domingo, 13 de diciembre de 2015

CUENTOS PARA LOS NIÑOS

¿Qué les parece?
¡La educación infaltil tiene raíces prehispánicas!
En milenios los antiguos peruanos aprendieron maravillas de la naturaleza. Ellos registraron también los hechos históricos y sus observaciones dieron lugar a otras materias, como biología, botánica, astronomía y meteorología.

Los padres enseñában a sus hijos y cuando éstos crecieron a los nietos y así ha pasado hasta nosotros mediante la tradición oral.
La fantasía de los Andes que llega hasta el mar y acaricia la selva se desborda en historias llenas de color para los niños del Perú.

Un cuento con mucho de tradición oral es amado por los niños del Perú. Ellos sienten el mensaje que les llega de milenios. Va para Uds. con dibujos de Kukuli. 
Quien quiera uno de mis cuentos llamar a la señora Victoria Cano al 4715789, y están también en las librerías: La Familia, Ibero y Crisol. Son 14 títulos.
Un lindo regalo para Navidad!!!!


EL ARBOL DE LA QEWÑA
                       
La qewña o quinual (Polylepis insana) no es simplemente un árbol nativo de las alturas. Para las gentes que viven entre los 3,500 y 4,500 metros sobre el nivel del mar, es un ser humano que los protege, desde su prisión arbórea, de los vientos helados durante el día y del aliento frío de la altura en las noches creando un microclima.
Hasta el siglo pasado, la qewña formaba bosques en las montañas altoandinas del país. Pero éstos vienen reduciéndose dramáticamente, por la  depredación irracional generada por el empobrecimiento constante del campo.
Hoy se encuentra en la peligrosa curva de extinción. Queda apenas un dos o tres por ciento en nuestros altiplanos. Su corteza y sus ramas de color café-rojizo, blindadas por láminas térmicas, servían a los hanpiq para curar enfermedades bronquiales y a los awaq como tintes para sus tejidos. Al abrir sus capullos, en racimos de flores blancas, irradia todavía su pureza en el paisaje.  

Antes de que su existencia se diluya, porque la mayoría de peruanos no la conocen doy curso a la leyenda que me entregó de su origen José Portugal Catacora. Sea un motivo para recordar al gran maestro puneño.
En cada luna nueva, según decía, el corazón de Lampaya, el joven guerrero de los hanansayas, se descascara y sangra de tristeza en la qewña, árbol fuerte, cuyo tronco se crispa, como en un gesto de dolor y se enrojece. En vano sus brazos musculosos se retuercen en sus ramas, tendiéndose hacia el horizonte. Nunca encontrará a Kantuta, la dulce princesa de los hurinsayas, a quien amó sobre el odio de sus padres, kurakas de dos pueblos antagónicos, irreconciliables. Su destino es inexorable. Lampaya muere y resucita en cada qewña que crece en la soledad de la puna. Así lo dispuso en su maldición Pilinku, el severo Apu tutelar de sus antepasados.

“Tu alma vivirá por siempre convertida en árbol triste. Atada a sus raíces, como una sombra que llora por una eternidad. Es tu castigo por haber albergado en tu pecho un sentimiento prohibido hacia una mujer enemiga de tu pueblo.”

En las tibias orillas del lago, Kantuta esperó inútilmente a su amado. Quiso ir en su busca, pero fue detenida por los sacerdotes de los hurinsayas. Ellos la sacrificaron para impedir que huyera con el único hombre a quien no podía amar, porque entre ambos había un abismo de sangre y muerte que clamaba venganza.
Su padre dejó que hundieran un puñal en su pecho enamorado antes de permitir que se uniera a él. Cuando murió, de cada gota de sangre que cayó a la tierra, nació una flor: el qantu de pétalos fragantes, que fue declarado en la república Flor Nacional del Perú.
Ella jamás podrá acercarse a Lampaya. Pero un día -auguran los yatiris- los Apus perdonarán a los jóvenes amantes y Kantuta podrá al fin reclinar su sedosa corola en el tronco torturado de la qewña, uniéndose sus espíritus para siempre.

