UN AURA MÁGICA
Una fuerza
etérea detuvo a los saqueadores de la tumba del Señor de Sipán. Se llevaron
muchas piezas de oro pero no volvieron. Uno de ellos sintió que no viviría
mucho después de la profanación, según le refirió a Raúl Apesteguía, director
de una galería de arte tradicional en la calle Belén del jirón de la Unión, en el centro de Lima, a quien las
mostró. Parece que aquel le conocía y siendo muy joven se le notaba sombrío al
confiarle que intuía un fin trágico al cual no podía escapar. Así se publicó en
un diario local y recortó una crónica que me mostró. De algún modo parecía una
historia semejante a la maldición de los faraones de Egipto que castigaban a
los excavadores de sus pirámides. Apesteguía me dijo que sintió un escalofrío
cuando conversaron. Algo protegió el último sueño del gobernante lambayecano. Tal
vez un familiar de alto rango enterrado con él, un sacerdote de espíritu fuerte
que mando cincelar en una lámina de metal el relieve de su imagen, colocando sobre
su cabeza, unos brazos y manos, unas piernas con sus pies muy estirados,
desproporcionados, como un aura gigantesca, pura energía proyectada a la
eternidad. Así es posible identificarlo en el Museo de las Tumbas Reales de
Sipán, energía protectora de sus restos
mortales.
Una anécdota
pintoresca, una similar me contó el arqueólogo Arturo Jiménez Borja, quien
llevó al Museo de la Nación en Lima a la momia de la señora de la Waka de
Wallamarka, Lima. Tuvo varios guardianes de noche que se fueron despidiendo
sucesivamente. Cuando preguntó el motivo no quisieron hablar, pero hubo uno que
se lo dijo. Veían el borde de su túnica y su manto caminando por uno de los
pasadizos. Entendió que quería que la devolviera a Wallamarka y la complació.
Sobre el aura
de la tumba del Señor de Sipán me llamó
la atención porque las personas vivas desprenden un aura que puede ser dorada
cuando están bien, plateada cuando su ánimo está bajo y gris si están con
problemas. En este caso el aura prodigiosa rodeaba a un ser que había
fallecido, el Señor de Sipán, rodeando su tumba en Waka Rajada.
Entre las
numerosas piezas que lo acompañaron se encuentran algunas de connotación mágica. El aura misma, de extremidades extrañamente alargadas; el felino volador que
lleva sobre su cabeza una corona que registra sus tres mundos: el cielo, la tierra y el mar; el collar
de maníes que representa la dualidad andina, la mitad de oro y la otra de plata;
el collar con cabezas que muestran paso por paso el avance del tiempo desde la
niñez hasta la senectud, representando quién sabe el recorrido que hizo hasta
que cerró sus ojos mortales; otro de arañas con cabezas humanas relacionadas con la lluvia.
Afortunadamente
las huestes de Pizarro, después los encomenderos y luego los saqueadores del
siglo XX, no alcanzaron a depredar todo. Hay mucho que está oculto sobre el
pasado esplendor de una élite que era considerada sagrada, digna de usar joyas
con brillo solar o lunar, porque se creía que el oro y la plata se habían
desprendido de los astros. Waka Rajada era uno de los tantos montículos que ya
habían sido tocados por la codicia cuando el arqueólogo Walter Alva, entonces
director del Museo Brunning, debió sentir como el llamado de auxilio de unos
brazos invisibles que surgían de su interior. El aura del régulo atravesando
las paredes de su tumba al exterior. Alva y su equipo acudieron en su
protección. El trabajo que los esperaba fue arduo. Mientras los buscadores de
tesoros actuaban rápidamente para no ser descubiertos. Ellos debían ir en
cambio con lentitud, limpiando con escobillas la tierra acumulada para
preservar cualquier vestigio. Las capas se fueron retirando hasta que sintieron
una mirada y algo así como un abrazo del señor que salía de sus sombras.
Los siglos
trascurridos no han mellado su majestad.
Su hallazgo
dio la vuelta al mundo y su nombre es muy conocido. Hay una serie de detalles
como el empleo de las llamas por los mochikas para el transporte humano, no sólo en esta vida sino en la otra. Su
presencia se registra en las tumbas como si estuviera encargada de llevar su
espíritu al lado de los guardianes astrales que quedaron para su custodia. La
reproducción en molde de estatuillas o vasijas con formas de diversos
personajes, entre ellos soldados, atentos a sus necesidades y a su servicio. La
presencia de otros señores como si el lugar se hubiera convertido en un
grandioso centro reunión. Cada uno en conexión de acuerdo a una mayor o menor
categoría, tal los sacerdotes. En sus vestimentas y adorno se ponía a prueba la
creatividad de los artistas que trabajaron para llenar las exigencias más estrictas.
La interpretación tiene que hacerse ciñéndose a nuevos estudios. Un equipo que
incorpore a especialistas de otras ramas del saber, antropología, biología, medicina,
botánica, zoología, artes suntuarias, etc., que permitan cruzar el puente
de milenios que nos separan para
encontrar raíces que nos pertenecen. En suma, los antepasados, tan importantes
para cimentar esta identidad nacional con culturas que nos deslumbran con sus
altos valores y nos llenan de orgullo.
Alfonsina Barrionuevo
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