ARQUITECTURA
SACRA
Han pasado cien años desde su apertura al mundo y,
aunque lentamente, Machupiqchu tendrá
que ir recobrando su rango de santuario inka.
Al principio del siglo XX sus visitantes pensaron que
se trataba de un conjunto de ruinas inkas. Lo mismo creyó la misión de Hiram
Bingham en 1911.
Entre
otras denominaciones los estudiosos le han llamado y llaman parque
arqueológico, ciudadela y poblado de
avanzada hacia la selva, incluyendo a veces el de “universidad de la idolatría” como
sugirió que podía existir, en un lugar
desconocido, el fraile agustino Antonio de la Calancha.
A su
vez los miles de turistas que día a día recorren sus ambientes esperan recibir
su energía, una fuerza que suponen sigue gravitando en la dos veces maravilla
del mundo.
Pachakuti,
según la tradición oral que han conservado las comunidades de su entorno, ordenó
su construcción, pero lo hizo respondiendo un mandato de la montaña donde se
encuentra.
Las
fuerzas cósmicas y telúricas querían su cima como punto de reunión. Una cadena
de cerros creando un espacio donde se conjuga la magia del paisaje –río, fronda,
cresta y cielo- con la arquitectura
creada para realzar su magna presencia.
El arco iris que ciñe atrevidamente el cielo, con su
refajo de colores, después de la lluvia, es una waka. También las nubes, que
peregrinan atrevidamente sus ambientes. Lo mismo el río, que corre por su
costado hacia la selva u omagua, nacido de una lágrima solar.
Las wakas, que
unificaron las energías de la tierra y el espacio con el espíritu de sus onstructores,
dejan sentir el efluvio de su poder, el kamaqen que se arranca y se proyecta de
ellas.
Una exultante naturaleza, de extrañas formas y
colores, otorga mayor encanto al santuario. Los cerros, arrebujados a su
alrededor en actitud vigilante, están omnipresentes. Los bosques que se prenden
a sus flancos, impregnan sus sentidos con sus aromas. Su flora y su fauna
parecen escapadas de una mente delirante. A veces se puede ver entre sus
cuchillas el lento trajinar de los osos de anteojos, también la incursión de los
zorros negros que se deslizan como sombras, de los tímidos venados coliblancos
de nervios que se encrespan al menor sonido y de las viskachas que saludan el
atardecer uniendo sus patas delanteras en plegaria. En sus ramas se balancea el
tunki o gallito de las rocas como un tizón encendido; aletea el picaflor, pedrería
volátil; y, se mueven impulsadas por la brisa flores de vibrantes colores, que
parecen haberse dado un baño en la paleta de un pintor.
ALGARROBO
PATRIARCAL EN CUSCO
Encontrar en
Lambayeque bosques de algarrobo (Prosopis pallida) es natural. Sus pequeños
brotes retozan en tierra árida y un día, si los dejan, serán árboles bañándose
en rayos de sol. Una leyenda dice que el primer hombre del norte fue hecho de
algarrobo porque ayudó a la luz a vencer a la oscuridad.
El
algarrobo es un árbol de copa que se abre como un paraguas de verdor, hojas
pequeñas y flores. Suele crecer de manera silvestre en la costa norte del Perú
y también en Ica, siempre en áreas secas. Por eso, resulta extraordinario que
un algarrobo extienda su fronda gentil en el Valle Sagrado de los Inkas,
sobrepasando los 1,500
metros de altura designados para su habitat.
Esta es una primicia que nos llega de Qosqo (Cusco) por intermedio de mi
amigo y colega Fernando Moscoso. En sus viajes por nuestra tierra imperial se
dio con un robusto ejemplar en un recodo de la carretera a Urubamba.
Los Inkas se
empeñaron en adaptarlo a las condiciones de su suelo y de su clima. No lograron
tener grandes bosques pero tuvieron ejemplares suficientes para emplear su
noble madera en la fabricación de keros, unos vasos con decoración incisa y a
veces motivos zoomorfos en los bordes que usaban para brindar con el astro
radiante, la madre tierra, el viento y las estrellas.
