SE AGOTA “HABLANDO
CON LOS APUS”
En los últimos meses tengo
muchas llamadas preguntando por mi libro “Hablando con los Apus”. Me dicen que
han ido por librerías en Lima y no lo tienen. He consultado con la señora
Victoria Cano, encargada de mis libros, y me ha dicho que deben quedar unos
veinte ejemplares. De allí le pediré un
par para mí y así se terminará la edición como los de otros libros anteriores.
No sé si sentir pena o satisfacción. No podré volver a publicar “Hablando con
los Apus” pero, al menos están en las manos de los que aprecian el trabajo
realizado. Han sido cinco años dedicados a ir a Cusco, asistir a la mesa de
Mario Cama, preguntar sobre una serie de temas a los Apus y Pachamamas y
finalmente escribir.

Nos debemos a las manos
extraordinarias que las cortaron y prepararon para los edificios religiosos y civiles.
Que todos sepan por qué el Qosqo fue sagrado para el mundo andino.
RUMBO AL PHUTUKUSI
El Phutukusi
entró en mi vida a través de mi cámara fotográfíca. Enfoqué uno de los cerros
majestuosos que rodean a Machupiqchu y allí estaba él, asomándose con
curiosidad desde su acera verde. Su cumbre ovalada me gustó. Se veía muy buen
mozo. Alguna vez diría como en sueños: “Soy un cerro alto.” Este Apu y el
Kutija son los principales guardianes del santuario. Desde entonces el Phutukusi
imantó mis miradas. Cuando iba las atraía y retozaba en mis pupilas.
Nunca
pensé en ascender al cerro. Lo veía inaccesible. Ni soñar en aventurarse alguna
vez entre su fronda virgen. Hasta que me enteré que habían hecho una escalera
con troncos de árboles para llegar a su cima. Desde allí se veía el santuario arropado
entre nieblas o con el arco iris dormitando entre el Intipunku, “la Puerta del Sol” y
Wayna Piqchu. Yo tenía que ir.
La
última vez que fui a Machupiqchu pensé en no volver. Ha cambiado mucho desde
que nos conocimos. Me gustaban sus jardines llenos de orquídeas. El ingreso un
tanto agreste por un pasadizo que se abría entre hojarascas. Antes de seguir me
gustaba sentarme en una banca que parecía colgar sobre sus abismos. En silencio
sentía el encanto de su paisaje. Pequeños detalles que ya no existen. Hoy se
entra empujando una media puerta de metal como si se tratara de un
supermercado. El toque mágico en sus templos persiste, pero lo siento cansado, soportando
a diario una carga humana que busca olvidar el ruido de la globalización.
El
Putukusi me ofrecía la oportunidad de verlo, trascendente, como antes, al asomarme
en su mirador que convierte en una hilacha los caudales del río Willkamayu o
Urupanpa, cuando cambia de nombre al entrar al cañón. Desde allí podía moverme
despaciosamente, entre los templos sacros, como si estuviera en un globo de
cristal. Redescubrir su grandeza entre el vaho denso que baja del cielo y se va
disipando a medida que camina la mañana.
Abril
prendía aún sus agujas de agua sobre las tejas de los bungalows de Machupiqchu
Pueblo Hotel de Inkaterra. En la rupa rupa los cántaros del cielo se derraman y
la lluvia desmadeja sus cabellos en cualquier momento. Sucede mucho entre
noviembre y marzo.

El
día anterior había llovido largamente. ¡Qué lindo es ver la lluvia detrás de la
ventana, con fuego en la chimenea! La sentíamos cantarina casi sobre nuestras
cabezas. Podía ser que se diera una tregua al día siguiente. “Febrero loco,
marzo borracho, abril gotas mil”, solía decir mi padre. Bendito mes, cuando el sol se toma unos días de vacaciones.
Las
escaleras que ha puesto el Inrena están
acordes con el medio ambiente. Los árboles cortados y tendidos en cinco
trechos, dos muy largos, uno mediano y dos
cortos. Los peldaños, igual. Subir y bajar es una aventura fascinante porque
hay que moverse trepando de uno a otro con las manos en continuo movimiento
para avanzar y lo mismo con las piernas, justo como un oso. Se baja de la misma
manera, de espaldas, y es más rápido. Los
peldaños estaban húmedos y barrosos pero eso forma parte de una caminata a
campo abierto. Pensándolo sinceramente vencer las escaleras fue relativamente
fácil. Un cable tensado como una soga en las primeras ayudó mucho. Faltaba un
travesaño y quise sobrepasarlo. No pude y quedé colgando del cable. Felizmente
el guía que nos acompañaba me ayudó a volver a la escalera.
Trepar
el cerro es más difícil y prueba la resistencia porque hay piedras grandes y
chicas, gradas a medias y lugares fangosos por la lluvia, que nos impidieron
gozar del hallazgo en el camino de joyas vegetales, orquídeas, otras flores de
diferentes colores y, de vez en cuando, el canto o el vuelo de un pajarillo de
alas en salsa de colores, incluyendo el rojo fuego del gallito de las rocas.
“Cuando
vengas, -me dijo el señor Phutukusi en una mesa que me parece de sueños, -ve
con cuidado siempre a la izquierda. A la derecha puede haber culebras. Arriba
hay un templo y otras construcciones inkas.” Yo lo escuché con atención y lo
olvidé después. No creí que diez años más
tarde estaría escalando el Apu sin fatiga después de haberle pedido con un
k’intu de coca permiso para entrar en su territorio.
No
le faltaba razón, parte del camino es inka pero descuidado, roto, con las
piedras arrancadas por la vegetación y el agua. Arriba no se ve nada. Todo está
cubierto por el monte. “Es importante, dijo.” No sería extraño que se encuentre un santuario
más en el entorno que irradia la luz de tres mundos. Una prospección
arqueológica puede comprobar sus
palabras. Las escaleras de troncos de árboles son un acierto. No disturban la
armonía del lugar. Desde abajo están prácticamente ocultas y si bien faltaban
unas gradas se renuevan cada año según hemos podido saber.
Había
hecho el recorrido del Camino Inka de cuatro días. Al llegar a Warmiwañuska, el
abra donde se comienza a descender al Inti Punku, más de 4,000 metros sobre el
nivel del mar me sentí en mi elemento. Soy una periodista de alturas. La
ascensión al Phutukusi toma sólo horas, más o menos unos 500 metros de altura, pero
fue muy fuerte. Además había hecho un gasto de energía inútil el día anterior
en el Valle Sagrado recorriendo un campo donde la hierba había crecido mucho.
Me hundía al caminar y parecía que llevaba kilos en los tobillos.
Me
hubiera gustado acampar en su cima. Me preocupó ver que la lluvia se venía a pasos agigantados y di la
vuelta con pesar. En la subida sentí como disfruta la naturaleza de su libertad,
no estar aprisionada por el cemento, no escuchar otros sonidos que los suyos
propios, sumergirse en sus silencios y percibir ampliamente el perfume de las
flores y el canto de las aves.
Ya
tenemos tantos cerros cautivos, padeciendo la presencia de los seres humanos,
que quisiera que se quitaran las escaleras al Phutukusi, le dije a Luis Sánchez, el guía que nos acompañó. Sé que
no lo harán. El camino está abierto. Este mismo artículo que estoy escribiendo
será un incentivo. Sólo se debe hacer que la subida y la bajada sean siempre
agrestes para preservar su intimidad.
Alfonsina Barrionuevo
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