SUEÑOS DE LIBERTAD
La
primera vez que vi en Puno danzantes con lentes oscuros me pareció que les daban
una nota falsa. Si bien los protegían de la hiriente claridad del altiplano
habría sido mejor que llevaran una máscara. La ocasión no los eximía de cierto mal
gusto en su uso. Se trataba de su asistencia a la fiesta de la famosa Virgen de
la Candela o Candelaria y desdecía de su hermoso traje. Tampoco era aceptable el
empleo de docenas de botones camiseros en los puños y los bordes de las coquetas casacas de las
jóvenes de otro conjunto. Un adorno de mostacillas
hubiera estado mejor. Lo mismo las
sombrillas de papel que un tercer grupo que las batían a la manera de
banderines. La impresión que me causaron fue fugaz y se perdió en el desfile que solía envolver a
la ciudad del lago en un mágico torbellino de colores y música.
Unos años más tarde, conocí la implicancia
histórica que ocultaban los curiosos
detalles de su vestuario, cuando comencé a escribir mi libro ‘Habla Micaela’.
Una pesadilla que transpuso el tiempo para seguir vigente en la ironía de aquellos
detalles que eran fruto de una indeseable imposición ajena a su contexto.
Entre las razones que fundamentaron la
revolución de 1780 estuvo la venta abusiva de mercancías que los corregidores importaban del
Viejo Mundo. Su compra era obligatoria y
nunca se terminaba de pagar, heredándola por generaciones. Primero porque se renovaban, y, segundo, porque
también eran deudores de las viejas y nuevas contribuciones a la Corona de
España; que gravaban hasta las bayetas y jergas que
producían. Sólo el agua y el aire eran libres.
Los indios no sabían qué hacer con las telas de terciopelo
que se ajaban con las labores del campo, con sus medias de seda que se rompían
con el roce áspero de las manos, con sus navajas de afeitar que sólo ellos usaban porque tenían barba, ‘y así con
sus papeles de colores, con sus abanicos, sus cajas de tabaco, sus sortijas que
eran corrientes, sus encajes que no servían para el frío, sus sombrillas que no
aguantaban la lluvia, sus gafas que oscurecían el sol, sus cintas, sus guantes
y sus botones…’
El trabajo de los hombres en las
minas afectaba a sus familias. El irrisorio jornal que les asignaban no llegaba
a sus manos ni hubiera alcanzado para cubrir el tributo que les cobraban en sus
pueblos. La mayoría no volvía a salir de esos los sepulcros de vivos. En las
galerías pasaban semanas sin ver la luz del día. Los derrumbes los aplastaban a
menudo. Si alguno se escapaba lo
cazaban. Si se alzaban, hacían matanzas masivas para escarmiento de los demás.
Las cargas que soportaban sus padres y
otros parientes cercanos eran abrumadoras. Había que pagar por los niños tiernos y por
los viejos, por los inválidos y por los locos, por los vivos y por los muertos.
Los fiscales de puna o sacristanes contaban a los que nacían o morían en las
serranías, para cobrar después derechos de bautismo y de entierro. Un muerto era la peor desgracia que podía
ocurrir. Si la familia era pobre lo dejaban con una mano afuera o ponían a los
difuntos de cabeza para que se vaya más pronto
al infierno. Además de novenarios se pagaban honras en la primera semana
por el oqo aya; a los seis meses por el
fresco aya o sea el cadáver aún blando; al año por el charki aya, que era el
muerto seco. Como es de verse el sueño de libertad alentó a los miles de
habitantes que vivían aterrados, para los cuales ni la muerte era una salvación.
En este Año del Bicentenario de la Declaración de la República las acciones de la pareja líder y sus valientes seguidores son su valioso sustento, la clarinada humana que antecede a las celebraciones, su parte gloriosa. La sentencia de José Antonio Areche es el desesperado intento de acallar sus voces de lucha que están en nuestra historia a pesar de sus esfuerzos.
La represalia se ensañó con ellos
llegando a extremos. El día en que Mata Linares les leyó su sentencia debió haber
hiel en el aire.
A Micaela la acusó de ser cómplice de
José Gabriel; de haberle auxiliado en cuanto pudo, de haber juntado gente para pelear;
de fijar edictos en las puertas de las iglesias; de publicar bandos dando
comisiones, de nombrar curas para administrar los sacramentos; de dar
salvoconductos; de escribir cartas incitando a la rebelión; de querer librar al
Reino de los tantos pechos y cargas. Finalmente, falla condenándola y manda que
salga con una soga de esparto al cuello, atada de pies y manos, con voz de
pregonero que publique sus delitos, llevada en esta forma para que le dieran la
pena del garrote, que le cortaran la lengua y le colgaran después de una horca.
A José Gabriel lo acusó del horrendo crimen de rebelión o alzamiento general ejecutado en todos los territorios de este Virreinato y el de Buenos Aires, con la idea de quererse coronar Señor de ellos, libertador de las que llamó miserias de esta clase de gentes, lo condenó a que sea sacado a la plaza principal, arrastrado hasta el lugar del suplicio, donde en presencia de su mujer, sus dos hijos Hipólito y Fernando Tupaq Amaru, de su cuñado Antonio Bastidas y otros capitanes y auxiliadores; que se le cortara por el verdugo la lengua y después amarrado o atado por cada uno de sus brazos y pies, con cuerdas fuertes y de un modo que cada una de estas se pueda atar o prender con facilidad a otras, que pendan de las cinchas de cuatro caballos, para que puesto de este modo, cada uno tirara a su lado, de forma que quede su cuerpo dividido en otras tantas partes.
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Foto: José Alvarez Blas |
En su libro ‘Tupac Amaru’ Jorge
Cornejo Bouroncle llama a esta carnicería ‘el festín de la barbarie’ con suma indignación. En la madrugada del 18 de
mayo de 1781 el obispo Moscoso pidió a las monjas de Santa Catalina un Cristo
para un acto. La madre superiora le envió una bellísima imagen. Cuando quisieron
devolverla preguntó dónde había estado. Al enterarse que presidió la mesa de las
ejecuciones la rechazó con lágrimas en los ojos. Había sido profanado.
En el futuro cada 28 de julio, debía
prenderse una llama votiva en todas las plazas de las ciudades y pueblos del
Perú. Les debemos nuestra libertad.
Alfonsina
Barrionuevo
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