domingo, 12 de abril de 2015

SE AGOTA “HABLANDO CON LOS APUS”

En los últimos meses tengo muchas llamadas preguntando por mi libro “Hablando con los Apus”. Me dicen que han ido por librerías en Lima y no lo tienen. He consultado con la señora Victoria Cano, encargada de mis libros, y me ha dicho que deben quedar unos veinte ejemplares.  De allí le pediré un par para mí y así se terminará la edición como los de otros libros anteriores. No sé si sentir pena o satisfacción. No podré volver a publicar “Hablando con los Apus” pero, al menos están en las manos de los que aprecian el trabajo realizado. Han sido cinco años dedicados a ir a Cusco, asistir a la mesa de Mario Cama, preguntar sobre una serie de temas a los Apus y Pachamamas y finalmente escribir.

Ahora estoy batallando por auspicios para mi Exposición de Fotografías sobre las Wakas de Qosqo y no encuentro apoyo para esa muestra que se llevará a cabo de todos modos. Creo que tendrán que salir los últimos ejemplares de los Apus con el libro “Templos Sagrados de Machupiqchu”, para que pueda recaudar algo para el montaje. Difícil trabajar así. La cultura la tenemos devaluada en general y no podemos conservar el gran capital que recibimos como herencia de los antepasados milenarios. No tenemos un gran Museo en Lima y tampoco en Cusco para comenzar. Las investigaciones no van a los colegios ni a las universidades. Se archivan y amén.  Cada día llegan miles de turistas a Cusco y recorren las calles sin saber por donde caminan, arrastrados por la información turística superficial que no hace honor al Qosqo Inka ni a Machupiqchu Necesitamos que nos conozcan mejor y que haya un mayor respeto a los pocos testimonios que nos quedan. Es urgente preservar lo que hay. Cada piedra tallada y pulida con pasión tiene un mensaje que dar.
Nos debemos a las manos extraordinarias que las cortaron y prepararon para los edificios religiosos y civiles. Que todos sepan por qué el Qosqo fue sagrado para el mundo andino.


RUMBO AL PHUTUKUSI

El Phutukusi entró en mi vida a través de mi cámara fotográfíca. Enfoqué uno de los cerros majestuosos que rodean a Machupiqchu y allí estaba él, asomándose con curiosidad desde su acera verde. Su cumbre ovalada me gustó. Se veía muy buen mozo. Alguna vez diría como en sueños: “Soy un cerro alto.” Este Apu y el Kutija son los principales guardianes del santuario. Desde entonces el Phutukusi imantó mis miradas. Cuando iba las atraía y retozaba en mis pupilas.  
Nunca pensé en ascender al cerro. Lo veía inaccesible. Ni soñar en aventurarse alguna vez entre su fronda virgen. Hasta que me enteré que habían hecho una escalera con troncos de árboles para llegar a su cima. Desde allí se veía el santuario arropado entre nieblas o con el arco iris dormitando  entre el Intipunku, “la Puerta del Sol” y Wayna Piqchu. Yo tenía que ir.

La última vez que fui a Machupiqchu pensé en no volver. Ha cambiado mucho desde que nos conocimos. Me gustaban sus jardines llenos de orquídeas. El ingreso un tanto agreste por un pasadizo que se abría entre hojarascas. Antes de seguir me gustaba sentarme en una banca que parecía colgar sobre sus abismos. En silencio sentía el encanto de su paisaje. Pequeños detalles que ya no existen. Hoy se entra empujando una media puerta de metal como si se tratara de un supermercado. El toque mágico en sus templos persiste, pero lo siento cansado, soportando a diario una carga humana que busca olvidar el ruido de la globalización.
El Putukusi me ofrecía la oportunidad de verlo, trascendente, como antes, al asomarme en su mirador que convierte en una hilacha los caudales del río Willkamayu o Urupanpa, cuando cambia de nombre al entrar al cañón. Desde allí podía moverme despaciosamente, entre los templos sacros, como si estuviera en un globo de cristal. Redescubrir su grandeza entre el vaho denso que baja del cielo y se va disipando a medida que camina la mañana.
Abril prendía aún sus agujas de agua sobre las tejas de los bungalows de Machupiqchu Pueblo Hotel de Inkaterra. En la rupa rupa los cántaros del cielo se derraman y la lluvia desmadeja sus cabellos en cualquier momento. Sucede mucho entre noviembre y marzo.

