domingo, 15 de marzo de 2015

EL NEVADO DE LA ESTRELLA
Por 1975 Víctor Chambi, hijo de don Martín, el famoso fotógrafo de de Coasa, Puno, me habló de Qoyllur Rit’i, el nevado de la Estrella. En fotografías en blanco y negro me mostró uno de los más importantes peregrinajes andinos para recibir sus dones siderales. Por primera vez me habló de los altomisha o altomisayoq, sacerdotes cusqueños, quienes lo visitan para recargar sus energías. Al preguntarle si eran protagonistas de la fiesta contestó que, por el contrario, no se dejaban ver y asistían dentro del más completo anonimato.

Qoyllur Rit’i es uno de los pocos santuarios inkas que ha logrado trascender el tiempo y recibe a miles de peregrinos de siete departamentos y ahora del extranjero.
La capilla del Señor de la Rinconada, a casi 4,000 metros sobre el nivel del mar, no ha logrado disminuir su prestigio entre la gente del Ande. Hombres y mujeres, al son de de pitos, bombos y tambores, ascienden hasta sus faldas humanizando con su paso los cerros. De acuerdo a sus creencias deben ir por lo menos una vez en su vida para que ella alumbre y su camino. Por una curiosa dualidad de cultos son devotos del Cristo y del nevado cuyo verdadero nombre es Qolqepunku, la puerta que se abre para que lleguen a tierra los rayos del cosmos.

La diversidad de actos es conocida exclusivamente por los habitantes de las comunidades que dejan sus peticiones sembradas en las laderas de Sinak’ara, al pie de Qoyllur Rit’i, concurren a ferias de sortilegios y se dan baños lustrales en sus estanques. Entre la abigarrada multitud que esperaba un poco de su nieve para beberla y revitalizar sus arterias y sistemas antes de los cambios climáticos, están los altomisayoq renovando sus compromisos y elevando su espíritu. Fui dos veces con la esperanza de sorprenderlos. Es inútil. Los ukhuhus o pabluchas que llevan colgando de una cruz las túnicas vacías de pellejos de llama no se dignan proferir una palabra. Muy tarde los vi aparecer en la cima del glaciar para saludar quién sabe a los que se fueron. Pensé que a lo mejor alguno era altomisa inédito tras el waqolo o máscara pasamontaña. Me tocó saberlo mucho tiempo después con Mario Cama.
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  Notas del libro “Hablando  con los Apus”





LA MUJER EN LOS ANDES
Los ojos de la mujer en los Andes se abren a espacios abiertos. Un aire de libertad absoluta toca sus mejillas. Una risa franca dibuja pétalos de luz en sus labios. Muchas jóvenes regresan de la ciudad a sus comunidades, porque en aquellas se sienten discriminadas y no las deslumbra los “adelantos” que encuentran: la televisión, la Internet, el karaoke y otras novedades que podrían incentivarlas a incorporarse a otra vida más bulliciosa, acelerada y “moderna”.
En varias partes de nuestro país pude hablar con ellas y me sorprendieron al afirmar que estaban mejor con los suyos. Siempre se supone que el campo representa atraso en varios rubros sociales, pero su manera de pensar es diferente. La sensación de expandir el espíritu sin presiones, en primer término, anima sus actividades. Sin embargo, allí como en la ciudad, están sujetas a una serie de reglas y su aporte al trabajo es fuerte y duro.
No he tenido tiempo para conversar a fondo y presentarles opciones. No sé tampoco si será más efectivo para su realización arrancarlas de sus raíces, aprovechando quién sabe una menor edad.  

Desde que vino a ocupar nuestro territorio hace más de 12,000 años, la mujer lucha a la par con el varón y a veces más. Sólo ella tiene, además de otras cargas, el lugar de la ternura, al generar vida en sus entrañas y asumir la responsabilidad de los hijos.
Atribuirle el inicio de la domesticación de las plantas alimentarias no es equivocado. Mientras el varón iba de caza a espacios distantes en busca de una buena presa, ella iba recogiendo los frutos que encontraba a su alcance. Si los comía y eran amargos los descartaba, si eran dulces o tenían un buen sabor repetía el acopio. No fue extraño que los ponzoñosos la intoxicaran y hasta le causaran la muerte. Era la única manera de probar su utilidad y advertir a los demás que los evitaran. En ese devenir advirtió que algunas pepas o semillas caían en buena tierra y de pronto salían de su interior unas hojitas, hasta convertirse en nuevas plantas. Así, sin proponérselo, descubrió la agricultura.

