LA PIEDRA QUE DA ENERGIA POSITIVA
Mi padre me enseñó a ser piedra de choque o esponja en el peor de los
casos. Los Apus sobredimensionaron ese
valor para hacerme más fuerte. No he necesitado como Mario Cama pasar por dos
lagunas de agua helada, la Yuraqqocha y la Yanaqocha, en Urubamba, para templar el espíritu.
La huch´amikhuq, “la piedra que come las penas, los disgustos, las tristezas,
las frustraciones, las cóleras, las amarguras, las envidias”, siempre me estuvo
dando una energía positiva. Nunca he dejado de ir tampoco donde mis Santos
Señores, el Taitacha Temblores y el Señor de los Milagros, en Cusco y Lima,
para tener los días limpios.
Siento haber interrumpido el
relato del altomisayoq de Q’atqa, pero fue necesario. Retomo por un momento mis evocaciones de Mario Cama prometiendo volver con otras en el próximo blog. Siempre le estaré agradecida. Me permitió ingresar en el mundo místico andino, donde encontré a los Apus y Pachamamas,
enriqueciendo mis experiencias con una parte muy importante.
DOCTORES EN ARTE TRADICIONAL
Claro que se puede
tener un doctorado en arte peruano. Un título al que nunca aspiraron creadores
de las artes del pueblo y que lo merecían. Se rindió homenaje al t’ururimacheq”
Edilberto Mérida, “el que hace hablar al barro”, en el Instituto Riva Agüero. A
su vez se abrió una exposición de Arte Ayacuchano en el Instituto Cultural
Peruano Norteamericano. El arte tradicional que en cierta ocasión hizo que se
rasgaran las vestiduras quienes creían que no era arte frente al arte académico
sigue conquistando lauros.
Mérida fue doctor “honoris
causa” en una universidad de los Estados Unidos de Norte América y Jesús Urbano
Rojas en la
Universidad Nacional de San Marcos. Otros son reconocidos
como tesoros humanos o amautas.
Recuerdo el día en
que la universidad más vieja de América se vistió de gala. Fue una actuación
impresionante. Me conmovió de veras.
Porque Jesús Urbano Rojas había luchado siempre a brazo partido en
defensa de su arte, descendiente del arte poqra.
Si hubiera sido
posible hacer que regresaran del polvo los imagineros de Ayacucho, Cusco, Puno
y Apurímaq, lo hubieran rodeado para darle un abrazo con todo el calor de sus
entrañas. Antes había gremios y aunque fueran solamente los precursores del
retablo, se hubieran sentido satisfechos con el honor que la cuatricentenaria
universidad otorgó a su ilustre miembro en el penúltimo año del siglo XX. Los veo salir
por un momento de sus talleres instalados a la sombra de los molles amigos,
dejar las ferias donde iban a vender sus trabajos, para tomar el rumbo de los
chakiñan o estrechas sendas de pie para repletar
la severa sala donde el escudo de San Marcos presidía los austeros sillones
académicos de cuero.
¿Adónde más puede
llegar el muchacho que no quiso ser un buey marcador, como decía, en los surcos
huantinos y que aprendió de reojo, viendo de lejos, el arte de Joaquín López
Antay?
Miro la hermosa
cartilla del ceremonial, amarrada con un cintillo de hilos de oro y recuerdo a Jesús
Urbano Rojas, caminando conmigo por las calles de Huamanga. Entonces, me contó
que su maestro le mandaba sacar los clavos de los cajones de fruta en su patio,
y le decía en son de burla: “¡Así se aprende, muchacho!”
Hasta que un día, en
un concurso en que ambos compitieron, el muchacho, el jardinero de sus macetas
con flores y ruda, el alisador de sus tablas de madera de plátano, le ganó y
siguió adelante.
Tenía que ser Pablo Macera,
historiador, investigador y director del Seminario de Historia Rural Andina,
quien hiciera la presentación del “doctorando”. En su discurso ameno, con palabras
galanas, resumió sus méritos.
Al terminar Jesús
subió al estrado para que el Rector le impusiera las insignias y le entregara
el diploma que lo incorporaba al claustro de doctores de la ilustre Universidad
Mayor de San Marcos, como ”doctor honoris causa”. Un momento emocionante y el
artista ya con su toga y sus insignias, diciendo con sencillez en la tribuna,
“¿Cómo puedo ser doctor cuando todavía no he terminado de aprender?”
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