domingo, 7 de enero de 2018

KUKULI Y SUS SUEÑOS DE COLORES
Antes de continuar quiero decirles que Kukuli fue como todos los niños, como su misma hermana Vida. Nació arrugadita, de haber vivido como mil años, igual a todos los bebés, azorados al descubrir el mundo. No falto a la verdad si digo que floreció entre sonrisas y que al año caminaba como los polluelos. Por sus trenzas hubieran podido trepar los gigantes y los enanos del cuento. Pero el tiempo fue archivando su primer balbuceo y al primer ángel que alumbró en sus pupilas, mientras iba ampliando su ámbito vital. Al crecer siguió siendo una chiquita que nos ponía en apuros con preguntas desconcertantes y se hacía sentir a su manera. En las noches dejaba un dibujo en la almohada de su padre  y en las mañanas, antes de irse a la escuela, ponía una flor en el rodillo de mi máquina de escribir. De ese modo quería decirnos que nos amaba  y que también deseaba ser amada. Así son los niños, piden amor de mil maneras. Para ellos es como el oxígeno. Sin amor se mueren.  


CHABUCA LARCO

La casona 1515 de la avenida Bolívar está más florida que nunca. Todavía conserva el sonido de su voz, sus miradas, sus pasos. La recuerdo como siempre hablando de Perú.
-¿Dónde están los ‘luchadores de sumo’, Chabuca?  Has puesto otra pieza en su lugar”, -le pregunté una vez y se sorprendió. Cómo no iba a recordarlos si ella me los mostró hacía tiempo con regocijo. Se trataba de una pieza valiosa entre miles de la colección Larco. Mostraba a dos luchadores musculosos, como los japoneses, en actitud de empujarse mutuamente, para hacer salir al menos fuerte de un círculo invisible. Era un tiempo en que nos veíamos con frecuencia siendo yo redactora del diario “El Comercio” y luego de la revista “Caretas”. En una de esas me permitió tomar fotografías del ajuar de un señor chimu para un documental que hice de un minuto de la serie de televisión “Tesoros del Perú”. Una regalo de maravilla, el pectoral resplandeciente, el tocado de la cabeza, las orejeras y mucho más, unos alfileres largos con figuras en miniatura en la cabeza, un mono que hizo dejar como estaba de color verdoso, conservando su magia, y más piezas. Siempre recordaba que había entrevistado a su señor padre, don Rafael Larco Hoyle. En efecto, me enviaron para que hablara con él sobre las cerámicas ‘eróticas’ del museo. 

El erudito coleccionista me dijo que había publicado un libro llamado “Checcan” y que un famoso especialista, -tal vez de Europa,- le escribió para decirle que había reunido material durante muchos años para escribir sobre sexología prehispánica, pero que al ver sus escritos desistió porque él lo había dicho todo. Vi solo la tapa del volumen porque afirmó que era demasiado joven para leerlo. El fotógrafo nos tomó la foto que incluyo y que me sirvió para demostrar en mi trabajo  que hice la comisión pero que no pude tomar dato alguno por ser menor de edad. Al comprar las piezas de Batán Grande y otras don Rafael salvó miles de vasijas que sin su acción peruanista hubieran salido del país. Estuvieron en Trujillo, donde tenía una hacienda llamada Chiclín, hasta que se vino a Lima. Después de aquella visita que me ilustró mucho sobre nuestra historia no volví a verlo. En cambio conocí a Ysabel que me siguió dando hermosas lecciones acerca de cómo amar lo nuestro. Un día me mostró unos bellísimos mantos con plumas de papagayo de color amarillo y turquesa que debieron ser hechos para revestir los muros de un palacio Inka y que se hallaron intactos en unos enormes tomines. Caminamos algunas veces a lo largo de los anaqueles mientras me explicaba cómo las piezas habían sido reordenadas. Hablamos de los sacerdotes que habían sido reproducidos en el barro sosteniendo la célebre concha Spondylus tan depredada en nuestra costa norte para la indumentaria de sus Alaek o señores y que ahora se encuentran solo en Ecuador. Me mostró sobrecabezas de unas momias chankay, una de las cuales tenía unas excepcionales pestañas de metal y sus muñecas ceremoniales armadas como t’eqes cusqueñas, envolviendo con fibras de llama las cañas para el cuerpo, los brazos y las piernas.

Sólo nos salimos de ese contexto cuando la llamé para saber si conocía a las monjitas nazarenas, yo quería grabar imágenes de sus Niños Dios que debían ser muy antiguos. Me dijo que sí y me contó que estaba haciendo refacciones en el altar mayor del santuario del  Señor de los Milagros, a quien había pedido una gracia enorme y se la había concedido. Me bastó nombrarla y se abrió para mí el convento que tiene una clausura rigurosa.

En la última vez le comenté por teléfono que había visto el museo y que lo encontraba extraordinario, lleno de vergeles. “–Tú veras –me contestó que al abrirse sus puertas para salir, se puede ver la íntima placita donde se ve el monumento de papá al centro como si continuara.” No alcancé a referirle mi entrevista a Lucy Telge, la directora del Ballet Municipal, quien vivió antes en la casona. Le observé que parecía una waka con sus dos niveles y afirmó que así la consideraban. Por obra del destino y gracias a Rafael Larco Hoyle y a Chabuca, quien tuvo orgullo, cariño y pasión por nuestras culturas, demostrados aquí y en Qosqo, en la Casa Cabrera, el lugar ha vuelto a ser sagrado.  

Es un honor haberla conocido.


Alfonsina Barrionuevo

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