Mientras en Moquegua le llamaban
guarango en el Valle Sagrado recibió el nombre de taqo o thaqo. El
ejemplar que nos motiva es viejo, de tronco engrosado por los años, que concita
la atención por el verdor de sus hojas y la cantidad de espiguillas de flores
amarillas conque se llena dos veces al año.
Nunca
se ha calculado cuánto tiempo viven los algarrobos, quizá hasta doscientos años
en el norte si antes no los cortan, sin razón, para producir carbón y leña. Los depredadores no pueden entender, que vivos son más útiles y le dan
valor a los desiertos norteños. Sobre la corteza del algarrobo de Qosqo han llovido
muchos años y no se puede calcular su antigüedad.
Los Prosopis pallida
tienen una alta capacidad para vivir en lugares totalmente inhóspitos, se le
llama “el milagro del desierto”, “el superárbol de las dunas” y “un regalo de
Dios” porque tiende sus raíces muy profundas en busca de aguas subterráneas y
no requiere de lluvias para subsistir.
En su libro “La Crónica del Perú” Pedro Cieza de León nombra la espesura
donde distinguió entre otras especies unos bosques de algarrobo y vio una
cantidad de aves, -palomas, tórtolas y perdices- y también venados.
El
sabio Antonio Raimondi encontró que los Alaek, señores muchik, usaron su madera
para sus cetros, magníficamente tallada a pesar de su dureza. También sirvió
para las armas de sus guerreros como porras y estólicas; e igualmente para los
remos de sus embarcaciones.
En Urubamba, el único algarrobo
conocido hasta ahora, se prende al suelo con muchos deseos de continuar
viviendo. Fernando Moscoso, quien tomó las fotos que acompañan este artículo, dice que es un árbol longevo,
Su tronco retorcido alcanza hasta 15 metros de altura y 2 metros de diámetro, con
largas ramas flexibles, algunas de ellas espinosas. Entre diciembre y marzo es
su principal fructificación, pero es muy generoso y vuelve a dar fruto entre
junio y julio, aunque en menor cantidad. Nunca se sabrá quién lo llevó y si
llegó verle creciendo al borde de la carretera confundido entre otros.
Se encuentra a gusto
porque sigue sin problemas su ciclo vegetativo.Sus vainas se llaman algarrobas,
miden de 10 a
30 centímetros
de largo y tienen una pulpa dulce y espesa. En el norte, sobre todo en
Lambayeque y Piura, se prepara con esa melaza la algarrobina que es un gran
energizante de muy buen sabor, bueno también para cocteles que son apetecibles.
El algarrobo recibe
ese nombre del árabe al jarrub. En América hay alrededor de cuarenta especies
propias. En el Viejo Mundo son cuatro autóctonas de Europa. También se encuentra algunas al norte de Africa y una parte de Asia. Crecen
en tierra árida. Su verdor, en los meses de lluvia, es grato a la vista y
transforma su paisaje, cobijando una variedad de aves. Entre ellas la famosa
pava aliblanca que suele anidar en sus ramas.
Hay keros o vasos
hechos de algarrobo que se pueden ver en el Museo Inka de Cusco (Casa del
Almirante), que fueron trabajados por talladores cusqueños. La mayor parte
pertenece a la colección
Orihuela que fue donada para su conservación y exhibición. Los
más antiguos muestran sólo una decoración en bajo relieve. En una colección
privada logré fotografiar unos polícromos y hermosamente decorados que pueden
ser de las primeras décadas virreinales. Existen ejemplares que adoptan la forma de la cabeza de un Inka,
posiblemente Pachakuti, y también la figura de un mono. Otros, alternan en su
contorno personajes españoles con Inkas, ñust’as, flores, pájaros y jaguares. El
viejo algarrobo de Urubamba es un testimonio de un pequeño bosque que se
avecindó tal vez en el lugar.
Foto y texto de Alfonsina
Barrionuevo
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