Recuerdo a una niña, aproximadamente de cuatro años de edad, que caminaba por lo menos medio kilómetro con su cantarillo hasta un manantial o riachuelo para recoger agua. Como era muy pequeña, se le iba cayendo parte en el camino y llegaba a su choza con muy poco. La madre echaba lo que había en el fondo y la mandaba regresar por más. Así se pasaba los días yendo y viniendo a más de cuatro mil metros de altura sin demostrar cansancio, contemplando su mundo por momentos con curiosidad: aves, lagartijas,  ciempiés, flores, espinos que se cuidaba de tocar.
Un observador citadino comentó en cierto momento que era una costumbre bárbara en las comunidades abrir un hoyo en la tierra y colocar allí a los infantes para no tener que cuidarlos. No entró en la comparación los corralitos de nylon que se usan en la ciudad para dejar a los niños que todavía no caminan. En su encierro quedan bien protegidos, igual que las criaturitas en los Andes.
Mientras sus hijos están bien guardados en el hoyo de la Pachamama, Madre Tierra al fin, sobre cueros y bayetas, ellas escogen las semillas, hilan, tejen, cocinan y lavan. Cuando los meses pasan, ellos crecen,  logran ponerse de pie y empiezan a descubrir su entorno.
Antes, cuando aún lactan las mamás los cargan en las espaldas en una lliklla. En ambas etapas su aprendizaje es intenso, prácticamente unidos a ellas, hasta que pueden caminar con una palika o pañal de lana bien atado a su cintura, sin que las madres lo pierdan de vista, mientras realiza sus actividades cotidianas.
Puede ser que la textilería se repartiera entre los esposos. En los entierros de las llamadas sacerdotisas se ha encontrado cestos con instrumentos para hilar, para tejer y también finísimos hilos de algodón y camélidos. En el Perú prehispánico, varones y mujeres tuvieron que conocer las artes para obtener tintes naturales y lograr tecnologías para el teñido, incluso en los famosos “degradé”, como una indicación del dominio del color, así como la creación de los más increíbles diseños en sus telares.
Las sociedades andinas no consideran tabú al sexo ni tienen conceptos cerrados sobre la virginidad. En cambio los jóvenes no tienen libertad para elegir a su pareja. En un ensayo donde me ocupo del “matrimonio” andino, hago una relación de casos en que los padres deciden los casamientos sin dejarles alternativa, aunque hayan hecho su propia elección.

A veces se escapan y luego consiguen su perdón y aceptación. En el caso de que no lleguen a hacerlo a una edad temprana —digamos quince, dieciséis o diecisiete años—, tienen una salida: vestir sus mejores galas y asistir a las fiestas de la juventud —pukllay, punpines, wayllachas, etc., los llamados carnavales desde que llegaron los españoles—, una buena ocasión para encontrar amor y con suerte formar un hogar y tener familia.

En el campo la mujer trabaja arduamente, ya sea como pastora en los lugares más altos, 4,100 o 4,300 metros sobre el nivel del mar; o como agricultora en los valles de la yunga, la qechwa o la suni. En Ollantaytambo, Cusco, se encarga de guardar la cosecha de maíz porque —según una creencia— el varón es maki wayra, “manos de viento”, y no la hace durar todo el año. Al sembrar, el esposo abre el surco con la chakitaqlla, después de preparar la tierra, y ella va colocando la semilla.
La alpakera, muy temprano, abre la puerta de la kancha donde han dormido los animales para que vayan a comer y regresen más tarde porque conocen su camino. Si se trata de vacas u ovejas, igual sale el ganado a buscar su forraje.  Si los pastizales cercanos son escasos buscan donde están mejor y hacen intercambios.
Ella se encarga de cocinar y conoce las propiedades sazonadoras, fragantes, de las plantas que dan sabor a sus comidas. También puede distinguir a las hierbas medicinales que crecen en los caminos. Si los problemas de salud son más complejos, la familia busca a un hanpiq o curandero.

En el campo o en la ciudad la mujer lleva sobre sus hombros, además de sus sueños, las tareas del hogar, la atención de la familia y una infinidad de actividades. Pero en el campo tanto ella como el varón aún son ciudadanos de segunda clase en una tierra que siempre fue suya. Injusto, como no tener escuelas o centros de salud.
El Día Internacional de la Mujer es como el Día de la Madre. Absurdos en los que se entretienen los gobiernos o las organizaciones internacionales que pretenden protegerlos, como nombrar días asignados a la papa, el tomate, el camote, o considerar tesoros vivientes a músicos, cantantes o bailarines, en lugar de enaltecer el rol que tienen la mujer y el varón en la continuación de la vida, las tradiciones, las costumbres y la historia de los pueblos del planeta.

Alfonsina Barrionuevo

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