EL PIRGUSH
En Huánuco vive un pajarito que no tiene
plumas y se abriga apenas con una pelusa delgada. Se pasa las noches en vela
porque el frío no le deja dormir. Me contaron su historia. El pirgush fue un
hombre que siempre dejaba sus obligaciones para el día siguiente. Se la pasaba
vagabundeando por ahí, gozando fácilmente de la vida y aprovechando de la buena
disposición de los vecinos que le ayudaban. Si le preguntaban cuándo sembraría su chacra contestaba: “¡Mañana lo haré!”. Si le decían cuándo arreglaría su casa tenía la
misma respuesta: “¡Mañana lo haré!”. Todo lo dejaba para un mañana que nunca
llegaba. Hasta que el Sumo Creador
decidió que el holgazán debía ser castigado. Lo convirtió en una avecilla que
iba a padecer los rigores del frío por
una eternidad si no aprendía a trabajar.
Quienes conocen el lenguaje de los pájaros afirman que el pirgush es incorregible. En su canto monótono arguye que recogerá pajitas para hacer su nido, cuando salta de rama en rama para entrar en calor. Al día siguiente, cuando sale el sol olvida su promesa y se pasa las horas retozando. Cuando la tarde declina su canto se torna lastimero, prometiéndose a sí mismo que lo hará en un día que sigue posponiendo, mientras los demás duermen calientitos, cubiertos con sus colchas de plumas.
MERIDA Y SUS
BARROS GENIALES
Estoy frente al teclado y pienso en
Edilberto Mérida años ha. “Es de Cusco”, me dijeron y me pareció imposible que
sus obras hubieran escapado de mis ojos buscadores de manos creadoras. Cuando
lo entrevisté, en un alero de la Feria Internacional del Pacífico, me impresionó un cuadro de la “Ultima Cena”,
donde Jesús y sus Apóstoles estaban con ch’ullu, poncho y ojotas. ¡Una
revolución! “Estupendo, este artista es el único que se atreve a caricaturizar a Dios”, escribí y no le gustó
mi afirmación. “Yo respeto a Dios, cómo puede decir Ud. eso, los
curas van a pensar que me deben excomulgar”, reclamó
cuando lo volví a ver. “Los artistas son libres de ver a Dios como quieren”, le
respondí.
Unas semanas después me dió la razón y
así comenzó mi amistad con él y con Josefina Henríquez, su esposa. Durante su
vida recibió muchas distinciones y hasta un título de Doctor Honoris Causa en
una universidad norteamericana. Una alegría grande para que sus amigos que lo vieron
irse un día dejando una obra memorable y el legado de su arte a su hijo Edgard,
a su nieto Edilberto y a su biznieto que se revela como un nuevo heredero de su
sangre.
Lo hizo en el Perú, donde los abuelos
antiquísimos convirtieron al barro deleznable y humilde en instrumento sonoro, en precioso vaso de ofrenda y en recipiente
de la eternidad para cobijar el sueño de
la muerte. En su caso irrumpió en el
arte peruano con una fuerza, un vigor y un estilo que, sin haberlo imaginado en
su sencillez de artesano ebanista, haría escuela, desatando una ola
incontenible de imitadores y seguidores que descubrieron en el barro el
material ideal para reproducir el hombre a la imagen y semejanza de sí mismo
con mayor o menor talento.
Sus barros de protesta, mal llamados “arte
grotesco” por los comerciantes de artesanías, provocaron un shock en quienes no
soportaban la crudeza de su denuncia, y, una deslumbrada aceptación en quienes
penetraban en su contenido. Gracias a Mérida, el barro principio y fin del
hombre, recibió un soplo vital y entró a los sagrados y selectos mercados del
arte del siglo XX por derecho propio.
En el siglo XVI Francisco Pizarro
exportó al Viejo Mundo una imagen deslumbrante de las gentes de esta tierra
extraída de un mundo nuevo donde el oro y la plata recubrían, no sólo los muros
de sus palacios y sus templos, sino también los cuerpos de sus señores, haciéndolos
destellar como estatuas vivientes.
