EL LLAMADO DE LA MONTAÑA
La tradición oral ha
guardado con celo la historia de la construcción de Machupiqchu. A mí me la contaron y la conservé
inédita, hasta que llegó el momento de publicarla en mi libro: “Templos Sagrados
de Machupiqchu”.
La entrego con
alegría tal cual la recibí, como un tesoro invalorable:
El joven Kusi Yupanki
llevó a cabo una gran jornada en el Valle Sagrado. Por orden de su padre, el
Inka Wiraqocha, concertó alianzas con varios señoríos, sometiendo a los que se resistieron a su misión.
Cuando estuvo a punto
de volver a Qosqo sintió el llamado imperioso de una montaña.
Al conocer su
propósito de ir a ella el jefe de su ejército le manifestó que le daría una
gran balsa con muchos remeros, pues en la entrada del cañón, donde el río
Willkamayu toma el nombre de Urubamba, se formaban furiosos remolinos y habría
que surcarlo. También sería necesario que fuera gente especializada para
abrirle paso en la maraña que la circundaba.
El joven inka dijo
que quería una pequeña balsa donde se trasladaría de pie, sin acompañantes. Si
la montaña lo llamaba con tanta urgencia ella se encargaría de darle facilidades.
Al escucharle tembló
el corazón del valeroso guerrero. Si algo le pasaba sería el responsable y no sólo eso sino que
quería quería mucho a Kusi Yupanki. Pero no se atrevió a opinar. Sus órdenes no se
discutían. Lo vio marcharse y respiró con tranquilidad cuando vio que las aguas
se aquietaban mientras la balsa era atraída a la orilla, abriéndose un camino en la espesura.

Tuvo tiempo de
preguntar para qué lo habían llamado y conoció su respuesta. Las fuerzas de sus
tres mundos, Hanan Pacha, Kay Pacha y Ukhu Pacha, querían un santuario para sus
reuniones, donde pudieran llegar a plenitud.
Kusi Yupanki dejó que
pasaran los mañanas mientras maduraba. Cuando llegó a ceñirse la maskapaycha,
con el nombre de Pachakuti Inka Yupanki, ordenó la construcción del santuario,
sin llegar a verlo terminado.
Antes quiso
transformar el Qosqo para que fuera digna capital de un imperio, con un tawantin
de Suyus, sumando el Kuntisuyu, el Qollasuyu, el Chinchaysuyu y el Antisuyu.
El Qosqo debía tener la
forma de un felino, el temido oqe michi, el puma, para que fuera respetado, siendo
su plaza ombligo del mundo andino, por donde pasaban líneas o seqes siguiendo
los rayos del sol. En el interior de su cuerpo dispuso una constelación de wakas que le dieron
condición de sacralidad.
Las obras que debió ejecutar fueron epopéyicas
y se hicieron poco a poco. En cinco
lustros de arduo trabajo pudo secar los pantanos que ocupaban el lecho del gran lago que se vació, -nominado seiscientos años después como lago
Morkill-, remover ingentes cantidades de lodo, trasladar tierra buena de los alrededores para
usarla en los rellenos y los andenes, encauzar los riachuelos que corrían a un
lado a otro, canalizar los manantiales que afloraban por varios lados, mandar
cincelar bloques de piedra para los primorosos muros que se fueron levantando.
Mientras tanto, Machupiqchu
aguardaba en el inmenso valle. Pachakuti se reservó la tarea porque era algo
íntimo, suyo, personal, muy querido. El proyecto había nacido de la más hermosa
de sus experiencias. Un lugar donde confluían el cosmos grandioso y la tierra
inacabable, con su cadena de montañas resguadándolo. Las avizoraba en sus
sueños y cuando el proyecto avanzó asistió para dirigirlo, dejando la huella de
su espíritu.
Lo concluyó su hijo
Tupaq Inka Yupanki, con el encargo de que sólo podían visitarlo los miembros de
su panaka. Los constructores guardarían silencio por siempre. El santuario
quedaba protegido.
*Derechos
reservados.
