domingo, 11 de agosto de 2013


ARQUITECTURA SACRA

 

Han pasado cien años desde su apertura al mundo y, aunque lentamente, Machupiqchu  tendrá que ir recobrando su rango de santuario inka.
Al principio del siglo XX sus visitantes pensaron que se trataba de un conjunto de ruinas inkas. Lo mismo creyó la misión de Hiram Bingham en 1911.
Entre otras denominaciones los estudiosos le han llamado y llaman parque arqueológico,  ciudadela y poblado de avanzada hacia la selva, incluyendo a veces  el de “universidad de la idolatría” como sugirió que podía existir,  en un lugar desconocido, el fraile agustino Antonio de la Calancha.
A su vez los miles de turistas que día a día recorren sus ambientes esperan recibir su energía, una fuerza que suponen sigue gravitando en la dos veces maravilla del mundo.   

Pachakuti, según la tradición oral que han conservado las comunidades de su entorno, ordenó su construcción, pero lo hizo respondiendo un mandato de la montaña donde se encuentra.

Las fuerzas cósmicas y telúricas querían su cima como punto de reunión. Una cadena de cerros creando un espacio donde se conjuga la magia del paisaje –río, fronda, cresta y cielo-  con la arquitectura creada para realzar su magna presencia.

El arco iris que ciñe atrevidamente el cielo, con su refajo de colores, después de la lluvia, es una waka. También las nubes, que peregrinan atrevidamente sus ambientes. Lo mismo el río, que corre por su costado hacia la selva u omagua, nacido de una lágrima solar.

 Las wakas, que unificaron las energías de la tierra y el espacio con el espíritu de sus onstructores, dejan sentir el efluvio de su poder, el kamaqen que se arranca y se proyecta de ellas.

Una exultante naturaleza, de extrañas formas y colores, otorga mayor encanto al santuario. Los cerros, arrebujados a su alrededor en actitud vigilante, están omnipresentes. Los bosques que se prenden a sus flancos, impregnan sus sentidos con sus aromas. Su flora y su fauna parecen escapadas de una mente delirante. A veces se puede ver entre sus cuchillas el lento trajinar de los osos de anteojos, también la incursión de los zorros negros que se deslizan como sombras, de los tímidos venados coliblancos de nervios que se encrespan al menor sonido y de las viskachas que saludan el atardecer uniendo sus patas delanteras en plegaria. En sus ramas se balancea el tunki o gallito de las rocas como un tizón encendido; aletea el picaflor, pedrería volátil; y, se mueven impulsadas por la brisa flores de vibrantes colores, que parecen haberse dado un baño en la paleta de un pintor.

ALGARROBO PATRIARCAL EN CUSCO

Encontrar en Lambayeque bosques de algarrobo (Prosopis pallida) es natural. Sus pequeños brotes retozan en tierra árida y un día, si los dejan, serán árboles bañándose en rayos de sol. Una leyenda dice que el primer hombre del norte fue hecho de algarrobo porque ayudó a la luz a vencer a la oscuridad.

El algarrobo es un árbol de copa que se abre como un paraguas de verdor, hojas pequeñas y flores. Suele crecer de manera silvestre en la costa norte del Perú y también en Ica, siempre en áreas secas. Por eso, resulta extraordinario que un algarrobo extienda su fronda gentil en el Valle Sagrado de los Inkas, sobrepasando los 1,500 metros de altura designados para su habitat.

Esta es una primicia que nos llega de Qosqo (Cusco) por intermedio de mi amigo y colega Fernando Moscoso. En sus viajes por nuestra tierra imperial se dio con un robusto ejemplar en un recodo de la carretera a Urubamba.

Los Inkas se empeñaron en adaptarlo a las condiciones de su suelo y de su clima. No lograron tener grandes bosques pero tuvieron ejemplares suficientes para emplear su noble madera en la fabricación de keros, unos vasos con decoración incisa y a veces motivos zoomorfos en los bordes que usaban para brindar con el astro radiante, la madre tierra, el viento y las estrellas.

