domingo, 12 de julio de 2015

EL CH’IN DE LAS PACHAMAMAS

Un día en la mesa de Mario Cama, el altomisayoq de Q’atqa, la Pachama de Qosqo dijo algo muy extraño.
-Las Pachamamas tenemos una muerte.
-¿Cómo es eso, cómo pueden morir las Pachamamas?, sería el acabarse del mundo.
-Sucede cuando entramos al ch’in, el vacío infinito. Nadie puede hablarnos porque nosotras no podemos escuchar a nuestros hijos. Estamos como dormidas en un sueño de piedra, envueltas en 3n cobertores de silencio. Como si estuviéramos ausentes en abismos donde no llega ni el más fuerte de los gritos, donde llueve la nada.


Pensé que aquello se debía a alguna razón y quise que me explicara como si fuera  mortal como yo. La Pachamama no quiso decirlo y se guardó su respuesta.
Tampoco pude imaginar cuál era la razón por la cual se sumergía en un sueño que más se parecía a pesadilla. Alejarse como si hubiera dejado de existir era un absurdo.
-Si de verdad te fueras se me rompería el corazón –atiné a decirle.
-Pero, regreso, hijita, -agregó.
Asi debe ser porque en el mes de agosto miles de mesas en el Perú se tienden para celebrar el retorno de las Pachamamas de esa muerte. Hay de todo porque tiene “sed” y tiene “hambre”. He aprendido tantas cosas en los últimos años que está claro para mí. Yo misma sé preparar “su plato” con una concha de mar, muqllu que son semillas de coca, granos de maíz, de maní, pallares, kinua o kihura, kañiwa, frejoles, cañitas de dulces de junco, heneqen, qochayuyo, “zorritos” de qoe, estrellas de mar, plumas de cóndor, untu de llama, llinpi, piedra imán, cuarzo y otras cosas. También un poco de chicha. A la mesa acuden invitados para el despertar de las Pachamamas los Apus amigos y también los olvidados. Ella se siente alegre, con ganas de reir, de cosechar los júbilos de todos.
Me quedé con las ganas de saber por qué la muerte puede rozarla por alguna razón metafórica, que ella dejó atrás como una cáscara que se deshizo y terminó en luz.
Quizá me lo cuente alguna vez o nunca. La tierra también tiene sus secretos.
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Notas del libro “Hablando con los Apus”



LOS CAPRICHOS DEL CLIMA

A media mañana de cielo azul, con ligeros flecos de nubes, el Sapan Inka o Unico Señor, hundía la chakitaqlla con reverencia en el seno oloroso de la Pachamama o Madre Tierra. A él le tocaba ser el primero en abrir el surco para iniciar la siembra.
En los otros suyus, los Inka Rantin ─sus representantes, hacían lo propio en su nombre, con la asistencia de los señores locales que  tomaban parte.
Posiblemente el resto de la nobleza presente continuaba con la ceremonia agraria, por orden de rango, y luego seguían la posta las gentes dedicadas a esta hermosa actividad creadora de vida: los campesinos, expertos en las artes del agro aprendidas en milenios. Mientras tanto, en los andenes y planicies superiores, hacían marco los criadores de alpakas y llamas con los mejores animales de los rebaños del Padre Sol y del Inka.
Los cronistas no mencionan cuáles eran las primeras semillas que la Qoya, esposa del Inka, colocaba en el surco. Tal vez las papas más escogidas o  granos blancos  de maíz, especies que se alternaban en cada campaña agrícola, dejando un espacio para que la tierra descansara y recobrara su fertilidad.
El clima era más abrigado que ahora, porque habían bosques de undosos árboles en el contorno de las chacras y también vegetación. En ese ambiente se obtenían abundantes cosechas para la mesa imperial y la qolqa o despensa de los tanpus o tambos.
Cuando llegaron los españoles se acabó el ceremonial de inicio imperial de la actividades agrarias en el Cusco. Al repartirse los solares el andén de la siembra sagrada que estuvo en una de las partes altas de la ciudad puma se convirtió según los historiadores en la plaza de San Francisco.
La agricultura prehispánica no sufrió cambio y se siguieron cultivando las especies milenarias con lo poco que llegó del Viejo Mundo: trigo, arroz, cebada, haba y arveja.
Los ayllus o comunidades de origen milenario todavía conservan la costumbre de tener un qollana o jefe que comanda la siembra y de efectuar ofrendas a la Pachamama, para que las cosechas sean ópimas. Igualmente, con mucha sabiduría, están atentos a una infinidad de indicadores climáticos.
La preparación de tierras y algunas de las siembras comienzan en agosto, cuando las primeras señales se dan en el cielo donde sale en la noche la Qolqa, conjunto de estrellas rutilantes que auguran un buen año agrícola. Pero si una o dos son débiles de un total de cuatro, habrá que retrasar el trabajo, porque el año será seco o demasiado lluvioso.

