domingo, 5 de julio de 2015

EL TEMPLO PINTADO DE PACHAKAMAQ        

La primera vez que fui a Pachakamaq tuve la suerte de conocer el famoso Templo Pintado. El director del gran parque arqueológico era Arturo Jiménez Borja quien dedicó su vida y afanes a la investigación de los grupos arqueológicos con una pasión intensa, como la que caracteriza a Ruth Shady, Walter Alva, Régulo Jordán, Ricardo Morales, Santiago Uceda, Hernán amat uy Loewn<o Samaniego, entre otros.

Jiménez Borja me mostró detalles del muro principal que ya no se ven. La pintura mural se había conservado y era una maravilla. Recuerdo unos peces impresos sobre un fondo amarillo y unas cañas de maíz. Caminamos mucho entre los calles y pirámides que había recuperado. Antes de irme me invitó al museo de sitio que instaló y donde se veían piezas únicas, entre ellos el tronco tallado con una doble figura que era uno de los conectores del santuario y no el ídolo que se suele creer.

El santuario fue famoso por su población de sacerdotes que eran sus oráculos vivientes. El monseñor arqueologo Pedro Villar Cordova recogio datos valiosos sobre su élite. En la Escuela Nacional de Turismo, donde él era profesor y yo tenía a mi cargo mitos y leyendas, de Lima, me explicó que allí estaban los llamados sunkuyoq o mamaska, que eran psicologos y miraban a través de una ventanilla el rostro de los peregrinos para descubrir lo que había en su corazón y ayudarles a solucionar sus problemas; los mosqoq, que se encargaban de descifrar los sueños que les contaban o soñaban para sus pacientes, durmiendo sobre una de sus prendas; los wamaq que eran filósofos y podían penetrar en los pensamientos recónditos de la gente; los ripiaq, que absolvian consultas de los atletas por los movimientos de sus músculos; los kauchu o runamikhuq, antropófagos, que se albergaban en la oscuridad de los subterráneos y se alimentaban de los restos de los sacrificios.
El monseñor arqueólogo decía que la real identidad de estos últimos era un misterio y podían ser antecesores de los nak’aq, nak’aqos, phistaqos o degolladores, personajes fabulosos que aparecían en el virreinato, acechando a los indefensos caminantes para robarles su grasa vital determinando su muerte por consunción.
En el templo inka del sol había otros sacerdotes: los p’unchaywillaq o p’unchaywillka, que hablaban con el propio astro y hacían sus adivinaciones de acuerdo a los solsticios y equinoccios;  los hanpikuq (hakarikuq, werapirikuq y kuyrikuq) que veían y leían en las vísceras de los animales de los sacrificios.
El fraile José Arriaga mencionaba en 1621 a los wakawillaq que hablaban con las wakas y respondían al pueblo lo que ellos “fingían” que les decían.
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Notas del libro “Hablando con los Apus”   



              

LA CASA DE DOÑA CLORINDA

La casa donde vivió  la distinguida escritora Clorinda Matto de Turner estaba muda cuando volví a verla después de su restauración. Ni risas de chiquillos, ni cantos de pájaros, ni un ladrido.  Cuando fui por primera vez era una casa de vecindad donde tenía su fotografía un buen señor que nos tomó, a mí y mis amigas, las fotos carnet que pedían en el colegio. Cuando regresé había cambiado enormemente. Le habían devuelto el canto rodado al patio y estaba blanca, acabada de pintar.    


Habían pasado muchos años del terremoto de 1950 y sin duda sus antiguos años debieron tener alguna campanilla, pues, se descubrieron adornos en el segundo piso que llamaban la atención. Cenefas en blanco y negro en la parte alta, que no hay en otra parte. Un escudo y el techo las rosetas de color con algunas trazas de oro. Más tarde, hasta mi última caminata por allí, la vi  cerrada. Hasta hoy no he podido obtener mayores datos por falta de tiempo y estoy guardando mi curiosidad para algún viaje a mi ciudad.

Doña Clorinda vivió en el lugar en el siglo XIX. La casa es más antigua y váyase a saber dónde están los documentos. Es innegable que algún acucioso restaurador haya tenido referencias que deben encontrarse en la Dirección  Regional de Cultura. Una casa tan bonita, de columnas y pintada no podía haber pasado desapercibida en sus propios tiempos. Yo pude tomar unas fotos que son un recuerdo que une dos momentos, la casa en sí, que permanece inédita para mí, y la presencia de la escritora.

