EL
TEMPLO PINTADO DE PACHAKAMAQ
La
primera vez que fui a Pachakamaq tuve la suerte de conocer el famoso Templo
Pintado. El director del gran parque arqueológico era Arturo Jiménez Borja
quien dedicó su vida y afanes a la investigación de los grupos arqueológicos
con una pasión intensa, como la que caracteriza a Ruth Shady, Walter Alva, Régulo Jordán, Ricardo Morales, Santiago
Uceda, Hernán amat uy Loewn<o Samaniego, entre otros.
Jiménez
Borja me mostró detalles del muro principal que ya no se ven. La pintura mural
se había conservado y era una maravilla. Recuerdo unos peces impresos sobre un
fondo amarillo y unas cañas de maíz. Caminamos mucho entre los calles y
pirámides que había recuperado. Antes de irme me invitó al museo de sitio que
instaló y donde se veían piezas únicas, entre ellos el tronco tallado con una
doble figura que era uno de los conectores del santuario y no el ídolo que se
suele creer.
El
santuario fue famoso por su población de sacerdotes que eran sus oráculos vivientes. El monseñor arqueologo Pedro Villar Cordova recogio datos valiosos
sobre su élite. En la Escuela Nacional de Turismo, donde él era profesor y yo tenía
a mi cargo mitos y leyendas, de Lima, me explicó que allí estaban los llamados
sunkuyoq o mamaska, que eran psicologos y miraban a través de una ventanilla el
rostro de los peregrinos para descubrir lo que había en su corazón y ayudarles
a solucionar sus problemas; los mosqoq, que se encargaban de descifrar los
sueños que les contaban o soñaban para sus pacientes, durmiendo sobre una de
sus prendas; los wamaq que eran filósofos y podían penetrar en los pensamientos
recónditos de la gente; los ripiaq, que absolvian consultas de los atletas por
los movimientos de sus músculos; los kauchu o runamikhuq, antropófagos, que se
albergaban en la oscuridad de los subterráneos y se alimentaban de los restos
de los sacrificios.
El
monseñor arqueólogo decía que la real identidad de estos últimos era un
misterio y podían ser antecesores de los nak’aq, nak’aqos, phistaqos o
degolladores, personajes fabulosos que aparecían en el virreinato, acechando a
los indefensos caminantes para robarles su grasa vital determinando su muerte
por consunción.
En
el templo inka del sol había otros sacerdotes: los p’unchaywillaq o p’unchaywillka,
que hablaban con el propio astro y hacían sus adivinaciones de acuerdo a los
solsticios y equinoccios; los hanpikuq
(hakarikuq, werapirikuq y kuyrikuq) que veían y leían en las vísceras de los animales
de los sacrificios.
El
fraile José Arriaga mencionaba en 1621 a los wakawillaq que hablaban con las
wakas y respondían al pueblo lo que ellos “fingían” que les decían.
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Notas
del libro “Hablando con los Apus” LA CASA DE DOÑA CLORINDA
La casa donde vivió la distinguida escritora Clorinda Matto de
Turner estaba muda cuando volví a verla después de su restauración. Ni risas de
chiquillos, ni cantos de pájaros, ni un ladrido. Cuando fui por primera vez era una casa de
vecindad donde tenía su fotografía un buen señor que nos tomó, a mí y mis
amigas, las fotos carnet que pedían en el colegio. Cuando regresé había
cambiado enormemente. Le habían devuelto el canto rodado al patio y estaba blanca,
acabada de pintar.
Habían pasado muchos
años del terremoto de 1950 y sin duda sus antiguos años debieron tener alguna
campanilla, pues, se descubrieron adornos en el segundo piso que llamaban la
atención. Cenefas en blanco y negro en la parte alta, que no hay en otra parte.
Un escudo y el techo las rosetas de color con algunas trazas de oro. Más tarde,
hasta mi última caminata por allí, la vi
cerrada. Hasta hoy no he podido obtener mayores datos por falta de tiempo
y estoy guardando mi curiosidad para algún viaje a mi ciudad.
