos donde ondulan  cóndores y serpientes, y,  pies abiertos, entre muros con relieves geométricos que son un jubileo de peces serpentiformes y unos pequeños felinos.

Regulo Franco, arqueólogo director del Proyecto “El Brujo”, cuyo mayor logro es el hallazgo de esta mujer relevante del antiguo mundo moche, considera que esta caracterización, en la fase temprana de dicha cultura, se vincula con el mundo de los muertos.
En el marco de la pompa fúnebre, un estudio riguroso registra desde el momento en que manos reverentes lavaron el cuerpo desnudo de la joven Señora de Cao Viejo con agua de mar o agua con sal y le rociaron polvo de cinabrio, -sulfato de mercurio-, para impedir su corrupción, acomodando su larga cabellera y el fleco o cerquillo que cae sobre su frente.
Era delicada, de una talla que bordeaba el metro cincuenta y apenas unos veinte a veinticinco años espléndidos que hacían resaltar los tatuajes impresos en sus antebrazos, los dedos de la mano, la palma, los tobillos y los dedos de los pies, con misteriosos dibujos de serpientes, arañas, peces, caballitos de mar, pulpos, un gato montés, líneas y rombos. Una relación interesante de imágenes de colores en relieve  como las  emblemáticas que se repiten en las paredes del templo.
Su rostro fue cubierto respetuosamente con un cuenco de metal y se colocaron dos más en la parte lateral del tórax y hacia la espalda.  Alrededor de su cabeza, cuarenta y cuatro narigueras de oro y plata, magistralmente decoradas con pelícanos, alacranes, serpientes bicéfalas, cangrejos y arañas.

También quince collares de oro, cobre y piedras semipreciosas, sartas de aretes de cobre con incrustaciones de turquesa, y varias orejeras. Un tesoro digno de su estatus mágico-religioso y social.
Envuelta con varias mantas fue colocada sobre una base de caña brava y debajo del cuerpo depositaron veintitrés estólicas de oro buriladas, con representaciones diferentes. Estas lanzadoras de dardos aparecen en la iconografía mochika en escenas de caza del venado y lanzamiento de flores con probable intención ceremonial de purificar el aire.

La revistieron con un manto de placas metálicas, cosidas a la tela como si fueran un estandarte. Encima acolchonaron la superficie con una capa de algodón blanco que parecía  espuma de mar. A su lado añadieron husos, ovillos,  agujas de oro, de cobre y vestidos  pintados con figuras geométricas o bordados con peces.
Siguieron envolviéndola  en ricas telas y en la última delinearon su rostro con  anillos y  placas de metal. Sobre este primer fardo fueron sus emblemas, coronas, diademas, bastones-porras (propios de varones)  a los costados  y más paños de tela y piezas de tejido llano, una tan larga que le dio 48 vueltas. El último envoltorio, cosido con puntadas en zigzag, llevaba dibujado otro rostro coloreado.

Hace años visité con Régulo Franco  la Waka “El Brujo” o Waka “Cortada”, después de entrevistar a don Guillermo Wiese de Osma, quien hizo reproducir en el museo de una sucursal del Banco Wiese, Miraflores, Lima, las extraordinarias pinturas que se encontraron en sus andenes. Al caminar por ellos, donde figuran danzarines, guerreros victoriosos y prisioneros, percibí una extraña energía. 
Entonces aún estaba inédito el valioso contenido de la Waka de “Cao Viejo”, en cuyas cercanías quedan los escombros de una iglesia virreinal y un poblado, Magdalena de Cao, con rancherías. Los españoles difundieron que sus habitantes eran brujas, en realidad gente de curandería, y los viajeros preferían esquivarlas.

En el año 2008, con  el apoyo de la Fundación “Augusto N. Wiese” y el Instituto Nacional de Cultura de La Libertad se pudo excavar en la Waka de “Cao Viejo”. Al comienzo los arqueólogos hallaron unas vasijas enterradas y un fragmento de mate pirograbado. Al pie de la banqueta del recinto esquinero notaron el contorno de una fosa extensa. Hacia el sur una lechuza de cerámica los orientó a ofrendas incineradas de hilos en husos de madera, restos de tejidos, agujas de cobre, estiércol de cuy, huesos de pescado, una figurilla de madera en forma de mono, fragmentos de cerámica y restos de cinabrio. 

Otro paso fue el  descubrimiento de un guerrero, una pequeña escultura de madera que lleva sobre su cabeza un tocado de cobre dorado y en sus manos una porra y escudo forrados también con metal dorado.
Así se llegó a la Señora de Cao, cuyo entierro corresponde a una de las fases más antiguas, previa al terremoto devastador del siglo IV d.C., que removió las construcciones, según pruebas con carbono 14. Su lujoso ajuar evidencia que gobernaba o cogobernaba asistida por dignatarios.

Sus efectos y tatuajes concuerdan con un papel de sacerdotisa de la Luna. Las coronas repujadas con diseños de felinos, arañas  o adornadas con una diadema en forma de “V” y una figura  de murciélago, son típicas de personajes de élite relacionados con el mar, la noche y  el mundo subterráneo, escribe Régulo Franco.
Ella habría ejercido un rol soberano entre los moche a pesar de su extrema juventud, debido a su carácter dominante. Debió influir en la política y en la religión por su capacidad de vidente, para definir si el año sería bueno o malo para la agricultura, sus conocimientos para curar y su majestad en el ejercicio de ceremonias y rituales que la elevaron a un sitial donde no llegaron otras mujeres ni  varones de su tiempo. 
Hay que visitar su museo de sitio para admirarla.       

Alfonsina  Barrionuevo                                                               

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