En el siglo pasado le tocó a
Mérida exportar la imagen de lo que quedó al cabo de cuatro siglos de
explotación. La misma gente, cautiva en
su propia tierra y exprimida hasta
extenuar la raza, sin redención hasta ahora, en que vive en la cordillera
mimetizada con la lejanía y el olvido, en lugares donde por razones de altura y
hostilidad del clima no podía ser fácil presa del blanco.
Maestro carpintero hasta los 34 años
de edad, sin otro horizonte que el que abría a golpes de martillo, el cusqueño fue
un fenómeno dentro del arte peruano. Hijo del sastre Vicente Mérida y Susana
Rodríguez, nació en 1927 en la calle Pumacurcu, dentro
del Hanan Qosqo. Siendo el séptimo de ocho hermanos, “el que iba en la colada”,
no tuvo ni siquiera la obligación de heredar
el oficio de su progenitor. En su infancia fue sólo un inquieto chiquillo, con
una facilidad para los trabajos manuales que no llamaron la atención.
A los ocho años de edad entró al
taller de su primo para jugar con las virutas y ese ingreso fue determinante.
En los años siguientes, bajo su sombra y con su estímulo, estuvo haciendo los
camiones de juguete que ambos vendían después en la feria del Santurantikuy. Luego
aprendió a cortar madera, cepillar y finalmente a hacer sillas, mesas de noche
y roperos. La práctica le sirvió mucho y cuando ingresó a la media
industrial ya era un carpintero en
ciernes, al que sólo habría que afinar la mano.
Mérida reconoce que el ambiente en que
le tocó vivir era absolutamente artesanal, pero en cambio tuvo la ventaja de
moverse dentro de una clase, la popular, llena de tradiciones y contacto con
los hombres del campo. Su abuela que estaba vinculada con la iglesia y las fiestas
patronales, confeccionaba las hermosas pelucas con rizos que los mayordomos obsequiaban a
vírgenes, santos y santocristos.
Entonces sólo le interesaba la
carpintería como medio de vida y en ella cifró su porvenir al casarse, a los 19
años, con Josefina Henríquez. A su taller de la calle Siete Cuartones llegaban
pocos clientes pero pudo salir adelante con los encargos que recibía del Politécnico
o Media Industrial donde había estudiado. Hasta que el profesor Alejandro Morote lo llevó a Puno para que enseñará
en el Politécnico de esa ciudad.
Allí tuvo su primer encuentro con el barro
al subir al segundo piso donde funcionaba la sección de Bellas Artes y vio a
los alumnos hundiendo con pasión las manos en la masa. El segundo fue en la
capital imperial donde, en 1961, entró a un taller de escultura y metió las suyas
en la masa. Su primera figura fue el de una mujer andina con trenzas, coqueta y
con muchas polleras. Regresaba con ella a su casa cuando vio a una verdadera,
con miles de años fundidos en sus carnes, y le pareció que la suya era falsa.
Confeccionó una nueva y hundió
brutalmente su dedo índice en la boca y tiró a ambos lados haciendo que se
chuparan las mejillas, luego apretó la cintura y colgaron sus senos apretados
por la miseria, estiró finalmente los dedos de sus manos y sus pies como si
quisieran aferrarse al aire y a la tierra. En ese momento acababa de nacer el
artista, al que llamamos t’uru rimachiq, “el que hace hablar al barro”.
Desde entonces no paró. El resto llegó
poco a poco. La aclamación de los críticos, las presentaciones en televisión, los
viajes al extranjero, la visita de personajes ilustres a su casa de Carmen Alto
donde ponían sus apreciaciones y sus firmas en un muro de barro blanqueado con
yeso. Sus barros psicológicos irradiaban
vida y él esperaba quemarlos con ansia porque lo inquietaban, sintiendo que
tenían espíritu.
Están en los museos y en las casas de
personas que saben como golpean, sacuden, hieren y estremecen. “Debe ser mi
sangre andina”, reconoció una vez. Eso salta a la vista en su “Yawar Fiesta”,
por ejemplo, donde toda una raza se toma el desquite. El toro íbero bajo las
fieras alas del cóndor, minimizado hasta parecer un simple pedestal.
Edilberto les ha hecho justicia. Puede
descansar en paz con el cariño y la admiración de quienes le conocimos y
gozamos de su amistad.
Alfonsina Barrionuevo
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