domingo, 9 de noviembre de 2014

LA PIEDRA QUE DA ENERGIA POSITIVA

Mi padre me enseñó a ser piedra de choque o esponja en el peor de los casos.  Los Apus sobredimensionaron ese valor para hacerme más fuerte. No he necesitado como Mario Cama pasar por dos lagunas de agua helada, la Yuraqqocha y la Yanaqocha, en Urubamba, para templar el espíritu. La huch´amikhuq, “la piedra que come las penas, los disgustos, las tristezas, las frustraciones, las cóleras, las amarguras, las envidias”, siempre me estuvo dando una energía positiva. Nunca he dejado de ir tampoco donde mis Santos Señores, el Taitacha Temblores y el Señor de los Milagros, en Cusco y Lima, para tener los días limpios.
Siento  haber interrumpido el relato del altomisayoq de Q’atqa, pero fue necesario. Retomo por un momento mis evocaciones de Mario Cama prometiendo volver con otras en el próximo blog. Siempre le estaré agradecida. Me permitió ingresar en el mundo místico andino, donde encontré a los Apus y Pachamamas, enriqueciendo mis experiencias con una parte muy importante.


DOCTORES EN ARTE TRADICIONAL
      
 Claro que se puede tener un doctorado en arte peruano. Un título al que nunca aspiraron creadores de las artes del pueblo y que lo merecían. Se rindió homenaje al t’ururimacheq” Edilberto Mérida, “el que hace hablar al barro”, en el Instituto Riva Agüero. A su vez se abrió una exposición de Arte Ayacuchano en el Instituto Cultural Peruano Norteamericano. El arte tradicional que en cierta ocasión hizo que se rasgaran las vestiduras quienes creían que no era arte frente al arte académico sigue conquistando lauros.
Mérida fue doctor “honoris causa” en una universidad de los Estados Unidos de Norte América y Jesús Urbano Rojas en la Universidad Nacional de San Marcos. Otros son reconocidos como tesoros humanos o amautas.
Recuerdo el día en que la universidad más vieja de América se vistió de gala. Fue una actuación impresionante. Me conmovió de veras.  Porque Jesús Urbano Rojas había luchado siempre a brazo partido en defensa de su arte, descendiente del arte poqra.
Si hubiera sido posible hacer que regresaran del polvo los imagineros de Ayacucho, Cusco, Puno y Apurímaq, lo hubieran rodeado para darle un abrazo con todo el calor de sus entrañas. Antes había gremios y aunque fueran solamente los precursores del retablo, se hubieran sentido satisfechos con el honor que la cuatricentenaria universidad otorgó a su ilustre miembro en el penúltimo año del siglo XX. Los veo salir por un momento de sus talleres instalados a la sombra de los molles amigos, dejar las ferias donde iban a vender sus trabajos, para tomar el rumbo de los chakiñan o estrechas sendas de pie para  repletar la severa sala donde el escudo de San Marcos presidía los austeros sillones académicos de cuero.
Quienes admiramos a los artistas tradicionales, nuestros maestros creadores, nos sentimos conmovidos con el acto solemne. Primero, la presencia augusta de las autoridades universitarias de mayor rango, con sus togas, sus medallas y sus cintas. Luego, el protocolo de ingreso. Una especie de procesión que parecía arrancar de siglos pasados. El secretario caminando por el pasadizo alfombrado a paso lento y siguiéndole, a unos metros de distancia, Jesús Urbano Rojas, ensimismado, en otro mundo.     
¿Adónde más puede llegar el muchacho que no quiso ser un buey marcador, como decía, en los surcos huantinos y que aprendió de reojo, viendo de lejos, el arte de Joaquín López Antay?
Miro la hermosa cartilla del ceremonial, amarrada con un cintillo de hilos de oro y recuerdo a Jesús Urbano Rojas, caminando conmigo por las calles de Huamanga. Entonces, me contó que su maestro le mandaba sacar los clavos de los cajones de fruta en su patio, y le decía en son de burla: “¡Así se aprende, muchacho!”
Hasta que un día, en un concurso en que ambos compitieron, el muchacho, el jardinero de sus macetas con flores y ruda, el alisador de sus tablas de madera de plátano, le ganó y siguió adelante.      
Tenía que ser Pablo Macera, historiador, investigador y director del Seminario de Historia Rural Andina, quien hiciera la presentación del “doctorando”. En su discurso ameno, con palabras galanas, resumió sus méritos.
Al terminar Jesús subió al estrado para que el Rector le impusiera las insignias y le entregara el diploma que lo incorporaba al claustro de doctores de la ilustre Universidad Mayor de San Marcos, como ”doctor honoris causa”. Un momento emocionante y el artista ya con su toga y sus insignias, diciendo con sencillez en la tribuna, “¿Cómo puedo ser doctor cuando todavía no he terminado de aprender?”
Un acto memorable en el camino de su vida. Ha pasado tiempo desde que innovó con López Antay el cajón San Marcos para convertirlo en un retablo de maravillas. Amasando más de media vida el yeso con papa y níspero, para crear las figuritas tradicionales. Hablando por radio en qechwa, porque quería sacar afuera lo que tenía dentro, y después, en castellano. Introduciendo a los jóvenes en las viejas artes con otros artistas. Siempre con la vocación de enseñar. Una vocación que pasó por encima de los academicismos, y logró un imposible. El primer “doctorado honoris causa” de arte tradicional en la decana de las universidades de América. Por supuesto, un alto honor que apoya su obra inacabable. Pueden ver uno de sus retablos estupendos en los museos. Jesús venció una hemiplejia que lo quiso detener pero siguió mucho tiempo llevando un día a la caja iluminada los personajes de mis cuentos para niños a base de la tradición oral. ¡Gracias por la tarea cumplida, maestro!


Alfonsina Barrionuevo

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