domingo, 18 de agosto de 2013


EL LLAMADO DE LA MONTAÑA

 

La tradición oral ha guardado con celo la historia de la construcción de  Machupiqchu. A mí me la contaron y la conservé inédita, hasta que llegó el momento de publicarla en mi libro: “Templos Sagrados de Machupiqchu”.

La entrego con alegría tal cual la recibí, como un tesoro invalorable:

El joven Kusi Yupanki llevó a cabo una gran jornada en el Valle Sagrado. Por orden de su padre, el Inka Wiraqocha, concertó alianzas con varios señoríos,  sometiendo a los que se resistieron a su misión.

Cuando estuvo a punto de volver a Qosqo sintió el llamado imperioso de una montaña.   

Al conocer su propósito de ir a ella el jefe de su ejército le manifestó que le daría una gran balsa con muchos remeros, pues en la entrada del cañón, donde el río Willkamayu toma el nombre de Urubamba, se formaban furiosos remolinos y habría que surcarlo. También sería necesario que fuera gente especializada para abrirle paso en la maraña que la circundaba.

El joven inka dijo que quería una pequeña balsa donde se trasladaría de pie, sin acompañantes. Si la montaña lo llamaba con tanta urgencia  ella se encargaría de darle facilidades.

Al escucharle tembló el corazón del valeroso guerrero. Si algo le pasaba  sería el responsable y no sólo eso sino que quería quería mucho a Kusi Yupanki.   Pero no se atrevió a opinar. Sus órdenes no se discutían. Lo vio marcharse y respiró con tranquilidad cuando vio que las aguas se aquietaban mientras la balsa era atraída a la  orilla, abriéndose un camino en la espesura.

Kusi Yupanki llegó rápidamente a la cumbre y al colocarse al mismo centro, levantando los brazos en saludo, un chorro de energía cósmca, Hanan Kallpa, descendió para unirse con otras que ascendían de abajo, Uran Kallpa. Las fuerzas cósmicas y terrígenas que le esperaban lo tomaron como vaso comunicante en medio de ellas. Por un momento tuvo la sensación de que flotaba en el espacio, etéreo, ingrávido, translúcido, compaginando sus moléculas mediante una corriente de energía. Cuando bajó nuevamente a la cima sintió que en su sangre se fundía el universo. en ella se acuñaron soles, lunas, estrellas, arco iris, montañas, ríos, comprimiéndose principios de la vida silvestre, montaraz, libre, sin ataduras, mientras la suya recobraba su pulso.

Tuvo tiempo de preguntar para qué lo habían llamado y conoció su respuesta. Las fuerzas de sus tres mundos, Hanan Pacha, Kay Pacha y Ukhu Pacha, querían un santuario para sus reuniones, donde pudieran llegar a plenitud.     

Kusi Yupanki dejó que pasaran los mañanas mientras maduraba. Cuando llegó a ceñirse la maskapaycha, con el nombre de Pachakuti Inka Yupanki, ordenó la construcción del santuario, sin llegar a verlo terminado.

Antes quiso transformar el Qosqo para que fuera digna capital de un imperio, con un tawantin de Suyus, sumando el Kuntisuyu, el Qollasuyu, el Chinchaysuyu y el Antisuyu.

El Qosqo debía tener la forma de un felino, el temido oqe michi, el puma, para que fuera respetado, siendo su plaza ombligo del mundo andino, por donde pasaban líneas o seqes siguiendo los rayos del sol. En el interior de su cuerpo dispuso  una constelación de wakas que le dieron condición de sacralidad.

Las obras que debió ejecutar fueron epopéyicas y se hicieron poco a poco. En  cinco lustros de arduo trabajo pudo secar los pantanos que ocupaban el lecho del  gran lago que se vació,  -nominado seiscientos años después como lago Morkill-, remover ingentes cantidades de lodo,  trasladar tierra buena de los alrededores para usarla en los rellenos y los andenes, encauzar los riachuelos que corrían a un lado a otro, canalizar los manantiales que afloraban por varios lados, mandar cincelar bloques de piedra para los primorosos muros que se fueron levantando.

Mientras tanto, Machupiqchu aguardaba en el inmenso valle. Pachakuti se reservó la tarea porque era algo íntimo, suyo, personal, muy querido. El proyecto había nacido de la más hermosa de sus experiencias. Un lugar donde confluían el cosmos grandioso y la tierra inacabable, con su cadena de montañas resguadándolo. Las avizoraba en sus sueños y cuando el proyecto avanzó asistió para dirigirlo, dejando la huella de su espíritu.