Las huestes imperiales de Mayta Qhapaq, el Sapan Inka del Cusco, descansaron en las alturas, a la sombra de un bosquecillo de qewñas, cuando regresaban de conquistar a los kuntis. Al pie de ellos, en la ribera de un río de aguas blancas, levantó su tienda el anciano general Wayta, hombre de confianza del gran Inka, que era muy estimado por su mesura y su bondad.
El noble orejón soñó en la noche a Lampaya, a quien vio desprenderse del interior del árbol, acercándose envuelto en rayos de luna. Preso de suma melancolía el guerrero le relató su triste destino, confiándole su pena y su desesperación. Finalmente, le adelantó que debía quedarse en el lugar porque los qollas pensaban levantarse en armas contra ellos.
“Tú eres el único hombre que puede contenerlos porque tu corazón es limpio y  alberga  la rectitud y la justicia, le indicó antes de desaparecer.

Al día siguiente el general refirió a Mayta Qhapaq el extraño encuentro y después de consultar con los adivinos se quedó en el sitio, fundando el pueblo de Lampa, Puno, en honor del joven guerrero. Wayta estuvo allí mucho tiempo y gobernó con sabiduría, propiciando mayores relaciones con los malqos o señores de la comarca.
Las lampeñas son hermosas mujeres y en los carnavales las doncellas bailan en rondas que se parecen a la wiphala qechwa. Ellas son choznas de las ñust’as cusqueñas que acompañaron al ilustre general en su voluntario destierro.
La danza tiene varios movimientos y en uno evocan con sus parejas el frustrado romance de Lampaya y Kantuta, uniendo al final sus manos para significar que, a través de ellas, los infortunados amantes pueden culminar sus sueños.
En Lampa es típico el lamento lúgubre del ayarachi, bailarín de la muerte, cuyas zampoñas enlutadas rememoran en sus notas la caida del Tawantinsuyu. Se cuenta que entonces llegaron hasta Lampa en doloroso éxodo príncipes y nobles del Cusco internándose en la montañas de Paratía, Paraq Tianan, “donde se sienta la lluvia”. De allí salieron después de un siglo con su llanto convertido en música y en danza fúnebre.

Otra versión sostiene que los ayarachis existen desde épocas más lejanas y que intervenían en los funerales como parte del ceremonial que  se efectuaba para despedir a los muertos. Sea como fuere, impresionan por la tristeza y la majestad que se desprende de sus instrumentos, sus movimientos y sus trajes.
En el virreinato las riquezas de las minas de Pomasi y Lamparanqen atrajeron a los codiciosos mineros blancos que esperaban ganar en América títulos y fortuna. Los caballeros de la Orden de Santiago abrieron socavones en todos los cerros buscando las preciosas vetas que se dieron generosamente.
Lampa se tornó española y alcanzó un apogeo extraordinario. Fueron los siglos del azogue y la plata. Se levantaron casas señoriales de anchos patios y oratorios en sus plazas.

Su iglesia ostenta como una joya sus relucientes cúpulas. Los alfareros de Santiago de Pupuja las recubrieron con ladrillos vidriados que relumbran al sol. Los canteros se afanaron en tallar su fachada de espléndido sillar y levantaron una graciosa torre florentina que, por capricho de su alarife, se encuentra a unos metros.
Los devotos hablan a los cuatro vientos de un Señor de maravilla, el Cristo del Santo Sepulcro esculpido en cuero de vaca, no se sabe por quién. La imagen, que es bellísima, deja notar las costuras que simulan magistralmente venas y arterias acordonadas por la tensión en la cruz.
La efigie de la patrona del pueblo, la Inmaculada Concepción, es española, probablemente de un taller de Sevilla. Fue dueña de una fortuna en joyas y títulos de propiedades. Según figura en los archivos, retuvo la hacienda “Moquegachi”, regalo de un devoto, desde el siglo XVI hasta los primeros años de la república. 
En la parte posterior de la iglesia se encuentra la capilla que mandó construir el ingeniero Enrique Torres Belón para colocar una réplica de la famosa Pietá de Miguel Angel, y, en un foso, los esqueletos de los primeros mineros que rodean su tumba.  

Alfonsina Barrionuevo

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