Mientras en Moquegua le llamaban guarango en el Valle Sagrado recibió el nombre de taqo o thaqo. El ejemplar que nos motiva es viejo, de tronco engrosado por los años, que concita la atención por el verdor de sus hojas y la cantidad de espiguillas de flores amarillas conque se llena dos veces al año.

Nunca se ha calculado cuánto tiempo viven los algarrobos, quizá hasta doscientos años en el norte si antes no los cortan, sin razón, para producir carbón y leña. Los depredadores no pueden entender, que vivos son más útiles y le dan valor a los desiertos norteños. Sobre la corteza del algarrobo de Qosqo han llovido muchos años y no se puede calcular su antigüedad.

Los Prosopis pallida tienen una alta capacidad para vivir en lugares totalmente inhóspitos, se le llama “el milagro del desierto”, “el superárbol de las dunas” y “un regalo de Dios” porque tiende sus raíces muy profundas en busca de aguas subterráneas y no requiere de lluvias para subsistir. 

En su libro “La Crónica del Perú” Pedro Cieza de León nombra la espesura donde distinguió entre otras especies unos bosques de algarrobo y vio una cantidad de aves, -palomas, tórtolas y perdices- y también venados.

El sabio Antonio Raimondi encontró que los Alaek, señores muchik, usaron su madera para sus cetros, magníficamente tallada a pesar de su dureza. También sirvió para las armas de sus guerreros como porras y estólicas; e igualmente para los remos de sus embarcaciones.

En Urubamba, el único algarrobo conocido hasta ahora, se prende al suelo con muchos deseos de continuar viviendo. Fernando Moscoso, quien tomó las fotos que acompañan  este artículo, dice que es un árbol longevo, Su tronco retorcido alcanza hasta 15 metros de altura y 2 metros de diámetro, con largas ramas flexibles, algunas de ellas espinosas. Entre diciembre y marzo es su principal fructificación, pero es muy generoso y vuelve a dar fruto entre junio y julio, aunque en menor cantidad. Nunca se sabrá quién lo llevó y si llegó verle creciendo al borde de la carretera confundido entre otros.

Se encuentra a gusto porque sigue sin problemas su ciclo vegetativo.Sus vainas se llaman algarrobas, miden de 10 a 30 centímetros de largo y tienen una pulpa dulce y espesa. En el norte, sobre todo en Lambayeque y Piura, se prepara con esa melaza la algarrobina que es un gran energizante de muy buen sabor, bueno también para cocteles que son apetecibles.  

El algarrobo recibe ese nombre del árabe al jarrub. En América hay alrededor de cuarenta especies propias. En el Viejo Mundo son cuatro autóctonas de Europa. También se encuentra algunas al norte de Africa y una parte de Asia. Crecen en tierra árida. Su verdor, en los meses de lluvia, es grato a la vista y transforma su paisaje, cobijando una variedad de aves. Entre ellas la famosa pava aliblanca que suele anidar en sus ramas.  

Hay keros o vasos hechos de algarrobo que se pueden ver en el Museo Inka de Cusco (Casa del Almirante), que fueron trabajados por talladores cusqueños. La mayor parte pertenece a la colección Orihuela que fue donada para su conservación y exhibición. Los más antiguos muestran sólo una decoración en bajo relieve. En una colección privada logré fotografiar unos polícromos y hermosamente decorados que pueden ser de las primeras décadas virreinales. Existen  ejemplares que  adoptan la forma de la cabeza de un Inka, posiblemente Pachakuti, y también la figura de un mono. Otros, alternan en su contorno personajes españoles con Inkas, ñust’as, flores, pájaros y jaguares. El viejo algarrobo de Urubamba es un testimonio de un pequeño bosque que se avecindó tal vez en el lugar.

 Foto y texto de Alfonsina Barrionuevo

 

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