Lo concluyó su hijo Tupaq Inka Yupanki, con el encargo de que sólo podían visitarlo los miembros de su panaka. Los constructores guardarían silencio por siempre. El santuario quedaba protegido.

*Derechos reservados.
Foto: Fernando Moscoso

 

APU RIMAQ: EL RÍO QUE TRUENA
 

Ante Apu Rimaq, “el río que truena”, ninguna persona se atrevía a hablar y todos enmudecían. Frente al cañón donde se levanta como si reventara con sus golpes  las paredes de roca los caminantes pasaban con el espíritu sobrecogido.  Hasta los Inkas respetaron a este río, el único en el Perú, cuyos registros vocales aùn apagan cualquier grito humano. Al acercársele lo único que se podía hacer era callar y dejar paso a la admiración de su grandeza. Por allí debió existir un templo que cuidaba, según la leyenda, Asarpay, una noble doncella. Ante la inminencia de la aparición de los españoles y su profanación ella preparó un rito sacro de vida y de muerte. Esperó hasta el último momento y para no caer en sus manos abrazó sus espumas que se elevaban hasta la saliente donde estaba de pie.  La valentía y el desprecio que la sacerdotisa mostró al verles envuelve con su aura al gran río. El Inka Garcilaso decía que iba muy recogido entre altísimas sierras y era llamado Qhapaq Mayu, “río príncipe, todopoderoso”. Cieza de León agregaba que el camino para llegar hasta él era tan áspero y dificultoso que "algunos caballos, cargados de plata, han caído en sus turbulentas aguas y es de espanto ver cómo se exponen los hombres que van con ellos."

Han pasado varios años para descubrir una maravilla. El cañón donde el río  encajona sus furias en los meses de lluvia es el más profundo del mundo. Tiene 4,691 metros sobre el nivel del mar, mucho más que  los cañones de Cotahuasi y del Colca, todos en el Perú. Las mediciones y cálculos pertenecen a José Antonio Torres, por mucho tiempo consejero del CTAR Apurímac, que ha registrado las infinitas variables de la accidentada geografía del Perú en 42,000 fotos, en un recorrido de 75,000 kilómetros en motocicleta.

El cañón se inicia en la confluencia del río Santo Tomás del Cusco y va ganando en presencia a medida que avanza 60 kilómetros más abajo, hasta totalizar 210 kilómetros de recorrido en un laberinto enrocado y monumental. Un atractivo turístico de primer orden para planear un viaje a la tierra que fue cuna de los belicosos chankas.

A su paso se han ubicado hasta nueve miradores: Kuntur Wachana, Kunyaq, San Cristóbal, Capitán Rumi, Taramoqo, Kapuliyoq,  Kiuñalla, Kachikunka y Waskatay. Capitán Rumi, una roca de unas 120 toneladas que tiene la forma de una mano izquierda, permite apreciar  una de las vistas más espectaculares del Apurímac, “el señor tronante”, “que ruge cuando habla”. El departamento está a la espera de los descubrimientos de sus ingentes recursos en paisajes inéditos, historia, arqueología, fiestas tradicionales, costumbres, música y danzas. Una magnífica carretera lo une con Lima  pero visitar  la mayoría de sus atractivos es un reto para los amantes de la aventura y sus riesgos.

Sólo llegar hasta el puente de San Francisco requiere templar las piernas bordeando un chakiñan o “senda” espeluznante, abierta sobre el abismo donde se va colocando un pie y luego el otro por su estrechez durante un largo rato. Adrenalina pura que prueba el temple de quien se atreve al riesgo de mirar sus aguas como una hormiga pegándose a unas enormes piedras, siguiendo adelante hacia un puente colgante  de setenticinco metros de largo por un metro sesenticinco de ancho que se cimbra en el aire. Los señores inkas no aplacaron al coloso pero lo cruzaron con ese  puente que por hoy se ayuda con potentes cables de acero. El piso que antes fue de criznejas o cabuya es de troncos recubiertos con un tapiz vegetal para darle un toque de antigüedad. A su margen derecha está el camino que lleva a Cachora. Desde allí se avizora la cadena del formidable nevado Salqantay con un manto de verdor en sus faldas.

En Apurímac no todo es difícil. A sólo veinte minutos de la plaza de Abancay, su capital, se ingresa al santuario de Ampay, donde crece un árbol extraño: la intinpa, el legendario árbol del sol, amén de muchos gigantes frondosos que elevan sus copas entre flores, pájaros, mariposas, reptiles y otros animales. Según la leyenda el nevado Ampay es la bellísima nieta de un valiente guerrero aimara, que sus manes tutelares convirtieron en cumbre,  para que no la capturasen los ejércitos chankas y pudiera morir en paz.

 
Alfonsina Barrionuevo

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