En
Ilo, Moquegua, cuando vi a los viejos pelícanos me parecieron aves filósofas,
con los picos largos de bolsas en descanso. La presencia de la gente no los
inmutaba. Ellos aguardaban que volvieran las barcazas para robar uno que otro
pescadillo. En su espera montaban guardia en los roquedales con la misma
paciencia conque sus antepasados vieron surcar a los antiguos peruanos las
aguas del Pacífico, rumbo al Sur. Es extraordinario que Ilo fuera, en aquellas
épocas, un puerto "internacional" para los osados navegantes que
llegaron del Cusco y armaron grandes balsas para buscar nuevos lugares que conquistar.
Solo el sol del atardecer, que se ocultó tras una palmera abierta, hubiera dado
fe de cómo fue su proeza pues lograron regresar de lo desconocido.
Paúl Rivet, el famoso antropólogo francés que pasó una temporada en el
lugar, estaba seguro de que llegaron a Tahití y otras islas intercambiando
productos. Lo comprobó el capitán Domingo de Goyenechea en 1772 y el noruego
Thor Heyerdahl en 1947. Conexiones que ahora se repiten para los turistas en
busca de aventura.
En la ciudad de Ilo los viajeros admiran la
iglesia de San Jerónimo que es notable por el material que fue empleado para su
construcción. Como es pequeña se le da vuelta y se comprueba que está hecha
íntegramente de madera. El párroco y los feligreses tienen mucho cuidado con
las velas que se encienden para San Pedro en su fiesta, pues, un incendio
podría destruir la singular reliquia. Su venera de agua bendita es una
gigantesca concha marina traída del Viejo Mundo, con una valva que mide unos
ochenta centímetros y tiene un grosor de treinta por lo menos.
El lugar fue encomienda de Nicolás de Ribera,
el Viejo, quien cortó los primeros bosques de algarrobo, yaro, pakae y
guarango, para construir embarcaciones. Su idea era una permanente comunicación
con Lima, ciudad de la que fue su primer alcalde. La iglesia está dedicada a
San Jerónimo, pero San Pedro tiene más devotos por la cantidad de gente que se
dedica a la pesca y que requiere sus favores. Incluso hay dos imágenes del
santo apóstol y portero del cielo. Una grande que sale en procesión y otra
pequeña, de un San Pedrito que sale al mar con ellos y les asegura una buena
pesca. Las familias arrojan, cuando su barca comienza a moverse, una gran
cantidad de claveles en recuerdo de los pescadores muertos, convirtiendo las
aguas en un jardín flotante lleno de hermosos recuerdos.
Aunque su primer encomendero fue español,
quienes se afincaron en Ilo fueron ingleses y franceses con un permiso especial
de Felipe V en 1700, y después italianos y yugoeslavos, que hicieron fortunas
con el comercio de pescado salado, vinos, aceitunas, azufre, magnesio, salitre
y cuanto se podía vender en Lima, Tacna y Europa.
Las casas de mojinete que sólo se encuentran
al sur del Perú son muy fotografiadas por los turistas, a quienes llama la
atención ese tipo de arquitectura mozárabe. En el siglo pasado se tenía un
transporte original, “el calamazo”, un camión que corría sobre rieles y jalaba
coches de primera, segunda y tercera. Muy cerca del mar quedan vestigios de las
bodegas de los chinos que vendían caña de azúcar, chancaca y miel.
La construcción más antigua es un sugerente
ranchito cuyos techos se sostienen sobre columnas de palo. Sus paredes son de
quincha. Es muy buscada por los visitantes quienes declaran que debía estar en
vitrina. Sus casonas más típicas, que son muestra de su antiguo esplendor, son
las casas Chocano, de tipo republicano, que luce un larguísimo balcón, y la
Casa Gonzáles, donde funciona el Museo Naval. Otro atractivo turístico es el
mirador que mandó hacer el alcalde Augusto Díaz Peñaloza, integrando las rocas
y el mar. Lugar de ensoñación para tres generaciones que van hasta hoy para
contemplar las puestas del sol, el movimiento de las olas que bordan encajes al
pie, el paso de las embarcaciones y el vuelo de las aves marinas cerca de
tierra.
El Muelle Fiscal no era un lugar de paseo,
sino embarcadero de mercancías, productos de campo, y hasta vacas que eran
bajadas como gordas balletistas en grúas a los lanchones. No olvidar la visita
a Punta Coles donde retozan, aman y duermen simplemente los lobos marinos. Yo
fui en 1992 y así conocí la villa que guardo en la memoria.
Alfonsina Barrionuevo
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