Quizá allí comenzó a escribir cuando volvió al Cusco casada con el ciudadano británico Turner. En sus habitaciones debieron estar el pupitre donde solía escribir y que guardaba una sobrina suya con mucho aprecio en Lima. Alguna pieza debió estar destinada al comedor  donde se lucía también la vajilla llevada del Viejo Continente en lomo de mula. Igualmente uno de los trajes con cintura de avispa y cuello al estilo de la época bordado con mostacillas.
Sus biógrafos dicen que “Clorinda Matto nació en la hacienda Paullu, provincia de Calca, el 11 de noviembre de 1854 y falleció en 1909. Hija de Grimanesa Usandivares y Ramón Matto. Estudió en el colegio de Educandas, en Cusco. Allí se casó en 1872. Desde los primeros años de la adolescencia colaboró en distintos periódicos de la región con artículos costumbristas a la manera de Tradiciones. En 1884-86 publicó dos volúmenes con los títulos de Tradiciones Cusqueñas y Leyendas, Biografías y hojas Sueltas. Es autora, también, de obras de teatro, cuestiones gramaticales ideográficas qechwas.”

 Apenas llegada a Lima fue acogida en los Círculos Literarios de la época donde tuvo una labor relevante y destacada. En 1889 fue directora de El Perú Ilustrado, la más alta tribuna literaria del país. Ese mismo año publica Aves sin Nido, novela con la que se gana el destierro, la excomunión y también la recompensa de un renombre y reconocimiento de las generaciones posteriores.
“Comprender esta obra en su sentido más íntimo, comentan en el siglo XX, requiere de una necesaria ubicación en su contexto histórico-social. Los días en que aparece la novela eran oscuros para el destino del indio, explotado y envilecido secularmente, por lo que Gonzáles Prada  llamó la trinidad embrutecedora del juez de paz, el gobernador y el cura, a pesar de la república y los ideales de educación popular, la suerte del indio había sido echada desde los albores de la Conquista.”   
Se dice mucho de la reacción de los hacendados que eran personajes importantes en Cusco y Lima donde estuvo la escritora. Leyenda o no se asegura que su imagen, como en tiempos del virreinato fue quemada junto con sus publicaciones en el atrio de la Catedral de Cusco y prohibida de regresar.
En Lima recibió, se dice, muchas censuras del mismo modo. Su valentía amargó sin duda muchos días a la gallarda y audaz Clorinda. Sin embargo la presión fue grande.

Otro acto del que no se ha podido probar su veracidad e igualmente se acerca más a la leyenda es un viaje que habría hecho a Roma para pedir perdón al Santo Padre. Sin embargo no bajó la guardia. Habría ido vestida con un hermoso traje andino, llevando a la espalda en una lliklla una serie de frutos peruanos que colocó a los pies del Sumo Pontífice. Este habría hecho que se levantara dándole su bendición con lo que borró la excomunión.

En Paullu tuve la ocasión de visitar la casa hacienda donde nació. Me emocionó admirar como ella, en su adolescencia, el precioso paisaje, los cerros circundantes, los campos verdes de  maíz, el chorro de agua que movía un molino todavía en funcionamiento.
Pienso que hablaba qechwa y así pudo comunicarse con los hijos de las mit’anis, mujeres de las comunidades que bajaban por turno a la casa del hacendado para trabajar en la cocina y en los quehaceres cotidianos. Desde allí habría visto cómo se encendían los pavitos de los pisonai, árboles de gruesos troncos, donde brillaban como tizones en los setiembres. Quién sabe ella y sus hermanos o primos recogían las flores para jugar, como lo han hecho innumerables generaciones. 

Los tiempos han cambiado al punto de que la forma de pensar sobre la moralidad, la discriminación, el abuso, se han ido a otro extremo. De cualquier modo siento que si bien muchas cosas que eran tabú ya no lo son, se han perdido otros valores. El amor y el respeto por los demás que fueron el argumento de la lucha que sostuvo Clorinda Matto de Turner en el siglo donde pasó varios años en la casa de campo.

Alfonsina Barrionuevo   

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