lunes, 24 de abril de 2017

UN APU CON CAMPANILLAS 
  
Al Misti le toman las pulsaciones de vez en cuando con una computadora y su imagen entra en el internet con sus hermanos, el Chachani y el Pichu Pichu. Hasta ellos ajustan su existencia a las nuevas conquistas tecnológicas. No le crecen barbas porque siempre fue un volcán lampiño, aunque a veces se ponga un casquete de nieve para recibir piropos de las quinceañeras. Pero sigue siendo el cerro tutelar del valle gentil, aunque sea menos verde y más poblado.
Los españoles llamaron a su valle esmeraldino Arequipa, porque no podían pronunciar su singular nombre aimara, Are Qepau, “el Valle de la Trompeta Sonora”, debido a los ruidos subterráneos que el volcán producía cada vez que lo remecía. Que se sepa Arequipa fue siempre un valle de temblores. Sin embargo, los españoles, que desconocían sus antecedentes tectónicos, se dejaron seducir por sus campos sembrados y sus bosques donde se escondían voces susurrantes.

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Al llegar no vieron un solo muro de piedra o sea que no estaba habitado, pero eso no les llamó la atención. De haber preguntado un poco se habrían enterado que era un valle ruidoso, con un piso que se movía. Ellos lo tomaron y el 15 de agosto de 1540, el Illán Garcí Manuel de Carvajal realizó las ceremonias acostumbradas para fundar la villa de la Asunción de Nuestra Señora del Valle Hermoso de Arequipa.
A sólo cuatro meses de su vida como villa el rey Carlos V, quien recibió las más halagadoras referencias sobre ella, le concedió Escudo de Armas con un río y sobre él un cerro a manera de volcán, entre árboles verdes y encima de ellos dos leones de oro y por orla ocho flores de lis, por timbre un yelmo cerrado y por divisa un grifo con una bandera en las patas que llevaba el nombre del monarca.

Tantas lenguas se hicieron quienes la vieron que Cervantes, el famoso autor de “El Quijote”, alabó su clima primaveral sin conocerla, porque nunca vino. Las canteras de sillar que hay en cantidad les proporcionó un material ideal para construir y reproducir al mismo tiempo los follajes que hallaron. La habilidad de los alarifes peninsulares fue secundada por los naturales de origen aimara y qechwa. Estos tuvieron mucha libertad en el trabajo de las fachadas sacras y de sus casonas, colocando entre sus ángeles, flores de acanto y  águilas imperiales, sus propios símbolos: el sol, la luna, las estrellas y el signo escalonado al lado de las cabezas de sus kurakas, sus mujeres, flora, maíces, flores de qantu y de panti; así como su fauna, pumas, aves, loros y ciempies.

Hasta el siglo pasado sus habitantes hablaban con orgullo de la “república de Arequipa. Siempre se consideraron aparte. En el virreinato la villa funcionaba con regulaciones propias. Nadie podía construir una  casa si no se sujetaba a la licencia de su autoridad edilicia. No se permitía la explotación del comprador, ni aún de mercancías que venían de ultramar, pues estas sólo se vendían después de tasarse y regularse de acuerdo a sus precios. Tampoco, observó el investigador Guillermo Zegarra Meneses, se toleraba que se corrompiese a la juventud dándole entrada a las cantinas: ni que se arrojase a las vías públicas aguas inmundas, escombros y basuras; ni que se abriesen talleres sin comprobar la competencia de los artesanos.

Durante el virreinato la blanca ciudad tuvo una gran población española. Alrededor de 22.000 habitantes, entre hombres y mujeres, superando incluso a Lima, que llegaba sólo a 19,000 siendo la capital. Por esta razón sus costumbres se parecían más a las de Europa según el testimonio de los visitantes. “Los arequipeños tienen, por lo general, mucho espíritu natural, gran facilidad de palabra, memoria feliz, carácter alegre y maneras distinguidas, anotó Flora Tristán en sus “Peregrinaciones de una Paria”.
La gente principal disfrutaba de un buen status económico. Sus minas  producían oro y plata en Palka y Posko; en las lomas de Atikipa, Pongo y Camaná se criaba bastante ganado mayor y menor. El campo generoso proporcionaba para sus mesas maíz, trigo, cebada, legumbres, tubérculos, y los huertos perfumaban el aire con sus frutales. “Como sus partidos o provincias llegaban hasta Tarapacá, agregó Zegarra Meneses,  se beneficiaba con los exquisitos vinos de Moquegua y Locumba y sus afamadas aceitunas y aceite de oliva.”
“Arequipa se proveía a sí misma de cuanto necesitaba por los diversos oficios y artesanías que se practicaban. De sus talleres salían alfombras, frazadas, tocuyos, sombreros, medias, calcetas y toda clase de prendas de vestir, pellones y sillas de montar y se trabajaba con maestría los metales, concluye el estudioso.”
Así entró en el escenario de la Historia Virreinal y Republicana, con una personalidad muy definida, como si su clima telúrico hubiera moldeado a su manera los valores de su gente.

Alfonsina Barrionuevo


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