martes, 13 de julio de 2021

 

SUEÑOS DE LIBERTAD

La primera vez que vi en Puno danzantes con lentes oscuros me pareció que les daban una nota falsa. Si bien los protegían de la hiriente claridad del altiplano habría sido mejor que llevaran una máscara. La ocasión no los eximía de cierto mal gusto en su uso. Se trataba de su asistencia a la fiesta de la famosa Virgen de la Candela o Candelaria y desdecía de su hermoso traje. Tampoco era aceptable el empleo de docenas de botones camiseros en los puños y  los bordes de las coquetas casacas de las jóvenes de otro conjunto. Un adorno de  mostacillas hubiera estado mejor. Lo mismo las sombrillas de papel que un tercer grupo que las batían a la manera de banderines. La impresión que me causaron fue fugaz y se perdió en el desfile que solía envolver a la ciudad del lago en un mágico torbellino de colores y música.

Unos años más tarde, conocí la implicancia histórica que ocultaban los curiosos detalles de su vestuario, cuando comencé a escribir mi libro ‘Habla Micaela’. Una pesadilla que transpuso el tiempo para seguir vigente en la ironía de aquellos detalles que eran fruto de una indeseable imposición ajena a su contexto.

Entre las razones que fundamentaron la revolución de 1780 estuvo la venta abusiva de  mercancías que los corregidores importaban del Viejo Mundo. Su compra era obligatoria y nunca se terminaba de pagar, heredándola por generaciones. Primero porque se renovaban, y, segundo, porque también eran deudores de las viejas y nuevas contribuciones a la Corona de España; que gravaban hasta las bayetas y jergas que producían. Sólo el agua y el aire eran libres.

Los indios no sabían qué hacer con las telas de terciopelo que se ajaban con las labores del campo, con sus medias de seda que se rompían con el roce áspero de las manos, con sus navajas de afeitar que sólo  ellos usaban porque tenían barba, ‘y así con sus papeles de colores, con sus abanicos, sus cajas de tabaco, sus sortijas que eran corrientes, sus encajes que no servían para el frío, sus sombrillas que no aguantaban la lluvia, sus gafas que oscurecían el sol, sus cintas, sus guantes y sus botones…’

El trabajo de los hombres en las minas afectaba a sus familias. El irrisorio jornal que les asignaban no llegaba a sus manos ni hubiera alcanzado para cubrir el tributo que les cobraban en sus pueblos. La mayoría no volvía a salir de esos los sepulcros de vivos. En las galerías pasaban semanas sin ver la luz del día. Los derrumbes los aplastaban a menudo. Si alguno se escapaba lo cazaban. Si se alzaban, hacían matanzas masivas para escarmiento de los demás.

Las cargas que soportaban sus padres y otros parientes cercanos eran abrumadoras. Había que pagar por los niños tiernos y por los viejos, por los inválidos y por los locos, por los vivos y por los muertos. Los fiscales de puna o sacristanes contaban a los que nacían o morían en las serranías, para cobrar después derechos de bautismo y de entierro. Un muerto era la peor desgracia que podía ocurrir. Si la familia era pobre lo dejaban con una mano afuera o ponían a los difuntos de cabeza para que se vaya más pronto  al infierno. Además de novenarios se pagaban honras en la primera semana por el oqo aya; a los seis meses por el fresco aya o sea el cadáver aún blando; al año por el charki aya, que era el muerto seco. Como es de verse el sueño de libertad alentó a los miles de habitantes que vivían aterrados, para los cuales ni la muerte era una salvación.


En este Año del Bicentenario de la Declaración de la República las acciones de la pareja líder y sus valientes seguidores son su valioso sustento, la clarinada humana que antecede a las celebraciones, su parte gloriosa. La sentencia de José Antonio Areche es el desesperado intento de acallar sus voces de lucha que están en nuestra historia a pesar de sus esfuerzos.

La represalia se ensañó con ellos llegando a extremos. El día en que Mata Linares les leyó su sentencia debió haber hiel en el aire.

A Micaela la acusó de ser cómplice de José Gabriel; de haberle auxiliado en cuanto pudo, de haber juntado gente para pelear; de fijar edictos en las puertas de las iglesias; de publicar bandos dando comisiones, de nombrar curas para administrar los sacramentos; de dar salvoconductos; de escribir cartas incitando a la rebelión; de querer librar al Reino de los tantos pechos y cargas. Finalmente, falla condenándola y manda que salga con una soga de esparto al cuello, atada de pies y manos, con voz de pregonero que publique sus  delitos, llevada en esta forma para que le dieran la pena del garrote, que le cortaran la lengua y le colgaran después de una horca.

A José Gabriel lo acusó del horrendo crimen de rebelión o alzamiento general ejecutado en todos los territorios de este Virreinato y el de Buenos Aires, con la idea de quererse coronar Señor de ellos, libertador de las que llamó miserias de esta clase de gentes, lo condenó a que sea sacado a la plaza principal, arrastrado hasta el lugar del suplicio, donde en presencia de su mujer, sus dos hijos Hipólito y Fernando Tupaq Amaru, de su cuñado Antonio Bastidas y otros capitanes y auxiliadores; que se le cortara por el verdugo la lengua y después amarrado o atado por cada uno de sus brazos y pies, con cuerdas fuertes y de un modo que cada una de estas se pueda atar o prender con facilidad a otras, que pendan de las cinchas de cuatro caballos, para que puesto de este modo, cada uno tirara a su lado, de forma que quede su cuerpo dividido en otras tantas partes.

Foto: José Alvarez Blas
Areche no dejó siquiera que reposaran juntos y ordenó que se enviaran  sus cabezas, brazos y piernas, a Tinta, Tungasuca, Urcos, Quiquijana, Sangarara, Surimana, Coporaque, Pillpinto, Acos. San Sebastián, Carabaya y Santa Rosa. Las partes que quedaran arderían en una hoguera en Piqchu siendo sus cenizas arrojadas a los cuatro vientos.

En su libro ‘Tupac Amaru’ Jorge Cornejo Bouroncle llama a esta carnicería ‘el festín de la barbarie’ con suma indignación. En la madrugada del 18 de mayo de 1781 el obispo Moscoso pidió a las monjas de Santa Catalina un Cristo para un acto. La madre superiora le envió una bellísima imagen. Cuando quisieron devolverla preguntó dónde había estado. Al enterarse que presidió la mesa de las ejecuciones la rechazó con lágrimas en los ojos. Había sido profanado.

En el futuro cada 28 de julio, debía prenderse una llama votiva en todas las plazas de las ciudades y pueblos del Perú. Les debemos nuestra libertad.  

Alfonsina Barrionuevo

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