sábado, 22 de febrero de 2014

SEMANA SANTA EN PUNO

No me gusta escribir sobre las personas amigas que se van. Lo siento injusto. Hoy he podido, por unos segundos, esbozar una sonrisa. Claro que escribí algo para Etna Velarde y lo leyó. Alguna vez debió pensar que se había desvanecido en mi memoria el recuerdo de nuestro primer encuentro. Supo que no era así al leer el artículo que copio más abajo.
Siempre pensamos ir juntas a Puno. A nuestros amigos y a todos quiero decirles que Puno, fundada en Puñuypanpa, “la comarca del sueño”, es una tierra linda donde una Virgen pequeña, la Candelaria, demuestra que reina en los febreros sobre los sueños de fuego de miles de diablos ha, que danzan con alucinantes máscaras con cuernos de colores,  batracios fantásticos arrastrándose sobre la frente  y prominentes ojos de foco; vestidos fastuosamente con capas, pectorales y fajines deslumbrantes.

La Diablada, como si se arrepintiera de esos arrestos, cae después de rodillas en una Semana Santa gloriosa que culmina cuando salen en procesión varias imágenes religiosas. Entre ellas el Señor de la Bala. El Cristo, que protegió a su devoto moviendo el hombro en su defensa, para recibir la bala asesina de un arcabuz que debía matarle, en una riefriega de vascos y andaluces en San Luis de Alba, la gran ciudad de vetas argentíferas incalculables,. Allí quedan para una eternidad los testimonios del milagro. La bala incrustada y la sangre que derramó al salvarle.
Hay que ir a Puno. En la Semana Santa podrán ver también a la Virgen prodigiosa que abrió una galería que se derrumbó en la misma ciudad. Lo hizo para que pudieran salir los mineros que quedaron atrapados y que llenos de pánico la invocaron cuando los diablos los cercaban para llevarse su alma. En su mano y en la mejilla se ven los arañazos que sufriò al levantar las vigas rotas.

Vuelvo con mi querida amiga y sus pinceles. Ella se encuentra hoy en las memorias que habitan en la parte más tierna del corazón.                            



PINCELES MOJADOS EN HISTORIA                                        

Los pinceles de Etna Velarde han capturado durante muchos años el aire bélico de las batallas. En sus cuadros se siente, como si hubiera sido espectadora, el retumbar de los cañones, los disparos de la fusilería, el entrechocar de los aceros, los gritos de coraje y los quejidos de agonía. Al heredar los pinceles de su padre no pensó que un día se dedicaría a  hurgar con pasión en los libros de historia, mientras la aguardaban pacientemente los tubos de pintura sin saber tampoco que entraría en la epopeya de la Guerra del Pacífico, tiñéndose de vida, muerte y gloria.

La calle era ancha en La Victoria. El cielo como una vieja y enorme lágrima condensada por siglos colgaba arriba, tiznada por los gases que expelían desde entonces los ómnibus destartalados. Ella vivía por allí. En una calle estrecha, de puertas que parecían haber sido hechas con el mismo molde de vecindad. De pronto abría la suya y había como una cierta alegría de pirotecnia que proyectaban sus pinturas. Pintaba retratos y también paisajes. Aunque hiciera frío y se sintiera la opresión de la neblina en su casa  se sentía una sensación de abrigo, de calor humano. Su sonrisa brillaba en su rostro y no se ha ido. Sigue habitando en su mirada risueña donde anidan gorriones soñadores.

Etna se distraía haciendo retratos a sus amigas. Para que no se fatigaran posando les sacaba fotos de muchos ángulos. Escogía las que más le gustaban y comenzaba. Hasta el mío estuvo depositado en su atril, emergiendo de la tela tal como me veía,  hasta que me trajo el cuadro terminado con unos diez años de más impresos en mi rostro que, al fin se igualaron.

Eso dijo y con mucha razón. Además no había manera de reclamar, pues, sólo me costó agradecerle, y porque después, con su invalorable ayuda terminé con un dolor de cabeza que me acosó durante quince años. No sé cómo entró en las batallas llenando inmensos lienzos con episodios históricos que son como un puñal que los peruanos llevamos clavado en las entrañas del alma.

Los vi reunidos por primera vez en una exposición del Museo de la Nación y me  llegó como un mensaje doloroso la angustia del Huascar impresa en su casco, como si el  monitor se humanizara, sabiéndose solo en ese mar borrascoso, enfrentado a su destino por  la imprevisión de un Congreso irresponsable, que ordenó desmantelar la flota, afirmando que demandaba gastos. Sordo a los pedidos de Miguel Grau de mantenerla, aduciendo que era un sentimentalismo de su condición de marino, cuando éste presentía que la temida agresión se acercaba a la hora cero.

Para Etna no fue sólo un trabajo de los pinceles. Para cada batalla o combate tuvo que profundizar a fondo en ese capítulo trágico de nuestra historia. Ir más allá de la información escueta de los partes de guerra. Conocer los lugares aciagos donde se libraron,  el paisaje, la estación, los uniformes que vestían nuestros soldados y sus jefes así como sus  armas. Su minuciosidad llegó hasta aprender cómo se manejaba un fusil o un cañón de esa época. Pero fue mucho más. También estudiar la sicología de los jefes, de la tropa, de la gente de apoyo, incluyendo a las mujeres que fueron la logística por la gran ayuda que prestaron, llevando las provisiones, cocinado en medio del fragor de las refriegas, asistiendo a los heridos como enfermeras y muriendo también porque los proyectiles no habían distingos. No se sabe de dónde vino el infamante mote que les dieron de “rabonas”, seguramente de los enemigos, que debía borrarse de los textos. En reconocimiento a su entrega los restos de muchas están en la Cripta de los Héroes del XIX.

La pintora llegó a mirar en el corazón de los héroes para trasuntar en su pintura la resolución que animó el rostro de Bolognesi en el morro de Arica. Así mismo la decisión en el gesto de cada soldado patriota, inflamado por el afán de defender con su sangre el territorio de sus antepasados.

Han sido largos años viviendo dos realidades. Su vida propia en el presente, el sol con su sombrilla azul en sus pequeños momentos de descanso. La otra, inmersa en el pasado, caminando bajo cielos con nubarrones y cerros envueltos en cendales de neblina. Asomándose en el momento álgido de la refriega. Pasando de un rostro prócer a otro anónimo, encendido por idéntica euforia y la consigna de no retroceder. Sin poder cambiar la suerte que estaba echada cuando el Perú fue en ayuda de Bolivia.


En la muestra retrospectiva, que incluyó una serie de retratos, se vio a Etna de cuerpo entero, como es valiente, luchadora, infatigable. Los niños deberían ver sus cuadros para sentir orgullo por el heroísmo de los protagonistas de una guerra que dejó heridas imborrables. Una impresión que es vívida gracias a los pinceles de la pintora que ha entrado a tallar en nuestra Historia con su arte y la fuerza de su corazón para destacar el valor y la generosidad de los peruanos.

Alfonsina Barrionuevo

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