EL MILAGRO DE LA TUNA
Hace un tiempo busqué en los mercados
de Huamanga alguien que vendiera tunas. Las había visto prendidas a las enormes
orejotas de la planta y pensé que sería absurdo estar en su tierra y no
saborearlas. Ni allí ni en los pueblos cercanos pude encontrarlas. En la
víspera del vuelo de regreso le pregunté a mi último entrevistado donde se
vendían aquellos jugosos frutos. Me dijo sonriendo que no tenían valor porque
nadie las cultivaba, eran silvestres. Se fue y regresó con una bolsa con las
apetecidas tunas y me apenó no poder comerlas todas. Se debía a que no tenían
valor comercial. Ahora que pueden estar en la mesa va la investigación hecha
sobre su historia.
Helada, con el frío de altura en sus
entrañas, la tuna puede calmar la sed más ardiente. Si pudiera soñar en los
veranos pensaría en una siesta glacial en la refrigeradora, preparándose para
mitigar los calores. Muy conocida de punta a punta en las Américas, desde
Canadá hasta el Estrecho de Magallanes, tiene en el Perú el encanto de un Niño
divino que apareció en un tunal espantando a la sequía.
La tuna, cualesquiera su color, verde
o blanca, roja o morada, amarilla o anaranjada, se hace amar por su entrega
total. Su envoltura con espinas amedrenta a los depredadores, pero ella, que se
recuesta en un lecho de seda y terciopelo, es tierna y dulce.
He visto la historia del nopal
mexicano, casi semejante. Ambas cactáceas detentan un pasado prehispánico y son
Opuntia ficus indica Linneaus y Miller
porque así, esta planta de orejotas verdes fue descrita científicamente en 1753
por Carlos Linneo y atribuida al género Opuntia por Philip Miller en 1768.
En su testa ovalada se albergan un mismo bicho, la cochinilla, “Dactyloplus coccus Costa”. Pero, allá es casi un árbol, un poco flaco y de hojas alargadas. Aquí es menos alta y más gruesa. En México el fruto ostenta veintitrés nominativos. Se llama higo chimbo, choya y tasajillo, entre otros. En el Perú el patronímico es tuna simplemente. La distancia las separa y establece las diferencias.
Los antiguos peruanos la descubrieron
en su habitat principal, entre mar y cielos azules, en los valles interandinos,
sobre suelos arenosos, calcáreos, pedregosos y tierra poco fértil, tomándola
como un alimento al alcance de su mano. El ecologista Antonio Brack Egg calculaba
que fue consumida hace más de 2,000 años.
Ellos no tardaron en darse cuenta de
la propiedad que tenía un vecino cariñoso de la tuna, la cochinilla, que se
recubre con una especie de gasa blanquecina. La apretaron y se mancharon las
manos de carmín. Su tinte rico en color ha sido hallado en textiles tiawanaku, chimu, naska, parakas,
chankay, wari e inka.
Unos trescientos años atrás los tintes
alemanes llegaron a nuestros Andes cruzando dos océanos. Ahora y gracias
al “coccus” le toca al milenario tinte hacer el viaje a
la inversa. El Perú es primer productor en el mundo de carmín y cubre una
demanda que llega al 90%.
En los febreros, meses con paraguas,
Ayacucho, que se gloria de grandes tunales, celebra el Festival de la Tuna y la
Cochinilla. La tuna al natural es agradable. Como fruta, cortada en rodajas, da
un toque de alegría a las ensaladas de verduras o de frutas. También en
mermeladas, jaleas, yugurt, néctares, alcoholes y vinos.
En la farmaceútica se diversifica para la preparación de champúes, cremas, jabones, lociones, mascarillas y cosméticos que brillan en las mejillas y en las sonrisas.
La goma de la penca con barro y paja
sirve para el tarrajeo de las viviendas de adobe y como floculante y
clarificante para las aguas turbias. Las raíces forman una malla para detener
la erosión. Sus tallos sirven al ganado como forraje en las sequías y sus
cenizas son fertilizantes.
En el Virreinato acrecentó su valor un
infante celestial que apareció, según los relatos, en Huanta para jugar con los
niños. Blasito, su nuevo compañerito, les enseñó a respetar a los pájaros y a
los sapos que eran blanco de su puntería.
Un día caluroso los encontró
cabizbajos, sin ánimo. Preguntó el motivo de su desazón y le contaron que el
sol se había llevado a la lluvia y abrasaba los sembríos. El año sería malo y
no tendrían qué comer.
Su amigo entendió el problema y les
dijo que volvería en unos días, que
buscaran sus hondas. Cuando regresó y le preguntaron a quién dispararía
respondió sonriente que sería al cielo. Las piedras iban a ser tres en nombre
del Espíritu Santo.
Ellos pensaron que el sol había enloquecido a Blasito. Pero, la primera piedra abrió una huella en la bóveda celeste, la segunda logró que una nube asomara por el boquete, la tercera permitió que saliera. Ella engordó como un globo y dejó caer a la lluvia. Otras salieron por el mismo forado y la sequía se acabó.
Su amigo dijo que no volvería, que lo
buscaran en la Panpa de San Agustín, en Huamanga. Al acabar la cosecha fueron
con sus padres y se acongojaron cuando
vieron que era un sitio solitario de tunales. Lo buscaron de todas maneras y lo
hallaron en medio de una floración increíble como ceras encendidas, convertido
en un Niño Dios de pasta. En el lugar se edificó una iglesia. La imagen lleva
una honda y tres pedruzcos de plata recordando el milagro.
Nuestra tuna lleva en sus carnes la
fuerza extraída de los Andes. Su base son minerales esenciales, potasio,
selenio, fósforo, cobre y zinc, que la nutren. Los estudiosos destacan su
contenido de proteínas, carbohidratos, calcio y vitaminas antioxidantes que
pueden ayudar a controlar la fiebre, la diabetes, el colesterol malo, el exceso
de triglicéridos, las ulceras estomacales, los problemas del hígado irritado y
constituir un soporte del organismo frente el cáncer.
Desde hace algunos años la tuna sale
de su ostracismo para dar batalla entre los alimentos peruanos. Su corazón es
de oro.
Alfonsina Barrionuevo
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