Un día, hace años, la autora de este blog participó en la defensa de la vikuña, esa princesa de los Andes, que aún es perseguida por la fabulosa suavidad de su fibra. Ella cuidó en su infancia una cría, que escapó de sus acosadores, y admiró la dulzura de sus ojazos negros, el señorío de su cuello, la humedad de sus belfos con rocío de auroras.
Escribió un guión para un
documental sobre la historia de una niña y una Vikuña.
Lo hizo a pedido de Felipe Benavides B., su acendrado defensor, pero terminó siendo
un cuento. Su mayor y único problema fue hallar un ilustrador y lo
encontró en Kukuli, su hija, quien a los tres años comenzó a dibujar dando
vida a increíbles bichos imaginarios.
A la sazón con ocho años gloriosos, se dio a la tarea de
dar a luz un animalito
que nunca había visto. Su madre le dijo que hiciera un perro, luego que
le cortara el hocico, le jalara las orejitas hacia arriba, que le recortara la
cola y, finalmente, le estirase las patas. Todo salió a pedir de boca.
Kukuli creció mientras miles de
niños leyeron y siguen leyendo el cuento que
está entre los libros escolares. Hay una distancia, como verán, entre el
dibujo de Pituka con Pintadita y la obra contemporánea de Kukuli en barro.
El más lindo regalo, que le hizo a su madre, fueron los
dibujos del cuento
que recoge la ansiedad de la niña andina, recorriendo caminos para preguntar
a los Apus, en los Andes, a la maestra y al guardia civil, quién es responsable
de la protección de las vikuñas.
EL
ARTE DE KUKULI HOY
La colegiala que dibujó vikuñas gráciles,
perros deportistas y pájaros encantados, estuvo en Lima con una exposiciòn. Kukuli y su
arte estuvieron en la galería del ICPNA de Miraflores. Al ver sus obras
recientes, el recuerdo colectivo de niños que usaron los mismos cuadernos que la Editora Planas
llenó con sus imágenes, estallò como una pompa de jabón. Kukuli cambió como todos.
Dejó el plumón y tomó la arcilla
para darle vida. El nuevo material se tornó en confidente y portavoz de sus sentimientos. Sus amaneceres
y mediodías íntimos se imprimieron sobre su cáscara. Allí fueron a dar sus
sueños, sus risas y sus silencios. En la unión entrañable, también su protesta
contra la
dominación. Quinientos años de una América quebrada,
avasallada, salvajemente subyugada, que no renunció a sus banderas. En gesto
único lo expresa uno de sus barros, el sonriente kuraka, que enfrenta los
dardos que hirieron a San Sebastián, de su serie Corpus.
La pintura, que dejó en el desván,
volvió un día a sus manos. En sus lienzos de metal, ajustados con tuercas a las
paredes, está con sus turtupilines incumplidos, su soledad en el Bronx y su
nostalgia, porque nunca dejó de ser hija de esta tierra.
Ella
no se ha propuesto impactar con la desnudez coincidiendo con Miguel Angel, quien no vaciló en llenar el Vaticano de
ángeles con sexo, que mandaron cubrir cardenales abochornados de ojos pecaminosos.
En el Louvre, París, son muy visitadas las salas con hermosas tallas desnudas,
que nadie se atrevería a vestir. Sus desnudos deben verse desde ese punto de
vista.
Los
que se connaturalizan con la notable artista pueden ser los que la conocieron
antes de que se fuera a los Estados Unidos de Norteamérica, pero también gente nueva
que se identifica con sus cerámicas. A través de sus trabajos la arcilla ha
dado un salto, desde épocas prehispánicas, para actualizarse con sus
observaciones.
Se
podría pensar que el Perú la siguió, aferrado a su espíritu, o que nunca se fue
porque donde está sigue creciendo. Su propósito no es agradar sino seguir sus
lineamientos interiores. Lo que haga estará bien.
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