UN APU CON CAMPANILLAS
Al Misti le toman las pulsaciones de
vez en cuando con una computadora y su imagen entra en el internet con sus
hermanos, el Chachani y el Pichu Pichu. Hasta ellos ajustan su existencia a las
nuevas conquistas tecnológicas. No le crecen barbas porque siempre fue un
volcán lampiño, aunque a veces se ponga un casquete de nieve para recibir
piropos de las quinceañeras. Pero sigue siendo el cerro tutelar del valle
gentil, aunque sea menos verde y más poblado.
Los españoles llamaron a su valle
esmeraldino Arequipa, porque no podían pronunciar su singular nombre aimara,
Are Qepau, “el Valle de la Trompeta Sonora”, debido a los ruidos subterráneos
que el volcán producía cada vez que lo remecía. Que se sepa Arequipa fue
siempre un valle de temblores. Sin embargo, los españoles, que desconocían sus
antecedentes tectónicos, se dejaron seducir por sus campos sembrados y sus
bosques donde se escondían voces susurrantes.
Al llegar no vieron un solo muro de
piedra o sea que no estaba habitado, pero eso no les llamó la atención. De
haber preguntado un poco se habrían enterado que era un valle ruidoso, con un
piso que se movía. Ellos lo tomaron y el 15 de agosto de 1540, el Illán Garcí
Manuel de Carvajal realizó las ceremonias acostumbradas para fundar la villa de
la Asunción de Nuestra Señora del Valle Hermoso de Arequipa.
A sólo cuatro meses de su vida como
villa el rey Carlos V, quien recibió las más halagadoras referencias sobre ella,
le concedió Escudo de Armas con un río y sobre él un cerro a manera de volcán,
entre árboles verdes y encima de ellos dos leones de oro y por orla ocho flores
de lis, por timbre un yelmo cerrado y por divisa un grifo con una bandera en las
patas que llevaba el nombre del monarca.
Tantas lenguas se hicieron quienes la
vieron que Cervantes, el famoso autor de “El Quijote”, alabó su clima
primaveral sin conocerla, porque nunca vino. Las canteras de sillar que hay en
cantidad les proporcionó un material ideal para construir y reproducir al mismo
tiempo los follajes que hallaron. La habilidad de los alarifes peninsulares fue
secundada por los naturales de origen aimara y qechwa. Estos tuvieron mucha
libertad en el trabajo de las fachadas sacras y de sus casonas, colocando entre
sus ángeles, flores de acanto y águilas
imperiales, sus propios símbolos: el sol, la luna, las estrellas y el signo
escalonado al lado de las cabezas de sus kurakas, sus mujeres, flora, maíces,
flores de qantu y de panti; así como su fauna, pumas, aves, loros y ciempies.
Hasta el siglo pasado sus habitantes
hablaban con orgullo de la “república de Arequipa. Siempre se consideraron
aparte. En el virreinato la villa funcionaba con regulaciones propias. Nadie
podía construir una casa si no se
sujetaba a la licencia de su autoridad edilicia. No se permitía la explotación
del comprador, ni aún de mercancías que venían de ultramar, pues estas sólo se
vendían después de tasarse y regularse de acuerdo a sus precios. Tampoco, observó
el investigador Guillermo Zegarra Meneses, se toleraba que se corrompiese a la
juventud dándole entrada a las cantinas: ni que se arrojase a las vías públicas
aguas inmundas, escombros y basuras; ni que se abriesen talleres sin comprobar
la competencia de los artesanos.
Durante el virreinato la blanca ciudad
tuvo una gran población española. Alrededor de 22.000 habitantes, entre hombres y mujeres, superando
incluso a Lima, que llegaba sólo a 19,000 siendo la capital. Por esta razón sus
costumbres se parecían más a las de Europa según el testimonio de los
visitantes. “Los arequipeños tienen, por lo general, mucho espíritu natural,
gran facilidad de palabra, memoria feliz, carácter alegre y maneras
distinguidas, anotó Flora Tristán en sus “Peregrinaciones de una Paria”.
La gente principal disfrutaba de un
buen status económico. Sus minas producían oro y plata en Palka y Posko; en las
lomas de Atikipa, Pongo y Camaná se criaba bastante ganado mayor y menor. El
campo generoso proporcionaba para sus mesas maíz, trigo, cebada, legumbres,
tubérculos, y los huertos perfumaban el aire con sus frutales. “Como sus
partidos o provincias llegaban hasta Tarapacá, agregó Zegarra Meneses, se beneficiaba con los exquisitos vinos de
Moquegua y Locumba y sus afamadas aceitunas y aceite de oliva.”
“Arequipa se proveía a sí misma de
cuanto necesitaba por los diversos oficios y artesanías que se practicaban. De
sus talleres salían alfombras, frazadas, tocuyos, sombreros, medias, calcetas y
toda clase de prendas de vestir, pellones y sillas de montar y se trabajaba con
maestría los metales, concluye el estudioso.”
Así entró en el escenario de la
Historia Virreinal y Republicana, con una personalidad muy definida, como si su
clima telúrico hubiera moldeado a su manera los valores de su gente.
Alfonsina
Barrionuevo
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