lunes, 13 de junio de 2016

UNIVERSIDAD DE MILENIOS
Nunca dejo de recordar a Javier Pulgar Vidal cuando me dijo que los nombres de las ocho regiones del Perú se lo dieron gente que nunca fue a la escuela, porque tenían una universidad de milenios. Sabia manera del distinguido geógráfo para distinguir el conocimiento que tienen del mundo andino los hombres del campo. Tengo un singular cariño por los pobladores de tierra adentro. Tuve suerte al pasar parte de mi vida lejos de la ciudad y cerca de quienes atesoraban valiosas informaciones. Su contacto me ha permitido completar mi trabajo como periodista. En mis viajes constantes he llegado a lugares lejanos y por paradoja muy cerca de Lima. Hace algún tiempo estuve en Rupaq, Añay y Lampián, la tierra de los atavillos, legendarios porque Francisco Pizarro quiso que formaran parte de su encomienda y ellos, rebeldes, desaparecieron para levantar sus pueblos en alturas secretas porque no había caminos, reservando su vida y sus sueños.
Acabo de ver Rupaq en un medio periodístico. Alguien le dio un nombre muy significativo: “El pueblo del resplandor”. Rupaq quiere decir ardiente o quemante. A los atavillos que impidieron al capitán español ser “marqués de los atavillos” y limitarse a ser simplemente “marqués” de nada los encontré en una feria de artistas y artesanos. No sé cómo concurrieron con sus tejidos de un color vivo, llameante. Me invitaron a visitar San Pedro para la fiesta del santo portero del cielo y fui el año siguiente. Conversamos muy poco porque la fiesta demandaba toda su atención. Un día de esos volveré. Pero fui a Añay y a Rupaq. Una maravilla para esta Lima esquiva que los sigue ignorando. Los grupos arqueológicos pueden constituir un circuito turístico. Cada casa tenía calefacción propia hace más de mil años. 

UN SEÑOR ORGANISTA
Atisbando desde la puerta del coro catedralicio veía sus manos deslizándose entre las teclas y sus pies en los pedales del órgano al mismo compás. La música, que acudía a su llamado, inundaba de sonoridad las naves de la Basílica cusqueña. Sabía tanto de música clásica europea como de música milenaria de los Inkas adaptada a la liturgia religiosa.
Mirada inquieta, sonrisa fácil, cabellos negros, piel cetrina, era un personaje cuyas manos desencadenaban un vendaval de notas acompañando la Santa Misa. Siempre pensé entrevistarle pero nunca se pudo. Hoy cumplo con ese deseo. Quería saber de dónde era y lo leo en las notas que escribió cuando le celebraron una ruma de aniversarios.
“Yo nací, dijo con orgullo, en el barrio de San Blas, cuna de santeros que confeccionaban las pequeñas imágenes de la fiesta del Corpus Christi y donde los niños jugaban a la procesión o sea el ch’intata, acompañándolos con sus labios cerrados a modo de  trompetas o trombones.
Mis oídos se recreaban con los sermones del Papacha Palomino, de quien se contaba anécdotas muy originales. Ese bendito sacerdote me dio la oportunidad de improvisar algunas melodías en el armonio del Coro de la Iglesia, que aún se encuentra operativo. “Fui un  autodidacta de la música, pero las ofertas de trabajo me llovían una tras otra. Resulté un empedernido viajero para tocar en las fiestas de Paucartambo, Andahuaylillas, Urcos y otras ciudades donde la gente me quería porque sus santos patrones gozaban con la música.”
Más tarde aprendería a escribir las patitas de música en el papel, las llaves iluminadas de sol y sospecho que también las llaves de luna blanca, volviendo siempre a San Blas, su paqarina. Hasta que se convirtió en el organista oficial de la emperatriz de las basílicas del Perú,  construida sobre el Kiswarkancha –cerco de álamos- y también del Sunturwasi, la Casa de Armas de los Inkas.  
Ricardo Castro Pinto respiraba, se alimentaba y soñaba con la música. Su día se repartía entre otras iglesias de la Ciudad Imperial y apenas pudo fundó con el tiempo el Coro Polifónico Municipal Cusco. Me parece que al principio tocaba en un pampapiano –pìanito de pampa de los curas doctrineros que se armaba y desarmaba cuando decían misa y viajaba como un baúl a lomo de mula-. Más tarde los canónigos pensaron seguramente que desdecía con la grandeza de “Mamacha” de la Basílica y compraron un armonio.
Los vecinos madrugadores, gente del pueblo, resintieron la modernidad que impusieron a su músico. Castro Pinto también no se sintió tan cómodo pero salía del paso de las quejas con que era orden de “arriba”. Así me acostumbré y los demás que las cosas que vienen de “arriba” no siempre son gratas porque pasan por encima de la sensibilidad de los amantes de las  añejas costumbres tan queridas.  
En su larga y fecunda vida fue captando una serie de piezas religiosas y populares. Alguna vez trabajamos con él y su hijo, que siguió sus pasos. con villancicos que grabamos en un disco de acetato para un gran admirador de la música andina, el ingeniero David Ballón Vera, de la Minera Kananga. Un disco de antología con las voces de Teresa Guedes, las Hermanitas Sánchez, Ñusta Nativa, Los Campesinos, entre otros, y el Coro.
Cusco era su tierra natal pero un día dejó sus fronteras amadas para recorrer otros rumbos. Primero el Perú y luego otros países. En Chile conoció a Pablo Neruda y a Violeta Parra, estuvo también en Bolivia, Ecuador y Colombia, aprendiendo que la música es el más universal de los lenguajes y así mismo clave irrenunciable de la identidad cultural.
Alfonsina Barrionuevo

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