KUKULI Y
SUS SUEÑOS DE COLORES
Antes de
continuar quiero decirles que Kukuli fue como todos los niños, como su misma hermana
Vida. Nació arrugadita, de haber vivido como mil años, igual a todos los bebés,
azorados al descubrir el mundo. No falto a la verdad si digo que floreció entre
sonrisas y que al año caminaba como los polluelos. Por sus trenzas hubieran
podido trepar los gigantes y los enanos del cuento. Pero el tiempo fue
archivando su primer balbuceo y al primer ángel que alumbró en sus pupilas,
mientras iba ampliando su ámbito vital. Al crecer siguió siendo una chiquita
que nos ponía en apuros con preguntas desconcertantes y se hacía sentir a su
manera. En las noches dejaba un dibujo en la almohada de su padre y en las mañanas, antes de irse a la escuela,
ponía una flor en el rodillo de mi máquina de escribir. De ese modo quería
decirnos que nos amaba y que también deseaba
ser amada. Así son los niños, piden amor de mil maneras. Para ellos es como el
oxígeno. Sin amor se mueren.
CHABUCA
LARCO
La casona 1515 de la avenida Bolívar está más
florida que nunca. Todavía conserva el sonido de su voz, sus miradas, sus
pasos. La recuerdo como siempre hablando de Perú.
-¿Dónde están los ‘luchadores de sumo’,
Chabuca? Has puesto otra pieza en su
lugar”, -le pregunté una vez y se sorprendió. Cómo no iba a recordarlos si ella
me los mostró hacía tiempo con regocijo. Se trataba de una pieza valiosa entre miles
de la colección Larco. Mostraba a dos luchadores musculosos, como los
japoneses, en actitud de empujarse mutuamente, para hacer salir al menos fuerte
de un círculo invisible. Era un tiempo en que nos veíamos con frecuencia siendo
yo redactora del diario “El Comercio” y luego de la revista “Caretas”. En una
de esas me permitió tomar fotografías del ajuar de un señor chimu para un
documental que hice de un minuto de la serie de televisión “Tesoros del Perú”.
Una regalo de maravilla, el pectoral resplandeciente, el tocado de la cabeza,
las orejeras y mucho más, unos alfileres largos con figuras en miniatura en la
cabeza, un mono que hizo dejar como estaba de color verdoso, conservando su
magia, y más piezas. Siempre recordaba que había entrevistado a su señor padre,
don Rafael Larco Hoyle. En efecto, me enviaron para que hablara con él sobre
las cerámicas ‘eróticas’ del museo.
El erudito coleccionista me dijo que había publicado un libro llamado “Checcan” y que un famoso especialista, -tal vez de Europa,- le escribió para decirle que había reunido material durante muchos años para escribir sobre sexología prehispánica, pero que al ver sus escritos desistió porque él lo había dicho todo. Vi solo la tapa del volumen porque afirmó que era demasiado joven para leerlo. El fotógrafo nos tomó la foto que incluyo y que me sirvió para demostrar en mi trabajo que hice la comisión pero que no pude tomar dato alguno por ser menor de edad. Al comprar las piezas de Batán Grande y otras don Rafael salvó miles de vasijas que sin su acción peruanista hubieran salido del país. Estuvieron en Trujillo, donde tenía una hacienda llamada Chiclín, hasta que se vino a Lima. Después de aquella visita que me ilustró mucho sobre nuestra historia no volví a verlo. En cambio conocí a Ysabel que me siguió dando hermosas lecciones acerca de cómo amar lo nuestro. Un día me mostró unos bellísimos mantos con plumas de papagayo de color amarillo y turquesa que debieron ser hechos para revestir los muros de un palacio Inka y que se hallaron intactos en unos enormes tomines. Caminamos algunas veces a lo largo de los anaqueles mientras me explicaba cómo las piezas habían sido reordenadas. Hablamos de los sacerdotes que habían sido reproducidos en el barro sosteniendo la célebre concha Spondylus tan depredada en nuestra costa norte para la indumentaria de sus Alaek o señores y que ahora se encuentran solo en Ecuador. Me mostró sobrecabezas de unas momias chankay, una de las cuales tenía unas excepcionales pestañas de metal y sus muñecas ceremoniales armadas como t’eqes cusqueñas, envolviendo con fibras de llama las cañas para el cuerpo, los brazos y las piernas.
El erudito coleccionista me dijo que había publicado un libro llamado “Checcan” y que un famoso especialista, -tal vez de Europa,- le escribió para decirle que había reunido material durante muchos años para escribir sobre sexología prehispánica, pero que al ver sus escritos desistió porque él lo había dicho todo. Vi solo la tapa del volumen porque afirmó que era demasiado joven para leerlo. El fotógrafo nos tomó la foto que incluyo y que me sirvió para demostrar en mi trabajo que hice la comisión pero que no pude tomar dato alguno por ser menor de edad. Al comprar las piezas de Batán Grande y otras don Rafael salvó miles de vasijas que sin su acción peruanista hubieran salido del país. Estuvieron en Trujillo, donde tenía una hacienda llamada Chiclín, hasta que se vino a Lima. Después de aquella visita que me ilustró mucho sobre nuestra historia no volví a verlo. En cambio conocí a Ysabel que me siguió dando hermosas lecciones acerca de cómo amar lo nuestro. Un día me mostró unos bellísimos mantos con plumas de papagayo de color amarillo y turquesa que debieron ser hechos para revestir los muros de un palacio Inka y que se hallaron intactos en unos enormes tomines. Caminamos algunas veces a lo largo de los anaqueles mientras me explicaba cómo las piezas habían sido reordenadas. Hablamos de los sacerdotes que habían sido reproducidos en el barro sosteniendo la célebre concha Spondylus tan depredada en nuestra costa norte para la indumentaria de sus Alaek o señores y que ahora se encuentran solo en Ecuador. Me mostró sobrecabezas de unas momias chankay, una de las cuales tenía unas excepcionales pestañas de metal y sus muñecas ceremoniales armadas como t’eqes cusqueñas, envolviendo con fibras de llama las cañas para el cuerpo, los brazos y las piernas.
Sólo nos salimos de ese contexto cuando la llamé para saber si conocía a
las monjitas nazarenas, yo quería grabar imágenes de sus Niños Dios que debían
ser muy antiguos. Me dijo que sí y me contó que estaba haciendo refacciones en
el altar mayor del santuario del Señor
de los Milagros, a quien había pedido una gracia enorme y se la había concedido. Me bastó nombrarla y se abrió
para mí el convento que tiene una clausura rigurosa.
En la última vez le comenté por teléfono que había visto el museo y que lo encontraba extraordinario, lleno de vergeles. “–Tú veras –me contestó que al abrirse sus puertas para salir, se puede ver la íntima placita donde se ve el monumento de papá al centro como si continuara.” No alcancé a referirle mi entrevista a Lucy Telge, la directora del Ballet Municipal, quien vivió antes en la casona. Le observé que parecía una waka con sus dos niveles y afirmó que así la consideraban. Por obra del destino y gracias a Rafael Larco Hoyle y a Chabuca, quien tuvo orgullo, cariño y pasión por nuestras culturas, demostrados aquí y en Qosqo, en la Casa Cabrera, el lugar ha vuelto a ser sagrado.
Es un
honor haberla conocido.
Alfonsina Barrionuevo
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