Podía haber esperado un par de semanas pero tanto yo como Verónica Haaker, que se entusiasmó con la idea de subir a tomar energía del Apu, teníamos acelerado el reloj  del tiempo y  mayo ya estaba hipotecado. Iba a ser mi último esfuerzo olvidando muchas cosas, mi riesgo de fractura en las muñecas, las hernias en la columna vertebral por una caída que me oprovocan un constante dolor, dos intervenciones quirúrgicas esperando y la advertencia de que no hiciera esfuerzos.  
El día anterior había llovido largamente. ¡Qué lindo es ver la lluvia detrás de la ventana, con fuego en la chimenea! La sentíamos cantarina casi sobre nuestras cabezas. Podía ser que se diera una tregua al día siguiente. “Febrero loco, marzo borracho, abril gotas mil”, solía decir mi padre. Bendito mes, cuando el  sol se toma unos días de vacaciones.

Las escaleras que  ha puesto el Inrena están acordes con el medio ambiente. Los árboles cortados y tendidos en cinco trechos, dos muy largos, uno mediano  y dos cortos. Los peldaños, igual. Subir y bajar es una aventura fascinante porque hay que moverse trepando de uno a otro con las manos en continuo movimiento para avanzar y lo mismo con las piernas, justo como un oso. Se baja de la misma manera, de espaldas,  y es más rápido. Los peldaños estaban húmedos y barrosos pero eso forma parte de una caminata a campo abierto. Pensándolo sinceramente vencer las escaleras fue relativamente fácil. Un cable tensado como una soga en las primeras ayudó mucho. Faltaba un travesaño y quise sobrepasarlo. No pude y quedé colgando del cable. Felizmente el guía que nos acompañaba me ayudó a volver a la escalera.

Trepar el cerro es más difícil y prueba la resistencia porque hay piedras grandes y chicas, gradas a medias y lugares fangosos por la lluvia, que nos impidieron gozar del hallazgo en el camino de joyas vegetales, orquídeas, otras flores de diferentes colores y, de vez en cuando, el canto o el vuelo de un pajarillo de alas en salsa de colores, incluyendo el rojo fuego del gallito de las rocas.
“Cuando vengas, -me dijo el señor Phutukusi en una mesa que me parece de sueños, -ve con cuidado siempre a la izquierda. A la derecha puede haber culebras. Arriba hay un templo y otras construcciones inkas.” Yo lo escuché con atención y lo olvidé después.  No creí que diez años más tarde estaría escalando el Apu sin fatiga después de haberle pedido con un k’intu de coca permiso para entrar en su territorio.

No le faltaba razón, parte del camino es inka pero descuidado, roto, con las piedras arrancadas por la vegetación y el agua. Arriba no se ve nada. Todo está cubierto por el monte. “Es importante, dijo.”  No sería extraño que se encuentre un santuario más en el entorno que irradia la luz de tres mundos. Una prospección arqueológica puede comprobar  sus palabras. Las escaleras de troncos de árboles son un acierto. No disturban la armonía del lugar. Desde abajo están prácticamente ocultas y si bien faltaban unas gradas se renuevan cada año según hemos podido saber.        
Había hecho el recorrido del Camino Inka de cuatro días. Al llegar a Warmiwañuska, el abra donde se comienza a descender al Inti Punku, más de 4,000 metros sobre el nivel del mar me sentí en mi elemento. Soy una periodista de alturas. La ascensión al Phutukusi toma sólo horas, más o menos unos 500 metros de altura, pero fue muy fuerte. Además había hecho un gasto de energía inútil el día anterior en el Valle Sagrado recorriendo un campo donde la hierba había crecido mucho. Me hundía al caminar y parecía que llevaba kilos en los tobillos.

Me hubiera gustado acampar en su cima. Me preocupó ver que la  lluvia se venía a pasos agigantados y di la vuelta con pesar. En la subida sentí como disfruta la naturaleza de su libertad, no estar aprisionada por el cemento, no escuchar otros sonidos que los suyos propios, sumergirse en sus silencios y percibir ampliamente el perfume de las flores y el canto de las aves.
Ya tenemos tantos cerros cautivos, padeciendo la presencia de los seres humanos, que quisiera que se quitaran las escaleras al Phutukusi, le dije a  Luis Sánchez, el guía que nos acompañó. Sé que no lo harán. El camino está abierto. Este mismo artículo que estoy escribiendo será un incentivo. Sólo se debe hacer que la subida y la bajada sean siempre agrestes para preservar su intimidad.


 Alfonsina Barrionuevo    

No hay comentarios.:

Publicar un comentario