domingo, 21 de febrero de 2021

APUS DE CIELO Y TIERRA

Tuve la suerte de conocer al canónigo Maximiliano Rendón, apasionado recolector de historias fantásticas del Valle Sagrado de los Inkas. En una visita a P’isaq me refirió la construcción de un gran santuario que consigné en mi libro ‘Templos Sagrados de Machupiqchu’. La registró a mediados del siglo pasado en una comunidad de data muy antigua. Pertenece a la tradición oral y concuerda con el pensamiento del mundo andino.

Los piseños de entonces le manifestaron que Kusi Yupanki recibió la orden de edificar Machupiqchu de las energías sobrenaturales del cielo y la tierra. El joven inka quien después se llamó Pachakuti se encontraba acampando después de una campaña río abajo, donde el turbulento Willkamayu tuerce para entrar en el cañón del Urubamba. No siguió adelante, hacia Vitcos como se proponía, porque sintió el llamado poderoso de una montaña que existía en el lugar.  

Así se lo hizo saber al jefe de su ejército y éste repuso que mandaría construir de inmediato una gran balsa y le daría doce remeros fornidos, pues, en esa parte las aguas se embravecían al entrar en el cañón. Los remolinos que se formaban eran peligrosos y podían hacerla zozobrar. También le daría gente para que desbrozara el camino, porque allí debían abundar víboras y otros  animales salvajes.

El intrépido príncipe se negó rotundamente a ir acompañado. Las protestas del bravo guerrero, preocupado por su seguridad, chocaron con el blindaje de su decisión. Le expuso enfáticamente que iría solo, en una balsa pequeña, sin remos y sin armas. Si la montaña quería que acudiera a su llamado, ella sabría de darle facilidades.

Foto Peruska Chambi

Así fue y el temor del jefe se disipó cuando vio que el río se aquietó mientras la balsa se movía sola, atracando al costado de una intrincada vegetación. Kusi Yupanki bajó y la foresta, a medida que subía, se fue abriendo como por encanto. La neblina que era densa lo ocultó por un instante y luego se fue disipando. 

A medida que realizaba su ascenso las nubes oscuras, que se extendían amenazantes cubriendo la cúpula celeste, comenzaron a moverse. Al dar vueltas se fragmentaron y se fueron rompiendo hasta deshacerse en copos volátiles. Kusi Yupanki llegó sin dificultad a la cima sintiéndose ágil, como si tuviera alas en los pies. Arriba hay una piedra, con peldaños tallados, a la  que Juan Núñez del Prado llama ‘la piedra del Inka’. Podría ser el sitio donde se detuvo.

Su elección había sido decidida por las energías cósmicas y telúricas, y  cuando llegó, se prepararon para realizar sus proyectos. El joven inka no sabía cuáles eran sus designios pero estaba listo para inquirir por su deseo. Para el efecto ellas lo convirtieron en vaso comunicante de sus tres mundos. Hanaq Pacha, el cielo; Kay Pacha, la tierra en que vivimos; y Ukhu Pacha, la tierra del interior, recibiendo sus conocimientos.

En la parte más alta, cuando levantó los brazos en un ademán de saludo, un chorro de energía cósmica dorada, Hanaq Kallpa, descendió de los espacios celestes y se fundió con otras, plateadas, Uran Kallpa, que subieron de la tierra, envolviéndolo.

Al estar quieto entre ellas sintió, por unos segundos, la sensación de flotar en medio del universo, como si se hubiera despojado de su cuerpo mortal, nutriéndose con el aliento de su sabiduría. Cuando se ciñera la maskapaycha ellas le ayudarían a ser un gran gobernante. El Inka estadista, cuyas disposiciones políticas y religiosas normarían el crecimiento de un imperio.

En el trascurso del proceso preguntó a la montaña para qué lo había llamado. La respuesta que recibió explica por qué decidió la construcción de Machupiqchu. Las fuerzas cósmicas y terrígenas querían que construyera en ese lugar un santuario de santuarios, donde ellas estarían presentes por una eternidad. Él se encargaría de llevar a buen fin esa obra excepcional. Nadie tendría acceso a la ciudad sagrada sino los miembros de su panaka, después de purificarse y cumplir una serie de ritos  en los santuarios que se levantarían al paso.

Los nobles de otras panakas que se aliaron con los españoles, esperando recibir prebendas, no pudieron revelar su existencia porque la ignoraban. Sabían que la región pertenecía a Pachakuti y guardaron distancia.  

El Inka dedicó sus mayores desvelos al Qosqo. Para transformar la ciudad que amaba entrañablemente tuvo que remover ingentes cantidades de lodo, hacer que trasladaran tierra de otras comarcas en cantidades ilimitadas, alisar con cascajo el barro pegajoso que había y usarlo, también como base, para calzar los primorosos bloques de los muros que se fueron levantando, amarrar con llaves de piedra las habitaciones para que resistieran los terremotos después de sufrir varias remecidas, encauzar los arroyos que se desmandaban cuando el cielo volcaba sus caudales sobre la tierra, enlazar los manantiales con canales para conservar la gracia de sus balbuceos y sembrar cientos de árboles para vestir sus inviernos,  atemperando la frialdad del clima.

Antes de edificar sus palacios y templos dio a la urbe naciente la forma de un felino, el puma. Esperaba que el corpulento oqe michi de “ojos de niebla fuera su guardián por un largo tiempo, sin edad.

Juan de Betanzos que casó con Kusirimay Oqllo, su descendiente, anotó en sus crónicas que caminaba de madrugada por sus calles imaginando cómo quedaría- la que fue ‘yema y corazón…’ ¡del Tawantinsuyu!

Alfonsina Barrionuevo

No hay comentarios.:

Publicar un comentario