EL CÁNTARO DE URPI WACHAQ
En
un tiempo sin edad, la mar no estaba poblada. Los peces de escama plateada
vivían en un cántaro que guardaba con celo Urpi Wachaq, una mujer de Pachakamaq.
En su interior las nubes navegaban y el sol también a veces, bogaba la luna y
las estrellas prendían sus luces. Nadie tocaba el urpu o cántaro, porque era
sagrado.
Hasta
que Urpi Wachaq lo descuidó por curiosa. Encargó a una serpiente que lo cuidara
y se fue para ver a Kawillaka, la orgullosa hija de un señor de Végueta, que
pasó por allí, huyendo de Kuniraya Wiraqocha. El príncipe trató de alcanzarla,
según la leyenda, pero la joven fue más rápida y se arrojó con su hijo a la
mar, avergonzada de su presencia. No aceptó que un pordiosero fuera el padre de
su vástago. Así lo vio cuando asistió al consejo de los príncipes wilkas.
Una
historia que habla de los desdenes de la doncella y cómo fue castigada por
Kuniraya, quien usó sus poderes para convertirse en ave y dejar caer su
simiente en el fruto de lúkumo que aquella comió.
Malhumorado
por su fracaso Kuniraya volvió sobre sus pasos y descubrió en la mansión de
Urpi Wachaq a sus dos hijas. Quiso enamorarlas, pero ellas, tornadas en
palomas, volaron. Más irritado aún convirtió en arena a la culebra, que era su
guardiana, y dio un puntapié al cántaro, que rodó hasta la mar volcando su
precioso contenido.
Los
peces encontraron en el océano un urpu infinito, apenas ceñido por la ancha
faja de la corriente de Humboldt. Ahí se multiplicaron. Nuestro mar tropical recibe su aporte
benéfico gracias a la existencia de una voluminosa biomasa de fitoplancton y
zooplancton, microorganismos que son el inicio de la cadena de unas 800 especies ictiológicas,
desde la pequeña y tímida anchoveta (Engraulis ringens) hasta el atún de aleta
amarilla ((Thunnus alalunga), que llega a medir más de dos metros.
En
las madrugadas del siglo XVI la salida de miles de pescadores a lo largo del
litoral debió ofrecer una vista majestuosa. Sentados o de rodillas, sobre sus
caballitos de totora, se movilizaban con sus redes en pos de los peces de cada
día. Las mujeres aguardaban su regreso con ansias y salaban los sobrantes.
Había
días en que la mar, Juana Puyka, se enfermaba y los cardúmenes se alejaban,
o las olas se encabritaban. Ellos se
abastecían para entonces o los destinaban a los mercados de trueque, donde cambiaban los productos marinos por
otros para sustentarse, ropas, vajillas de arcilla y animales domésticos.
Los
españoles hicieron el primer contacto con el Perú por medio de la mar. Se
cuenta que frente a Tumbes Bartolomé
Ruiz abordó una balsa chincha de dos pisos y lo primero que tomó fueron sus
provisiones de pescado. Sin que se enterara jamás, ingresó a uno de los mares
más ricos del planeta.
Los
chinchas tenían rutas por mar y tierra, y visitaban muchas poblaciones llevando
llevaban una diversidad de mercancías. A través de milenios ellos
perfeccionaron las artes de pesca. Al principio
trataron de coger los peces con las manos, después hicieron pequeños
diques en los lugares donde los ríos entraban al océano, generalmente cuando bajaban de caudal. Luego
inventaron redes de diferentes tamaños para coger distintas especies.
En
los dibujos que mandó hacer el obispo Baltazar Jaime Martínez de Compañón,
aparecen en naves más grandes, que acomodaban en pareja para hacer una pesca
abundante. En Caral se ha encontrado Instrumentos primigenios para la cosecha
marina.
Así
como las artes de pesca demuestran el talento de los antiquísimos abuelos para
hacerse a la mar, se aprecia del mismo modo la evolución de la gastronomía. De hecho
los primeros peces se comieron crudos, después asándolos sobre piedras
calientes o envueltos en hojas gruesas,
agregándoles sal y unas hierbas olorosas. En algún momento usaron el jugo ácido del
tumbo para preparar sus delicadas carnes, sin necesidad de fuego. Ese debió ser
el origen del seviche, ceviche o cebiche, cuyo nombre varía en su escritura,
aunque no en su peruanidad neta.
En
el Museo de las Ciencias de la Salud, que existió en la calle del Arzobispado,
a media cuadra de la Plaza Mayor de Lima, el recordado médico historiador
Fernando Cabieses Molina ofreció a los periodistas un almuerzo con platos
prehispánicos. Entre ellos figuraba el seviche que preparó Melchor Salomón,
quien heredó estas especialidades de su madre. El tumbo le dio sabor y aroma
exquisitos que nunca he vuelto a probar. El limón también lo cocina y es
agradable, pero lo antecedió un fruto de esta tierra: el tumbo que es ácido
cuando está verde y dulce en su madurez tiene su clima y su altura que son poco
conocidas.
A
Kuniraya, quien enredó la lengua de los papagayos porque dijeron que Kawillaka
estaba muy lejos y no la alcanzaría, hay que agradecerle su impulso de mandar a
rodar el cántaro de Urpi Wachaq. Así permitió que los peces se dispersaran en
el mar. Por ende puso al alcance de todos un producto alimenticio que es una
fuente de salud para el mundo.
Alfonsina Barrionuevo
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