Foto: Fernando Moscoso
Foto: Fernando Moscoso
APU RIMAQ: EL RÍO QUE TRUENA
Ante
Apu Rimaq, “el río que truena”, ninguna persona se atrevía a hablar y todos
enmudecían. Frente al cañón donde se levanta como si reventara con sus golpes las paredes de roca los caminantes pasaban con
el espíritu sobrecogido. Hasta los Inkas
respetaron a este río, el único en el Perú, cuyos registros vocales aùn apagan cualquier
grito humano. Al acercársele lo único que se podía hacer era callar y dejar
paso a la admiración de su grandeza. Por allí debió existir un templo que
cuidaba, según la leyenda, Asarpay, una noble doncella. Ante la inminencia de
la aparición de los españoles y su profanación ella preparó un rito sacro de
vida y de muerte. Esperó hasta el último momento y para no caer en sus manos
abrazó sus espumas que se elevaban hasta la saliente donde estaba de pie. La valentía y el desprecio que la sacerdotisa mostró
al verles envuelve con su aura al gran río. El Inka Garcilaso decía que iba muy
recogido entre altísimas sierras y era llamado Qhapaq Mayu, “río príncipe,
todopoderoso”. Cieza de León agregaba que el camino para llegar hasta él era
tan áspero y dificultoso que "algunos caballos, cargados de plata, han
caído en sus turbulentas aguas y es de espanto ver cómo se exponen los hombres
que van con ellos."
Han
pasado varios años para descubrir una maravilla. El cañón donde el río encajona sus furias en los meses de lluvia es
el más profundo del mundo. Tiene 4,691 metros sobre el nivel del mar, mucho más
que los cañones de Cotahuasi y del
Colca, todos en el Perú. Las mediciones y cálculos pertenecen a José Antonio
Torres, por mucho tiempo consejero del CTAR Apurímac, que ha registrado las
infinitas variables de la accidentada geografía del Perú en 42,000 fotos, en un
recorrido de 75,000 kilómetros en motocicleta.
El
cañón se inicia en la confluencia del río Santo Tomás del Cusco y va ganando en
presencia a medida que avanza 60 kilómetros más abajo, hasta totalizar 210
kilómetros de recorrido en un laberinto enrocado y monumental. Un atractivo
turístico de primer orden para planear un viaje a la tierra que fue cuna de los
belicosos chankas.
A su
paso se han ubicado hasta nueve miradores: Kuntur Wachana, Kunyaq, San
Cristóbal, Capitán Rumi, Taramoqo, Kapuliyoq,
Kiuñalla, Kachikunka y Waskatay. Capitán Rumi, una roca de unas 120
toneladas que tiene la forma de una mano izquierda, permite apreciar una de las vistas más espectaculares del Apurímac,
“el señor tronante”, “que ruge cuando habla”. El departamento está a la espera
de los descubrimientos de sus ingentes recursos en paisajes inéditos, historia,
arqueología, fiestas tradicionales, costumbres, música y danzas. Una magnífica
carretera lo une con Lima pero
visitar la mayoría de sus atractivos es
un reto para los amantes de la aventura y sus riesgos.
Sólo
llegar hasta el puente de San Francisco requiere templar las piernas bordeando un
chakiñan o “senda” espeluznante, abierta sobre el abismo donde se va colocando
un pie y luego el otro por su estrechez durante un largo rato. Adrenalina pura
que prueba el temple de quien se atreve al riesgo de mirar sus aguas como una
hormiga pegándose a unas enormes piedras, siguiendo adelante hacia un puente
colgante de setenticinco metros de largo
por un metro sesenticinco de ancho que se cimbra en el aire. Los señores inkas
no aplacaron al coloso pero lo cruzaron con ese
puente que por hoy se ayuda con potentes cables de acero. El piso que
antes fue de criznejas o cabuya es de troncos recubiertos con un tapiz vegetal
para darle un toque de antigüedad. A su margen derecha está el camino que lleva
a Cachora. Desde allí se avizora la cadena del formidable nevado Salqantay con
un manto de verdor en sus faldas.
En
Apurímac no todo es difícil. A sólo veinte minutos de la plaza de Abancay, su
capital, se ingresa al santuario de Ampay, donde crece un árbol extraño: la
intinpa, el legendario árbol del sol, amén de muchos gigantes frondosos que
elevan sus copas entre flores, pájaros, mariposas, reptiles y otros animales.
Según la leyenda el nevado Ampay es la bellísima nieta de un valiente guerrero aimara,
que sus manes tutelares convirtieron en cumbre, para que no la capturasen los ejércitos
chankas y pudiera morir en paz.
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