EL PRÍNCIPE DEL RÍO
Los señores de las antiguas culturas disfrutaron
tanto con el camarón de robustas pinzas que lo inmortalizaron en su arte. Un
homenaje al noble crustáceo decápodo, deleite de su mesa y precioso acompañante
para saborearlo en la otra vida. El camarón, -Cryphiops caementarius- , fue una de las primeras criaturas que la naturaleza
regaló al hombre prehispánico.
Un crustáceo
de carne jugosa, ligeramente móvil, que se escondía debajo de las piedras de los ríos
como una joya viviente. Al principio lo capturaban con las manos y después
levantando una especie de dique con palos llamado wina y desviando el agua para
secar los lugares donde abundaba. Con el tiempo inventó unas redes llamadas
isiwa, chiwa, chikerillo o atarraya, de donde los trasladaba a unas canastas de
junco o caña llamadas isankas o isangas.
Fue el primero en observar que al ocurrir su nacimiento
la Mamaqocha o madre mar lo mecía en sus brazos como un bebé, pero que al
crecer se encargaba de enseñarle a vivir el padre río, testigo orgulloso de su
bravura para vencer la fuerza de su corriente y trepar hasta las partes muy
altas. En su laboratorio de genética mar y río crearon una criatura especial.
El camarón nace en agua salada y adapta con el
tiempo su sistema de oxigenación al agua dulce para hacer ese largo recorrido.
Cuando se siente fuerte emprende el ascenso venciendo miles de metros de
recorrido. Los machos fuertes se quedan para ser padrillos de muchas
generaciones y las hembras fecundadas, incluyendo los juveniles, emprenden una
segunda hazaña tan heroica como la primera hasta la desembocadura donde la
hembra deposita miles de huevecillos.
Hay algo de ceremonial en este regreso a su fuente
de origen que obedece a un extraño impulso similar al del salmón a la inversa. La
difícil experiencia convierte al camarón
en un pequeño gigante, tratándose de una criatura frágil que se alimenta de
larvas, algas, caracoles y algunos vegetales acuáticos. Al avanzar contra la
corriente cuando sube sus brazos o pinzas se van engrosando por el esfuerzo. Su
lucha es épica, titánica, casi sobrehumana si cabe usar la palabra. Miles
llegarán a su destino y miles caerán en el intento y la persecución de sus
depredadores, pejerreyes, anchovetas, patos, garzas y otros. Al cabo de un año, ya adultos, estarán listos para engalanar las mesas de los privilegiados
comensales.
El ojo analítico
de los antiguos peruanos debió observar que al llegar la primavera, cuando los
campos florecen y el amor llena de
fragancias el aire, como si el potente Walllalo Karwincho, señor de la
fecundidad, caminara por ellos, los camarones pululaban en manchas prodigiosas,
disminuyendo su población en el invierno, como si al cargarse las aguas por
efecto de las lluvias buscaran un refugio subterráneo, al abrigo de las piedras
del fondo de los ríos o las oquedades rocosas.
No se conoce
el motivo, pero los centros de vida para el camarón se hallan distribuídos
desde los ríos de Chancay y Chepén al
Norte hasta Arequipa al Sur, donde según la leyenda, las illas mágicas o padres
con caparazón de esmeralda y ojos de rubí deben estar en lugares muy profundos,
extendiendo su área entre ambos extremos.
Los camarones machos que son de buen tamaño y notables pinzas, una de las cuales es más gruesa y larga que la otra, habita en los ríos de Ocoña, Vítor, Camaná, Sama, Tambo, Mala, Cañete, Fortaleza, Huaura entre otros, donde procrean justamente cuando aumenta el caudal de sus aguas.
El descenso
es cuidadoso y van, como suben, apegados a las piedras del fondo para
esconderse si hay peligro. La hembra, más pequeña pero más resistente aprovecha la
fuerza de la corriente para descender hasta su desembocadura transportando
entre los vellos de sus patas o pleopodos de 30,000 a 50,000 huevos, quedándose
donde encuentra resguardo hasta que todos, una vez maduros, eclosionan y nacen
las larvas.
Por muy poco
tiempo viven entre dos aguas, la salada del mar y la dulce del río, porque por
un instinto atávico tratan de hacer el mismo recorrido de regreso apenas se
sienten con fuerzas. Su travesía río arriba mientras van creciendo es lenta.
Miles llegarán a su destino pero miles también caerán en el intento. Muy pocos
llegan a viejos, dice Víctor Venturi, y lo increíble es que algunos como el
camarón chirire se rodean de hembras como si tuvieran un harem.
Antiguamente,
cuando la pesca era abundante se preparaba el amuka o ‘camarón seco’ mediante
el empleo de fuego y de piedras o arena caliente, escribe Toribio Mejía Xespe.
El transporte se hacía en unos cestos de totora llamados chipa en los cuales
llegaba a los pueblos vecinos. Las comidas nativas que menciona a base del
camarón son el pashe, purka o camarón asado; el yukra chupe o sopa de camarones
con papas, rakacha, ají y verduras; el yukra uchu o picante de camarones y la
okopa o guiso que se prepara con harina de maíz, maní, verduras y ají que se
muelen incluyendo el camarón. Se sirve con papas, yuca y rakacha sancochada.
En el siglo XVI cuando
llegaron los españoles a Lima el Mamaqmayu, “río de carrizales”, porque crecían
en abundancia cubriendo sus márgenes, al que llamaron después Rimac, estaba tan poblado de camarones y peces que había
pueblos de camaroneros y pescadores, a los cuales se puso bajo la advocación de
San Pedro. Ellos tenían como obligación tributar con los mejores ejemplares
para la mesa del virrey, el arzobispo, los oidores y las autoridades
municipales. En el siglo XVII el padre Bernabé Cobo informaba que “hay mucha
abundancia de ellos en este reino del Perú” y “se prenden (capturan)
muchísimos”.
Al transcurrir los años la contaminación determinó
su desaparición y está pasando algo similar en otros cursos de agua donde
la naturaleza sigue siendo devastada.
Aún el camarón es presa codiciada en los mercados, los restaurantes y en las mesas familiares. Sin embargo su
volumen va en disminución y en los últimos años está en peligro.
El anunciado represamiento del río Cañete o Warku,
si se concreta, no sólo acabaría con el canotaje, parte del turismo de aventura
que practican mucho en Lunahuaná, sino con los camarones que son un recurso vital
para los camaroneros y la gente de paso que lo saborea en los caramancheles o
comedores populares. Este crustáceo nativo es un medio de trabajo para mantener
a muchas familias y una primicia para el paladar de sus visitantes.
Para los viejos pueblos del Perú el camarón fue uno de los alimentos de lujo de sus kurakas o reyes. En las vasijas naskas como en las mochikas aparece gloriosamente copiado con todas sus características por el alfarero y en imagen entró a las tumbas para que siguiera recreando el paladar de sus muertos ilustres.
Alfonsina Barrionuevo
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