El estudioso Santiago Erick Antúnez de Mayolo menciona otros indicadores. Por ejemplo, si las aves construyen sus nidos en el curso de los riachuelos, aprovechando que están secos, la falta de agua no permitirá el brote a tiempo de las plantas. En cambio, si las arañas tejen sus telas en las partes altas, el año será bueno. Hay que confiar en  la Madre Naturaleza. Ella sabe lo que ha de acontecer.

Hasta la religión cristiana se incorpora a la predicción del futuro agrícola. En la procesión del Corpus Cristi de Cusco, si la Virgen de Belén está pálida, el tiempo será malo para el campo. Si sus mejillas lucen sonrosadas, buen anuncio para los cultivos. Si sus andas resultan difíciles de cargar, el año será de pesares. Y si se las siente livianas, se alegran los corazones porque todo irá bien.
Santa Bárbara doncella, otra imagen que forma parte del desfile místico, es la Pachamama de la papa y ante sus andas las mujeres juegan haciendo correr de un lado a otro una pelota de madera. Su pueblo se divide en Hanan Poroy, la parte alta, y Urin Poroy, la parte baja. Las jugadoras de cada lugar tratan de llevar la pelota a su arco en un tiempo establecido. Aquellas que lo consigan tendrán un buen año.
En Otuzco, La Libertad, si la lluvia besa a las mejillas de la Virgen de la Puerta es augurio de que el campo será bendecido. Ella sale en  procesión en un día  limpio, sin nubes, y es un milagro que se forme alguna que es arrastrada por el viento hasta el atrio de la iglesia donde la Virgen  baja de su capilla y se detiene a medio camino. La espera puede prolongarse hasta dos horas en que concluye el descenso a sus andas. La gente de campo aguarda y retorna con una sonrisa o un aire de tristeza, según el pronóstico climático de la Virgen.

Santa Bárbara de Poroy
Los habitantes de la ciudad ni lo advierten. La espera de una o dos horas la atribuyen a que la Mamita comenzó a bajar muy temprano, a un retraso de los mayordomos, a que faltaron los devotos “negros” que se pintan la cara con carbón para representar a los esclavos del virreinato, o cualquier cosa. Tuve la suerte de informarme de su relación con la lluvia conversando con los agricultores que aprovechaban la fiesta para hacer su feria de productos en las cercanías.
El sincretismo de creencias occidentales con las nuestras es frecuente en miles de pueblos y no hacen más que resaltar las propias que son innumerables y poco estudiadas.
No sé de dónde se estableció, después del Día de la Madre, a nivel internacional, el Día del Indio en el Perú. Un día feriado que no era reconocido por los habitantes del campo, para quienes los feriados son feriales y se relacionan con alguna celebración religiosa.

Al fundar las villas, los españoles las ponían bajo la advocación de alguna imagen, como San Carlos de Puno, la Santísima Trinidad de Huancayo, Santo Domingo de Sicaya, San Valentín de Trujillo, venido a menos; San Juan de Huaytará, Santiago de Pupuja y otros.

El Día del Indio, que se amarraba con el Día de Cusco, era un motivo para que los provincianos nos diéramos un abrazo porque el árbol de sangre andina entronca a todos. Así fue por largo tiempo hasta que en 1969 se convirtió en Día del Campesino y marginó a quienes viven en las ciudades. Estos perdieron su vínculo ancestral con la Pachamama, igual que  los pescadores, que no pueden llamarse campesinos.  
Al fin de cuentas, el Día del Indio nunca les importó a los ayllus, que pasaron a ser comunidades, porque la nominación de indios viene del error de Colón, quien creyó haber llegado a las Indias del Asia. Los citadinos siguen calificándolos de indios, pero ellos no se llaman de ese modo a sí mismos. Dicen: “soy de Pampallaqta”, “de Paruro”, “de Santa Cruz de Flores”, “de Cabanaconde”,  “de Santa María de Nieva”, etc. Igual que la gente de ciudad: “soy limeño”, “soy tacneño”, “soy ayacuchano”, etc. Al final se vuelven “limeños” cuando sus padres y abuelos dejan su tierra y se integran a la ciudad por las oportunidades que ofrece.
Hay un vals que reza: “Tengo el orgullo de ser peruano y soy feliz”. Me parece lo más exacto y justo.


Alfonsina Barrionuevo

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