APUS DE CIELO Y TIERRA
Tuve la
suerte de conocer al canónigo Maximiliano Rendón, apasionado recolector de
historias fantásticas del Valle Sagrado de los Inkas. En una visita a P’isaq me
refirió la construcción de un gran santuario que consigné en mi libro ‘Templos
Sagrados de Machupiqchu’. La registró a mediados del siglo pasado en una comunidad
de data muy antigua. Pertenece a la tradición oral y concuerda con el
pensamiento del mundo andino.
Los
piseños de entonces le manifestaron que Kusi Yupanki recibió la orden de edificar Machupiqchu de
las energías sobrenaturales del cielo y la tierra. El joven inka quien después
se llamó Pachakuti se encontraba acampando después de una campaña río abajo,
donde el turbulento Willkamayu tuerce para entrar en el cañón del Urubamba. No
siguió adelante, hacia Vitcos como se proponía, porque sintió el llamado poderoso
de una montaña que existía en el lugar.
Así se lo hizo saber al jefe de su ejército y éste
repuso que mandaría construir de inmediato una gran balsa y le daría doce
remeros fornidos, pues, en esa parte las aguas se embravecían al entrar en el
cañón. Los remolinos que se formaban eran peligrosos y podían hacerla zozobrar.
También le daría gente para que desbrozara el camino, porque allí debían
abundar víboras y otros animales
salvajes.
El intrépido príncipe se negó rotundamente a ir
acompañado. Las protestas del bravo guerrero, preocupado por su seguridad,
chocaron con el blindaje de su decisión. Le expuso enfáticamente que iría solo,
en una balsa pequeña, sin remos y sin armas. Si la montaña quería que acudiera
a su llamado, ella sabría de darle facilidades.
Así fue y el temor del jefe se disipó cuando vio
que el río se aquietó mientras la balsa se movía sola, atracando al costado de
una intrincada vegetación. Kusi Yupanki bajó y la foresta, a medida que subía,
se fue abriendo como por encanto. La neblina que era densa lo ocultó por un
instante y luego se fue disipando. Foto Peruska Chambi
A medida que realizaba su ascenso las nubes
oscuras, que se extendían amenazantes cubriendo la cúpula celeste, comenzaron a
moverse. Al dar vueltas se fragmentaron y se fueron rompiendo hasta deshacerse
en copos volátiles. Kusi Yupanki llegó sin dificultad a la cima sintiéndose
ágil, como si tuviera alas en los pies. Arriba hay una piedra, con peldaños
tallados, a la que Juan Núñez del Prado
llama ‘la piedra del Inka’. Podría ser el sitio donde se detuvo.
Su elección había sido decidida por las energías cósmicas
y telúricas, y cuando llegó, se
prepararon para realizar sus proyectos. El joven inka no sabía cuáles eran sus
designios pero estaba listo para inquirir por su deseo. Para el efecto ellas lo
convirtieron en vaso comunicante de sus tres mundos. Hanaq Pacha, el cielo; Kay
Pacha, la tierra en que vivimos; y Ukhu Pacha, la tierra del interior, recibiendo
sus conocimientos.
En la parte más alta, cuando levantó los brazos en un ademán de saludo, un chorro de energía cósmica dorada, Hanaq Kallpa, descendió de los espacios celestes y se fundió con otras, plateadas, Uran Kallpa, que subieron de la tierra, envolviéndolo.
Al estar quieto entre ellas sintió, por unos
segundos, la sensación de flotar en
medio del universo, como si se hubiera despojado de su cuerpo mortal, nutriéndose
con el aliento de su sabiduría. Cuando se ciñera la maskapaycha ellas le
ayudarían a ser un gran gobernante. El Inka estadista, cuyas disposiciones
políticas y religiosas normarían el crecimiento de un imperio.
En el trascurso del proceso preguntó a la montaña
para qué lo había llamado. La respuesta que recibió explica por qué decidió la
construcción de Machupiqchu. Las fuerzas cósmicas y terrígenas querían que
construyera en ese lugar un santuario de santuarios, donde ellas estarían
presentes por una eternidad. Él se encargaría de llevar a buen fin esa obra
excepcional. Nadie tendría acceso a la ciudad sagrada sino los miembros de su
panaka, después de purificarse y cumplir una serie de ritos en los santuarios que se levantarían al paso.
Los nobles de otras panakas que se aliaron con los
españoles, esperando recibir prebendas, no pudieron revelar su existencia
porque la ignoraban. Sabían que la región pertenecía a Pachakuti y guardaron
distancia.
El Inka dedicó sus mayores desvelos al Qosqo. Para
transformar la ciudad que amaba entrañablemente tuvo que remover ingentes
cantidades de lodo, hacer que trasladaran tierra de otras comarcas en
cantidades ilimitadas, alisar con cascajo el barro pegajoso que había y usarlo,
también como base, para calzar los primorosos bloques de los muros que se
fueron levantando, amarrar con llaves de piedra las habitaciones para que
resistieran los terremotos después de sufrir varias remecidas, encauzar los
arroyos que se desmandaban cuando el cielo volcaba sus caudales sobre la
tierra, enlazar los manantiales con canales para conservar la gracia de sus
balbuceos y sembrar cientos de árboles para vestir sus inviernos, atemperando la frialdad del clima.
Antes de edificar sus palacios y templos dio a la
urbe naciente la forma de un felino, el puma. Esperaba que el corpulento oqe
michi de “ojos de niebla fuera su guardián por un largo tiempo, sin edad.
Juan de Betanzos que casó con Kusirimay Oqllo, su descendiente,
anotó en sus crónicas que caminaba de madrugada por sus calles imaginando cómo quedaría-
la que fue ‘yema y corazón…’ ¡del Tawantinsuyu!
Alfonsina Barrionuevo
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