KUKULI Y
SUS SUEÑOS DE COLORES
Estuve con Kukuli en Londres para una exposición
organizada por un holandés que compró sus últimas pinturas en la Galería Equus.
Consiguió pasajes en la British Airways*, según nos dijo, y fuimos por única
vez a Inglaterra. Resultó emocionante. Atravesar el Atlántico como si
hubiéramos viajado sobre un lápiz de colores volador. Fue un sueño. A ella la
confundió el cambio de horario. Europa tiene como ocho horas de diferencia. Lo
más resaltante de tres días de estancia fue la visita nocturna un vidente que
pidió verla. Kukuli no entendió su revelación de que la acompañaban tres
grandes maestros. Yo tampoco, con tantos nombres gloriosos que había por allí.
No estaba preparada para saber que eran tres qelqereq nuestros, quizá de los
más renombrados del Poqenkancha. ¡Estarían con ella solo un tiempo!
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*En ese tiempo era gerente de la línea Carlos López Gallego.
KUYE MILLONARIO EN AÑOS
Nos
miramos frente a frente. El, con su naricita graciosa, sus orejas de paraguas,
sus bigotes ralos y sus ojazos risueños. Al sentirse descubierto hizo como un
mohín. A muy pocos les gusta hablar de su edad. Lo descubrí de pura casualidad,
leyendo un trabajo de Jane Wheeler y Juan Rofes. El kuye no sólo es
tatarabuelísimo sino muchísimo más. Los años le llueven por todas partes torrencialmente
sobre su cabeza, en un patinaje loco encima de su cuerpo lustroso y anegando los
dedos de su patitas creando un charco como un océano.
El kuye
nuestro tiene millones de años de vivir sobre la tierra, este planeta al que
los humanos no dejamos en paz. “Estudios recientes, -dicen Wheeler y Rofes- han
demostrado que los roedores llegaron a Sudamérica hace unos 35 millones de años
procedentes del continente africano (Wyss et al., 1993). Tenemos así que la
forma ancestral del suborden Hystricognathi dio origen, entre otros, a los
Hystricidae (puercoespines) en Africa, y a los Caviidae (cuyes) en Sudamérica
(Woods, 1984; Wyss et al., 1993).”
No
quiero seguir abundando en esta valiosa información por no incomodar al kuye o
qoe, amigo de toda la vida, al que consumimos cariñosamente en Cusco al horno,
relleno, en nuestro caso, de hierbas olorosas, crocante como un lechoncito y saboreando sus
suaves carnes hasta dejar sus huesos mondos; y también aunque menos en qowilawa, qowelawa o “crema, sopa, de kuye”.
En otras partes lo comen chaktado (Arequipa y Moquegua), frito (Ancash, Junín)
o nadando en aceite (Cajamarca). De todas formas es sabroso.
Tampoco
se trata de elogiarlo solo como alimento ni cómo ha sido recibido en mesas extranjeras, -a los
coreanos les apasiona-, sino de revisar el trabajo de Wheeler y Rofes y agregar
algunas notas recogidas en mis viajes. Ellos afirman que el cuye doméstico es
“un pequeño animalito de temperamento inofensivo”, que “posee piernas cortas,
cuerpo y cuello anchos y carece de cola” tiene unos 9,000 años de antigüedad,
según los hallazgos en depósitos arqueológicos. Es importante remarcar que no tiene cola, hace décadas lo confundían en
Lima con la rata, que es muy diferente y tiene además de hocico largo y
amenazadores dientes una larga y repugnante cola.
Y
ahora sí que nuestro kuye (Cavia porcellus ) , cuyo nombre corresponde a su
nombre peruano “qowe o qowi”, respira
con algún alivio. Se siente como un bebé al lado de sus ancestros, cuando los
continentes estaban unidos y siendo tan tímido, tan ajeno a las aventuras, pudo
pasar valientemente uno a otro. ¡Pequeño gigante!
En
Cusco, según las añejas tradiciones andinas, el Ukhupacha, el mundo de abajo,
está poblado por unos hombres pequeñitos que tienen cabeza de qoe. Son los ukhupacharunachakuna,
pastores de los poronqoes. Kukuli los dibujó alguna vez con unos pequeños
chalecos bordados con flores.
En
Puno tuve la suerte de ver a los poronqoes, sus antepasados silvestres. Al
atardecer salieron de sus madrigueras y se movieron en una mancha que llenaba
la vía. A medida que avanzábamos en el
auto, se abrían. Eran miles y ni pensar en que se pudiera coger uno para
examinarlo. Hubieran desaparecido en instantes porque son rapidísimos.
Al
parecer se alimentan únicamente de pasto. Un guía del lugar nos informó que no
son comestibles, porque su carne tiene sabor a hierba y no es agradable. Jane
Wheeler, de CONOPA, estaba en lo cierto cuando afirmaba que al convivir con el
hombre ganó mucho. Su condición de doméstico le proporcionó un techo seguro y
un ambiente grato, tibio, por el calor de los fogones; al recibir una
alimentación especial (alfalfa o sutuche) su carne llegó a hacerse apetecible,
considerándose además que siendo magra es muy deseable como alimento propio de
los Andes.
A
todo eso hay que agregar que el número de crías es mayor y que sus variados
colores, negro, blanco, crema, beige, marrón claro y anaranjado, lo han ayudado a sofisticarse, al grado de convertirse
en mascota. En la Universidad Agraria de La Molina me mostraron ejemplares muy
simpáticos de pelo crespo, en bucles o pelo largo, lacio, que podía ser usado
para hacer tejidos.
En
una entrevista a la arqueóloga Sonia Guillén, en Moquegua, sobre los
chiribayas, ella me mostró unas momias de infantes que habían sido colocados en
unas ollas con sus juguetes. Los tiernos niños llevaban al mismo tiempo unas
ofrendas de kuyes bebé, quién sabe para “su comida” en la otra vida, que se
habían secado completamente sin perder su delicado pellejo.
Una
interesante investigación de Escobar & Escobar en Cusco, mencionados por
Wheeler y Rofes, revela nominaciones de acuerdo a algunas características de
estos animalitos. “El kuy que combina el blanco con el negro recibe el nombre
de habas t’ikacha, “flor de habas”. Cuando tiene otro color alrededor de los
ojos se le llama dokturcha, “doctorcito”. Si su cuerpo es de dos colores, a la
hembra se le dice pollerachayoq, “con pollera”; y si es macho pantalonchayoq,
“con pantalón”. Cuando se le mira del medio para arriba sakuchayoq, “con saco”.
“Los cuyes poco desarrollados son llamados phuchus. Las crías muy pequeñas, qhulla,
“verdes”, qhullu, “menudos”, uña, “tiernos” o huch’uy, “pequeños”.
Las
Hermanitas Sánchez (Constantina y Victoria) de Huancavelica, solían cantar en
qechwa un waynito pícaro sobre un kuyecito que habían comido con placer y que,
por alguna razón, rascaba su estómago con sus uñitas, quizá pidiendo un poco de
anisado, licor dulcete, o un bocado de buena chicha.
Alfonsina Barrionuevo
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