Doña Clorinda vivió
en el lugar en el siglo XIX. La casa es más antigua y váyase a saber dónde
están los documentos. Es innegable que algún acucioso restaurador haya tenido
referencias que deben encontrarse en la Dirección Regional de Cultura. Una casa tan bonita, de
columnas y pintada no podía haber pasado desapercibida en sus propios tiempos.
Yo pude tomar unas fotos que son un recuerdo que une dos momentos, la casa en
sí, que permanece inédita para mí, y la presencia de la escritora.
Sus biógrafos dicen que “Clorinda Matto nació
en la hacienda Paullu, provincia de Calca, el 11 de noviembre de 1854 y
falleció en 1909. Hija de Grimanesa Usandivares y Ramón Matto. Estudió en el
colegio de Educandas, en Cusco. Allí se casó en 1872. Desde los primeros años
de la adolescencia colaboró en distintos periódicos de la región con artículos
costumbristas a la manera de Tradiciones. En 1884-86 publicó dos volúmenes con
los títulos de Tradiciones Cusqueñas y Leyendas, Biografías y hojas Sueltas.
Es autora, también, de obras de teatro, cuestiones gramaticales ideográficas
qechwas.”
Apenas llegada a Lima fue acogida en los
Círculos Literarios de la época donde tuvo una labor relevante y destacada. En
1889 fue directora de El Perú Ilustrado, la más alta tribuna literaria
del país. Ese mismo año publica Aves sin Nido, novela con la que se gana
el destierro, la excomunión y también la recompensa de un renombre y
reconocimiento de las generaciones posteriores.
“Comprender esta obra
en su sentido más íntimo, comentan en el siglo XX, requiere de una necesaria
ubicación en su contexto histórico-social. Los días en que aparece la novela
eran oscuros para el destino del indio, explotado y envilecido secularmente,
por lo que Gonzáles Prada llamó la
trinidad embrutecedora del juez de paz, el gobernador y el cura, a pesar de la
república y los ideales de educación popular, la suerte del indio había sido
echada desde los albores de la Conquista.”
Se dice mucho de la
reacción de los hacendados que eran personajes importantes en Cusco y Lima
donde estuvo la escritora. Leyenda o no se asegura que su imagen, como en
tiempos del virreinato fue quemada junto con sus publicaciones en el atrio de
la Catedral de Cusco y prohibida de regresar.
En Lima recibió, se
dice, muchas censuras del mismo modo. Su valentía amargó sin duda muchos días a
la gallarda y audaz Clorinda. Sin embargo la presión fue grande.
Otro acto del que no
se ha podido probar su veracidad e igualmente se acerca más a la leyenda es un
viaje que habría hecho a Roma para pedir perdón al Santo Padre. Sin embargo no
bajó la guardia. Habría ido vestida con un hermoso traje andino, llevando a la
espalda en una lliklla una serie de frutos peruanos que colocó a los pies del
Sumo Pontífice. Este habría hecho que se levantara dándole su bendición con lo
que borró la excomunión.
En Paullu tuve la
ocasión de visitar la casa hacienda donde nació. Me emocionó admirar como ella,
en su adolescencia, el precioso paisaje, los cerros circundantes, los campos
verdes de maíz, el chorro de agua que movía
un molino todavía en funcionamiento.
Pienso que hablaba
qechwa y así pudo comunicarse con los hijos de las mit’anis, mujeres de las
comunidades que bajaban por turno a la casa del hacendado para trabajar en la
cocina y en los quehaceres cotidianos. Desde allí habría visto cómo se
encendían los pavitos de los pisonai, árboles de gruesos troncos, donde
brillaban como tizones en los setiembres. Quién sabe ella y sus hermanos o
primos recogían las flores para jugar, como lo han hecho innumerables
generaciones.
Los tiempos han
cambiado al punto de que la forma de pensar sobre la moralidad, la
discriminación, el abuso, se han ido a otro extremo. De cualquier modo siento
que si bien muchas cosas que eran tabú ya no lo son, se han perdido otros
valores. El amor y el respeto por los demás que fueron el argumento de la lucha
que sostuvo Clorinda Matto de Turner en el siglo donde pasó varios años en la
casa de campo.
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