EL QORIKANCHA
A la luz solar el
Qorikancha, templo mayor de Qosqo, destellaba en tierra como si fuera el mismo astro radiante. Pachakuti
Inka Yupanki se había preocupado en embellecerlo, dándole lustre. Los cronistas
españoles se hicieron lenguas sobre el templo inka sin haberlo visto. Pedro
Sarmiento de Gamboa dice de oídas que “… el templo del Sol tuvo el nuevo nombre
de Qorikancha por la profusión de adornos de oro que lucía.” El padre Bernabé
Cobo afirmaba que “el templo más rico, suntuoso y principal que había en este reino… era el Coricancha…
llamábase casa de oro porque estaba toda
ella por dentro, techo y paredes, vestida y forrada de láminas de oro…” Lo curioso es que ninguno la vio en todo su
esplendor.
Es posible que reverberase
con las planchas de oro puro que corrían de un lado a otro de sus muros como
cenefas. “Hasta las pajas del techo eran del nobilísimo metal,” escribió con
admiración el historiador Eugenio Alarco. También estuvo la Luna con su escolta
de estrellas, sin las momias de las reinas o qoyas difuntas que algunos historiadores
suponían porque no hubo espacio suficiente, como tampoco las momias de los
Inkas en el aposento del Sol. En las otras capillas o recintos estuvo el
Trueno, Illapa o Chuki illapa. Parece que igualmente el arco iris. ¿Cómo?
¿Dónde? Basta aceptar que tenía un sitio especial en el Qorikancha.
La gran waka de wakas debió
hacer hecho brillar de codicia las pupilas de sus saqueadores, Pedro Martín de
Moguer, Martín Bueno y Francisco Zárate. Ellos jamás hubieran podido imaginar
que existiera un templo semejante y se lanzaron a despojarlo. El padre
Bartolomé de las Casas comentó al ver el botín del Qosqo que el grosor de las
planchas sobrepasaba el ancho de su dedo pulgar. Nadie más las vio. Cuando más tarde llegó
Francisco Pizarro sus tesoros, que eran parte del quinto del rey, ya viajaban a
España en un galeón que los recibió posiblemente entre Ilo y Mollendo. Esta es
sólo una fantasía. Quién sabe cómo se hacía la cuenta de la repartición entre
las huestes de Francisco Pizarro, él mismo, y la cuota que correspondía el rey.
Afuera, en algún lugar del
Intipanpa, el llano del Sol o Plaza del Sol, se encontraba Warasinse, la waka
que contenía los terremotos. También Nina, el fuego. No se puede ignorar que de ese sector de la
ciudad partían los seqes o líneas imaginarias que se dirigían a los cuatro
suyus. Otras wakas, también revestidas de oro, plata y posiblemente cobre, se
alineaban a lo largo de ellas.
Estas notas son primeros
apuntes de mi libro “Templos Sagrados de Machupiqchu”.
EL RETABLISTA DOCTOR
El retablista Jesús Urbano
Rojas ha visto florecer en Lima tres generaciones con su apellido. Salió de
Ayacucho cuando las estrellas brillaban todavía y se vino para armar con
pedacitos de su cielo uno propio en Lima para cobijar a su familia. A él le
tocó aprender el arte de Joaquín López Antay, el excéntrico maestro que
prefirió venderme su Niño Dios Misa, con cien años de antigüedad, a rebajar un
sol a su retablo. Había comprado tantas piezas de piedra de Huamanga, lámparas
de hojalata, iglesias panzonas de arcilla y otras, que me quedaban sólo treinta y cuatro soles. Su retablo con
forma de iglesia costaba treinta y cinco. Me vio mirar su obra con tanta
admiración que me ofreció su Niño Dios vestido de sacerdote por esa suma. Claro
que lo compré.
Antes se vendían como pan
caliente las cajas San Marcos para los ganaderos y arrieros de mulas. López Antay, a sugerencia de Alicia
Bustamante, metió en el retablo desde la Navidad y la Semana Santa hasta las
estampas campestres. Muchos retablistas lo siguieron y entre ellos estuvo Jesús
Urbano Rojas, quien fue su alumno.
Años más tarde me tocó,
como un sueño, asistir a su doctorado muchos años después. Esa tarde la
Universidad de San Marcos se vistió de gala. Me conmovió de veras porque Jesús
Urbano Rojas, que lucha a brazo partido por el arte de su pueblo, aunque viva
en Chaclacayo, es una gran persona.
Si pudieran regresar del
polvo los imagineros de Ayacucho lo hubieran rodeado para darle un abrazo con
el calor de su alma. Antes había gremios y,
aunque fueran solamente los precursores del retablo, se hubieran sentido
satisfechos con el honor que recibió de la Cuatricentenaria
Universidad en el penúltimo año del siglo XX.
Los veo por un momento
tomar el rumbo de los chakiñan o estrechas sendas de pie, salir de sus talleres
instalados a la sombra de los molles amigos, dejar las ferias donde iban a
vender sus trabajos, para repletar la severa sala donde el Escudo de San Marcos
preside los austeros sillones académicos de cuero.
Quienes admiramos a los
artistas del Perú profundo nos sentimos conmovidos con el acto solemne. Primero, la presencia
augusta de las autoridades universitarias de mayor rango con sus togas, sus
medallas y sus cintas. Luego, el
protocolo de ingreso. Una especie de procesión que parecía arrancada de siglos
pasados.
El
secretario caminando por el pasadizo alfombrado a paso lento y, siguiéndole, a
unos metros de distancia Jesús Urbano ensimismado. ¿Adónde más podía llegar el
muchacho que no quiso ser un buey despanzurrado en los surcos huantinos y que
aprendió de reojo, viendo de lejos, el arte de Joaquín López Antay?
Miro
la hermosa cartilla del ceremonial amarrada
con un cintillo de hilo de oro. Recuerdo a Jesús Urbano Rojas caminando
conmigo por las calles de Huamanga. Entonces me contó que su maestro le mandó
sacar los clavos de los cajones de fruta en su patio y le decía, con son de
broma, “así se aprende, muchacho”.
Hasta que un día en un concurso en que ambos compitieron, el muchacho,
el jardinero de sus macetas con flores de ruda, el afilador de sus tablas de
madera de plátano, le ganó el primer premio y siguió adelante. Tenía que ser
Pablo Macera, historiador, investigador y director del seminario de Historia
Rural Andina, quien hiciera la presentación del “doctorando”. en un discurso
ameno, con palabras galanas, pidiendo al Rector le impusiera las insignias y le
entregara el diploma que lo incorporaría al claustro de doctores como “doctor
honoris causa”. Un momento emocionante. Un Jesús con su toga y sus insignias
diciendo en la tribuna: “¿Cómo puedo ser doctor cuando todavía no he terminado
de aprender?”
El cajón San Marcos es del
pasado, ahora se llama Retablo que los artistas llenan de maravillas. Ha pasado
tiempo desde que innovó el sencillo cajón como López Antay, después de amasar
media vida el yeso con la papa y el níspero para las figuritas tradicionales.
En el programa radial que
tuvo en qechwa y en castellano, indujo a
los jóvenes el aprendizaje de las viejas artes que ahora se exportan. Siempre
la vocación de enseñar, una vocación que pasa por encima de las academicismos y
logra un imposible. El título de primer doctor “honoris causa” de las
Universidades de Sud América. Un alto honor que apoya su obra inconmensurable.
Alfonsina Barrionuevo
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