domingo, 23 de febrero de 2020


LOS TURRONES

Recurrí a Luis Felipe  Mejía, El Corregidor, para protestar sobre los maltratos que sufre el Turrón de Doña Pepa en la actualidad y me encontré que en su tiempo pasó algo semejante a la inversa. Veamos:

Los mantecados, áureos, enyemados, melosos y sabrosísimos turrones seculares limeños, que conquistaron la inmortalidad a la morena Doña Pepa -suprema artífice de ellos y vecina de Pachamamilla- entran ya, a los doscientos años de gloriosa existencia mundanal, en decadencia velocípeda... franca.
¡Su agonía es visible!
¡Están muriendo!
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¡Finiquitan... al trote de la tonta escasez!
No hay harina, ni huevos, ni manteca de puerco. Ni ingenuos confitillos de anís.
Ni claros tongos de chancaca piurana.
Ni azúcar refinada, oportuna y bastante...
¡Ni aquellos artistas turroneros románticos, que anteponían a groseras veleidades de lucro, la terquedad de su idealismo incomprendido, puesto al servicio de las exquisiteces turronales...!
¡Ah... prodigiosos turroneros criollos perdidos para siempre jamás, con su tabla melada en la cabeza equilibrista, que pregonábais el manjar encantado con gracia inolvidable!

El Corregidor podía disfrutar de las variantes en las principales panaderías de los barrios limeños en octubre, el Mes del Señor de los Milagros. Hoy la venta se ha extendido a todo el año. No hay que esperar a los días lila y oro. En cambio el espíritu mercantilista destroza al famoso turrón.  ¡Demasiada miel que le quita ternura y lo entiesa, flacura en el sabor, palidez en la masa, exceso de grajeas, reducción de las cuatro capas tradicionales a dos que lo minimizan!

-¡Turroné... ro! ¡Aquí van... los ricos turrones de Ña Pepa!
¡Y avanzaban con paso danzarín, airoso y leve!
¡Y el sol iluminaba el lujo colorista de la tabla, joyosa con su confitería y sus polícromos papelitos calados!
Había fiera competencia de turroneros en la urbe.
Cada barrio tenía su turrón.
Y había afán de gloria turronera...
Y surgía el orgullo de barriada, cuando los turrones del sector ganaban la opinión de los aficionados... que eran todos.
Las gentes se pasaban octubre, probando todos los turrones y discutiendo con pasión, sobre la calidad de cada hornada...
Unos preferían el enmelado de chancaca. Otros, de azúcar.
Las mismas turronerías los producían de ambos modos. Para todos los gustos.
¡Pero lo impresionante era la pasta!

Los turrones habían de comerse de tal suerte, que al entrar en la boca y presionarlos suavemente entre la glotis y la concavidad del paladar... se deleznasen con lindeza...
¡Da pena ver cómo están los turrones!
Cabritilludos. Feos. Resecos. Insulsos.
Parcos de miel. Desconfitados...
¡Caros, hasta lindar con la irresponsabilidad y la delincuencia!
Mediocres. Febles. Fallos...
Pintados con polvos de azafrán falsificados, como damiselas amarillas.
Resistentes. Fibrudos. Secos. Ásperos...
Duros. Parcos de miel.
¡Carísimos...!
¡Cinco, seis, siete... hasta ocho soles el miserable paquetejo bribón!
Lo dicho:
¡Cadaverizan los turrones...!
Y no olvidemos que al nacer un manjar nuevo, nace algo límpido y fecundo en la cultura del país que lo crea.
¡Y no olvidemos que al morir un manjar viejo, muere algo grande en la cultura del pueblo que lo mata...!
¡La civilización rueda sobre rodajas comestibles...!
¡Y doña Pepa es una figura nacional tan grandiosa... como otra cualquiera de las grandiosas figuras nacionales...
¡Nada nos va quedando!
¡Todo vamos perdiéndolo!
¡Cuidado...!

La esperanza de que se pueda salvar al renombrado postre, que salió de las manos inspiradas de Doña Pepa, me anima a poner la receta probada y publicada por el insigne escritor.  Todo es posible de ser corregido. Lo esperamos para seguir deleitándonos con el excelso manjar. Recuerdo a unos maestros de repostería que lo innovaban añadiéndole frutas pero sin alterar lo esencial. ¡Cuestión de talento!  

Y como no es posible que se pierda para la posteridad, la delicadeza y el encanto y la fuerza y la gracia y la suculencia del turrón... allá va la receta según los cánones sagrados;
Se necesita:
Harina. Yemas. Sal. Anís.
Y brazos fuertes para amasar la masa, sin ayuda de químicos royales fraudulentos o levaduras corruptoras...
Por cuenta separada:
Rubios tongos de chancaca piurana de Chiclayo...
O azúcar refinada.
Confitillos humildes, alfeñicosos, hogareños.
Y unas cuartetas tímidas... para meter en los confites de agujero...        
        Para verdades, el tiempo;
        Para la justicia, Dios;
        Y para amores, mi patria,
        Y para "camotes", tú... ¡Hagamos los turrones!

Primero hay que culotear la tabla, si está nueva, a la manera de los gringos marineros ingleses que culotean sus cachimbas whisquiándolas...
Se le aplica la gran restregada con escobilla de pajuelas y agua caliente azucarina...
¡No vayáis a olvidar ese detalle, que es de suma importancia: el turrón correría peligro si se le descuidase...!

Luego, se amanteca ligerísimamente y se le aplica un pliego blanco de papel cometero... ¡Y se deja a un costado! ¡Ya está la tabla!...
Ahora, hagamos la masa:
¡Adoptemos el kilo!
Un kilo de harina flor cernida.
Siete yemas.
Una cucharadita, al ras, de sal brillante: ¡sal de salero!...
¡Y catorce granos de anís: ni uno más ni uno menos! ¡Dos por yema!
Hay que tener presente que el anisillo es sapidón, Maguer la diminutería de sus granejos chiquindujos. Uno más, que se pusiese, mataría la nobleza sabrosa de las yemas...
¡Un cuarto de leche!
Un cuarto de manteca de puerco... ¡Y no vayáis a caer en la modosidad reposteril de poner mantequilla: mataríais la fuerza del turrón!

Se hace hervir el anís en la leche. Se deja enfriar... Mientras enfría, echáis las yemas en la harina extendida en el mármol o en la tabla. Mangoneáis. Vertéis la leche fría olorosa a anisado... ¡Mangoneáis!... Ponéis la sal. ¡Y seguís mangoneando!... Agregáis la manteca... ¡y mangoneáis más fuerte todavía, hasta que la masa no se pegue en las manos!... ¿No se pega? ¿Seguro?... ¡Pues, ya está!...

Mientras tanto, en el perolote de cobre se hace la miel. ¿Cómo se sabe que está a punto? ¡Muy sencillo!... Se saca un poco, con cuchara de palo. Se vierte al fondo de un recipiente que tiene agua. Luego se meten el índice y pulgar y se saca el trocillo de miel. Al separar los dichos dedos y juntarlos, una vez y otra, debe formarse un hilo inquebrantable...
Mientras tanto la masa, en cigarrones, se cocina en el horno. Se sacan. Se ponen en la tabla formando hileras, paralelas abajo, y arriba hileras paralelas, también, en sentido contrario. En seguida se le vuelca la miel, que se cuela por las rendijas y escurrajas. Se confita y adorna. Se deja descansar...
¡Y se manda a la calle para que se lo coman los golosos y devotos transeúntes limeños!
¡Y con esto, el turrón ha concluido!

Alfonsina Barrionuevo

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