domingo, 6 de abril de 2014

LA VISITA DE LOS APUS

Los Andes no necesitan permiso para irradiar energías. Tienen en su interior tal cantidad de minerales que se proyectan a cualquier parte. En Lima se incluye en su visita el Apu San Cristòbal, que es el protector de la capital.

Ellos simplemente se dejan sentir. Generalmente lo hacen de noche porque hay quietud y aunque no hacen ni el más leve ruido su presencia es visible.
Los altomisayoq y Kuraq Akulleq de Qosqo me contaron que es fácil sentirlos apenas se apagan las luces y las gentes se preparan a dormir. Entonces se iluminan los dormitorios con una luz amarilla tenue. Se sabe que son ellos porque se  ve la luz pero no se puede distinguir  nada de lo que hay adentro. El fenómeno no dura mucho. Quizá un minuto. Después la oscuridad vuelve a apoderarse del ambiente.
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Lo hacen para llenar de energía a la persona que está por dormir y luego dormirá bien, despertándose al día siguiente con el mejor de los ánimos. Son los Apus que ayudan a los suyos. Sucede en el Perú.


ALGODÓN DE COLORES

En una fotografía lo miro como  un sueño. A lo lejos parece un botón rosa encendido, como una brasa juvenil. Así se deben ver otros capullos en una sinfonía imponente. Ya amarillos,  marrones,  negros, blancos  o morados. Los cronistas de siglo XVI fueron parcos.   Se limitaron a decir que habían visto un algodón de colores y guardaron su entusiasmo para otros temas.  A los españoles les interesó más explotar la preparación de las telas kunbe de algodón claro  que enviaban en fardos a la península. Era tal su ansia que hacían trabajar sin piedad a niños pequeños. Les ataban del tobillo a los telares,  como pajaritos  para que no escapen, y los hacían tejer igual que los mayores desde que amanecía hasta que caía el sol.

La industria decayó cuando Europa comenzó a abarrotar el mercado de América con sedas, terciopelos, castillas, encajes y gasas para vestir a la gente de la ciudad. Nuestro algodón quedo relegado al campo, discriminado como la propia gente andina, luchando desesperadamente para sobrevivir.

Ahora, en que escribo estas líneas, me doy cuenta de cuánto hay que batallar, inclusive para cambiar el pensamiento de esa otra mitad de peruanos que no entienden el compromiso que tenemos con la historia y que no debemos dejar que la patria se diluya ante nuestros ojos.  Los españoles crearon en nuestros pueblos un trauma de inferioridad  incluyendo plantas y animales.
Ahora estamos viviendo un momento difícil en que la globalización nos invade. Necesitamos unir nuestras fuerzas. Merecemos un destino mejor, pero hay que conquistarlo. El algodón de colores se va poniendo en la mira del lanzamiento. Hay que apoyarlo para que recobre su sitial.  

El algodón blanco es originario de varias partes del globo. Entre ellas la isla Barbados de Centro América,  cuna de Gossypium barbadense, una malvácea. A este le tocó diversificarse siendo llevado como rica presea de un sitio a otro, hasta que levantó un vuelo generacional en Egipto. Entre tantas vueltas llegó al Perú, estableciéndose como un nuevo algodón, el pima, que ha absorbido los valores de nuestro ambiente.

Entre tanto nuestro algodón de colores entró en vías de extinción,   porque injustamente se le consideró áspero y ordinario, olvidando que se empleó en extraordinarios textiles de los chavin, parakas o inka.  Según los estudiosos en una pulgada se cuentan hasta 398  hilos de una finura admirable.  Sus colores cautivan desde  las tramas  de fondo o  los magníficos bordados que han resistido el paso de milenios.
A principios del siglo XX se creyó curiosamente que la gente de Perú teñía el algodón y la fibra de alpaka con tintes minerales. Sumo error que confundió la apreciación de nuestro algodón nativo que se conoce también como algodón país.
Este algodón que se encuentra en el norte, querido por todas las culturas peruanas, fue obligado a reducir su área de subsistencia al dársele de baja. Sin atención  se fue minimizando y el golpe de gracia lo recibió en 1940 con un decreto gubernamental  que prohibió su cultivo. El veto oficial  tuvo sustento en que era culpable de causar  plagas en las plantaciones del algodón foráneo de blanquísima fibra.

La resistencia que surgió de inmediato lo salvó del naufragio en los surcos donde antes se enseñoreó.  Las mujeres de Lambayeque  lo cobijaron valientemente en sus huertos para seguir tejiendo chales, alforjas y fajas, sin tener que recurrir a los tintes alemanes.
En los últimos lustros, cuando la calidad de nuestros productos se está imponiendo en  el mundo, el algodón nativo ha comenzado a recibir aliento. La prestigiosa arqueóloga Ruth Shady, que acaba de celebrar diecinueve años de redescubrimientos en Caral-Supe, anunció que se ha comenzado un proyecto  para su rescate. Como primer aporte los campesinos han recolectado 6,000 plantones que ya tienen un lugar para crecer sin temor y con cariño.

De acuerdo al hallazgo de motas, atados compactos y semillas de algodón pardo, marrón, crema y beige, se puede afirmar que los antiguos caralinos habían emprendido su manejo. La existencia de ruecas, telares y restos de tejidos son evidencias de que hace 5,000 años los pobladores de la ciudad sagrada, en los albores de conocimientos matemáticos,  astronónomicos y  arquitectónicos, ya lo habían descubierto dedicándole sus esfuerzos. Gracias a su presencia pasaron del taparrabo de junco a la prenda  liviana y sugerente.

En uno de mis primeros viajes al norte  el antropólogo James Vreeland me mostró con entusiasmo vellones sorprendentes del algodón de colores. Los tenía una señora de Mórrope,  de la Asociación de Productores de Algodón Orgánico que el estudioso fundó para su salvataje. Sus características, según dijo,  eran asombrosas por la cantidad de tonalidades naturales que tenía. 
La planta es tan buena que puede enfrentar al desierto y la sequía. Sus raíces se alargan buscando agua hasta hallar fuentes subterráneas por su cuenta. Su resistencia a las pestes la convierte en un acorazado vegetal. De fibra larga, pródiga para el hilado, observó que producía dos cosechas al año y hasta era posible extraer de sus pepitas  un aceite  delicioso como el de oliva. 

Sus penurias no han terminado.  Esperemos que tenga una segunda oportunidad.  Los agricultores de las viejas culturas se han hecho polvo.  El trabajo de los arqueologos, siendo muy laborioso es limitado,  pero felizmente tenemos a Ruth Shady. Ella  va más alla de los registros en su deseo de tonificar  Supe, Végueta y Vichama, motivando con la grandeza del pasado  a una población poco afortunada económicamente.

La jefa del Proyecto Caral Supe puede lograr imposibles si recibe recursos para este algodón heroico que a lo mejor se convierte en un dínamo para ayudar a los vecinos del poderoso grupo arqueológico. Esperemos que vuelva a crecer la sombra benéfica del cerro Gokne, su apu protector. En este siglo  globalizado hay preferencia por lo orgánico y el algodón de colores tiene que ganarle con todo derecho al plástico en las competencias de la moda con la marca Perú.  

     
Alfonsina Barrionuevo    

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