Mi
visión de Machupiqchu será siempre la misma, arrancándose de sus ayeres
enigmáticos para tatuarse en el corazón de un desfile inacabable de mañanas.
Sigo
registrando en mis pupilas sus imágenes como si tuvieran memorias digitales. El
aire, en una danza de nieblas litúrgicas que se desflecan sin pausa. El sol,
cayendo como oro derretido sobre el gnomon erguido con orgullo. El viento, agitando la
desmañada cabellera del árbol patriarca, junto a la roca enhiesta que forma un
yanantin de sombras con el cerro. Sus escalinatas, con encajes de rocío bordados
por la aurora y peldaños lanzados hacia
el cielo. El mundo moviéndose, ante el
disparador detenido de la cámara fotográfica de José Alvarez Blas, en una
noche con sembrío de estrellas.
Mientras se encuentre suspendido, en la mitad del
gigantesco puqyu de fronda de su
entorno, entre cielo y tierra, imantará los latidos y los pasos de un
peregrinaje tránsfuga del planeta. Miles buscando la paz en sus silencios. Ansiosos,
por sumergir en su frescura, las angustias generadas por las complejas tecnologías y los absurdos
miedos. Sintiendo, en su quietud cómo renacen, a flor
de piel, los sueños.
Estoy
allí, sin compromisos, después de haber dejado Warmi Wañusqa en su altura de 4,200 metros , por el
camino inka. Habiendo pasado los
santuarios de Runkuraqay, Sayaqmarka, Phuyupatamarka y Wiñay Wayna, donde hice
ch’allas de flores con pétalos perfumados y estuve entretejiendo collares de
Apus con k’íntus de coca, como decía Rosa María Alzamora, quien
recibió dones del Illa Waman, su nevado guía.
(del
libro “Templos sagrados de Machupiqchu”)
La
procesión del Corpus aroma de santidad la gran Plaza Inka de Cusco. La
presencia de bellísimas imágenes de vírgenes andinas y españolas atrae las
miradas. Un aire de dulzura se prende en sus ojos y pareciera que el frío de
altura escarchara de rosa sus mejillas. El arte de los tallistas europeos riela
en cada detalle de sus rostros así como la perfección que alcanzaron los
escultores inkas en las suyas, dice
Teófilo Benavente, estudioso de la pintura y la escultura cusqueña. La singular
hermosura de Nuestra Señora de la Almudena devendría de la modelo, una ñust’a
que fue esposa de Tuyru Tupa Inka, así como la tristeza del tiempo tatuada en
el rostro de Santa Ana de alguna abuela de Karmenqa.
En el caso de los santos ocurre lo
mismo. San Cristóbal, también de la mano maestra de Tuyru Tupa, descendiente de
la panaka del Inka Wayna Qhapaq, es una gran escultura con influencia andina en la anatomía.
Hercúleo, porte mediano, lleno de nervios y musculoso, cuyos dientes y uñas de sus manos son curiosamente humanos.
Arte que califica igualmente en Waman
Mayta Inka, “el pintor de las expresiones”, “de seres purificados en el
ejercicio de las virtudes”. Severidad de los nobles cusqueños que plasma en las facciones de sus imágenes
para el Corpus como San Jerónimo, u otras para los altares de las principales
iglesias, famosas por el encarne o
encarnación que es su característica, comenta el investigador.
El impresionante desfile de andas
enchapadas con plata piña que ha llegado al siglo XXI fue instaurada por el
virrey Francisco Toledo. En 1572 al observar que se conservaban ritos y
ceremonias del Tawantinsuyu quiso que los renombradas wakas de la capital
imperial abandonaran la augusta Aukaypata o waqaypata. Inútil esfuerzo al
disponer la concurrencia de 117 vírgenes y santos desde lejanas audiencias y
virreinatos de América hacia el Cusco, en un trajín de largos meses.
Así cruzaron los Andes de ida y
vuelta, en cajas acolchadas sobre la grupa de mulas, San Ignacio de Loyola y Santo Tomás de Tucumán,
la Peregrina y Nuestra Señora de la Anunciación
de Quito y muchos más. Su entrada preparada con meses de antemano fue grandiosa
según los cronistas de la época. Se levantaron arcos triunfales y altares
portátiles, acudiendo frailes de las órdenes religiosas afincadas en la ciudad
para darles solemnidad. Las sedas y los brocados deslumbraron a los cusqueños
que las utilizaron apenas pudieron para
“vestir” sus wakas.
Con una equivocada forma de mirar occidental
Toledo creyó que había ganado una batalla religiosa con ese gesto triunfalista
que debió ser costoso para la corona española. No se registró la expulsión de
los “dioses” o wakas porque eran diferentes en presencia y significado. Antes
bien siguió registrándose el sincretismo que comenzó cuando el primer
doctrinero colocó una cruz sobre un espacio sagrado del Perú antiguo
fusionándose ambas creencias y subsistiendo
hasta ahora.
El Corpus que Toledo trató de
sobreponer con esplendor al fastuoso Inti Raymi, no tuvo los resultados que pensó.
Sus imágenes religiosas no estaban en
condiciones de arremeter contra el Sol que, de cuando en cuando, “bajaba a
dormir “ en Mantukalla, al costado de Saqsaywaman; contra el Trueno, quien
solía bañarse en los mantiales de la Waqaypata y la Kusipata: contra el Rayo,
que guardaba las semillas de los alimentos en Otorongoqocha, la laguna del
jaguar; contra el Granizo, que tenía su asiento en Sirokaya; contra las
Estrellas, “que copiaban su voz” en las oquedades llenas de agua en un
santuario cercano a Q’enqu; contra Mama Qaqa, la madre piedra, que se halla cubierta
en el mirador del Qorikancha; contra Warasinse, que sew encargaba de vontener
los terremotos desde su templo donde hoy está el convento de Santo Domingo;
contra Mama Sara, la madre maíz, que tenía sua asiento en Rimaqpanpa y Mama
Aqso, la madre papa, que era tratada con cariño, porque daba “vida”, kausay, a los seres humanos; contra Puñuy, el sueño,
amado por los insomnes a quienes aguardaba en su tiana: a Warasinse que se
encargaba de contener los terremotos, desde su trono a un costado de la iglesia
de Santo Domingo; contra el fuego, que dormitaba en su asiento de NinaqTianan; contra
Katuchillay, la gran constelación celeste; y así muchas otras que persisten en
su lugar, donde un día se colocarán placas para asombrar a los viajeros que
sienten, sin saberlo, su presencia por el extraño magnetismo que desprenden.
En cuanto a sus santos y vírgenes hay
una estrecha relación con la naturaleza. Santa Bárbara
de Poroy es la madre de la papa; el Patrón Santiago personifica a Illapa, trueno y rayo; San Pedro, guardián de la
lluvia además de su relación con los peces; y, en lo que se trata de las
vírgenes, todas son Pachamamas, cuyo rostro pálido y triste puede anunciar la
sequía, como asregurar con un buen semblante sonrosado, un buen tiempo para los
sembríos.
Un mundo diferente que el señor virrey
quiso combatir, sin conseguir sus propósitos, porque lo desconocía y estaba a
un nivel distinto del suyo. La fiesta que le dejó a Cusco es una más, aunque suntuosa
y bella de santos que siguen caminando en compañía de vírgenes peregrinas.
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