domingo, 15 de septiembre de 2013


EL QORIKANCHA

A la luz solar el Qorikancha, templo mayor de Qosqo, destellaba en tierra como  si fuera el mismo astro radiante. Pachakuti Inka Yupanki se había preocupado en embellecerlo, dándole lustre. Los cronistas españoles se hicieron lenguas sobre el templo inka sin haberlo visto. Pedro Sarmiento de Gamboa dice de oídas que “… el templo del Sol tuvo el nuevo nombre de Qorikancha por la profusión de adornos de oro que lucía.” El padre Bernabé Cobo afirmaba que “el templo más rico, suntuoso y principal  que había en este reino… era el Coricancha… llamábase casa de oro  porque estaba toda ella por dentro, techo y paredes, vestida y forrada de láminas de oro…”  Lo curioso es que ninguno la vio en todo su esplendor.

Es posible que reverberase con las planchas de oro puro que corrían de un lado a otro de sus muros como cenefas. “Hasta las pajas del techo eran del nobilísimo metal,” escribió con admiración el historiador Eugenio Alarco. También estuvo la Luna con su escolta de estrellas, sin las momias de las reinas o qoyas difuntas que algunos historiadores suponían porque no hubo espacio suficiente, como tampoco las momias de los Inkas en el aposento del Sol. En las otras capillas o recintos estuvo el Trueno, Illapa o Chuki illapa. Parece que igualmente el arco iris. ¿Cómo? ¿Dónde? Basta aceptar que tenía un sitio especial en el Qorikancha.

La gran waka de wakas debió hacer hecho brillar de codicia las pupilas de sus saqueadores, Pedro Martín de Moguer, Martín Bueno y Francisco Zárate. Ellos jamás hubieran podido imaginar que existiera un templo semejante y se lanzaron a despojarlo. El padre Bartolomé de las Casas comentó al ver el botín del Qosqo que el grosor de las planchas sobrepasaba el ancho de su dedo pulgar.  Nadie más las vio. Cuando más tarde llegó Francisco Pizarro sus tesoros, que eran parte del quinto del rey, ya viajaban a España en un galeón que los recibió posiblemente entre Ilo y Mollendo. Esta es sólo una fantasía. Quién sabe cómo se hacía la cuenta de la repartición entre las huestes de Francisco Pizarro, él mismo, y la cuota que correspondía el rey.

Afuera, en algún lugar del Intipanpa, el llano del Sol o Plaza del Sol, se encontraba Warasinse, la waka que contenía los terremotos. También Nina, el fuego.  No se puede ignorar que de ese sector de la ciudad partían los seqes o líneas imaginarias que se dirigían a los cuatro suyus. Otras wakas, también revestidas de oro, plata y posiblemente cobre, se alineaban a lo largo de ellas.

Estas notas son primeros apuntes de mi libro “Templos Sagrados de Machupiqchu”.  

 
 

     EL RETABLISTA DOCTOR

 

El retablista Jesús Urbano Rojas ha visto florecer en Lima tres generaciones con su apellido. Salió de Ayacucho cuando las estrellas brillaban todavía y se vino para armar con pedacitos de su cielo uno propio en Lima para cobijar a su familia. A él le tocó aprender el arte de Joaquín López Antay, el excéntrico maestro que prefirió venderme su Niño Dios Misa, con cien años de antigüedad, a rebajar un sol a su retablo. Había comprado tantas piezas de piedra de Huamanga, lámparas de hojalata, iglesias panzonas de arcilla y otras, que me quedaban  sólo treinta y cuatro soles. Su retablo con forma de iglesia costaba treinta y cinco. Me vio mirar su obra con tanta admiración que me ofreció su Niño Dios vestido de sacerdote por esa suma. Claro que lo compré.

Antes se vendían como pan caliente las cajas San Marcos para los ganaderos y arrieros de  mulas. López Antay, a sugerencia de Alicia Bustamante, metió en el retablo desde la Navidad y la Semana Santa hasta las estampas campestres. Muchos retablistas lo siguieron y entre ellos estuvo Jesús Urbano Rojas, quien fue su alumno.

Años más tarde me tocó, como un sueño, asistir a su doctorado muchos años después. Esa tarde la Universidad de San Marcos se vistió de gala. Me conmovió de veras porque Jesús Urbano Rojas, que lucha a brazo partido por el arte de su pueblo, aunque viva en Chaclacayo,  es una gran persona.

Si pudieran regresar del polvo los imagineros de Ayacucho lo hubieran rodeado para darle un abrazo con el calor de su alma. Antes había gremios y,  aunque fueran solamente los precursores del retablo, se hubieran sentido satisfechos con el honor que recibió de  la Cuatricentenaria Universidad en el penúltimo año del siglo XX.

Los veo por un momento tomar el rumbo de los chakiñan o estrechas sendas de pie, salir de sus talleres instalados a la sombra de los molles amigos, dejar las ferias donde iban a vender sus trabajos, para repletar la severa sala donde el Escudo de San Marcos preside los austeros sillones académicos de cuero.

Quienes admiramos a los artistas del Perú profundo nos sentimos conmovidos  con el acto solemne. Primero, la presencia augusta de las autoridades universitarias de mayor rango con sus togas, sus medallas y sus  cintas. Luego, el protocolo de ingreso. Una especie de procesión que parecía arrancada de siglos pasados.

El secretario caminando por el pasadizo alfombrado a paso lento y, siguiéndole, a unos metros de distancia Jesús Urbano ensimismado. ¿Adónde más podía llegar el muchacho que no quiso ser un buey despanzurrado en los surcos huantinos y que aprendió de reojo, viendo de lejos, el arte de Joaquín López Antay?

Miro la hermosa cartilla del ceremonial amarrada  con un cintillo de hilo de oro. Recuerdo a Jesús Urbano Rojas caminando conmigo por las calles de Huamanga. Entonces me contó que su maestro le mandó sacar los clavos de los cajones de fruta en su patio y le decía, con son de broma, “así se aprende, muchacho”.

Hasta que un día en un concurso en que ambos compitieron, el muchacho, el jardinero de sus macetas con flores de ruda, el afilador de sus tablas de madera de plátano, le ganó el primer premio y siguió adelante. Tenía que ser Pablo Macera, historiador, investigador y director del seminario de Historia Rural Andina, quien hiciera la presentación del “doctorando”. en un discurso ameno, con palabras galanas, pidiendo al Rector le impusiera las insignias y le entregara el diploma que lo incorporaría al claustro de doctores como “doctor honoris causa”. Un momento emocionante. Un Jesús con su toga y sus insignias diciendo en la tribuna: “¿Cómo puedo ser doctor cuando todavía no he terminado de aprender?”

El cajón San Marcos es del pasado, ahora se llama Retablo que los artistas llenan de maravillas. Ha pasado tiempo desde que innovó el sencillo cajón como López Antay, después de amasar media vida el yeso con la papa y el níspero para las figuritas tradicionales.

En el programa radial que tuvo  en qechwa y en castellano, indujo a los jóvenes el aprendizaje de las viejas artes que ahora se exportan. Siempre la vocación de enseñar, una vocación que pasa por encima de las academicismos y logra un imposible. El título de primer doctor “honoris causa” de las Universidades de Sud América. Un alto honor que apoya su obra inconmensurable.

 

Alfonsina Barrionuevo

 

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