domingo, 13 de junio de 2021

HUARO Y MI RAÍZ


Mi relación con el distrito de Huaro es entrañable y viene de Sausipata, el antiguo solar de mi familia paterna en el cual aprendí a amar lo nuestro. Las circunstancias determinaron que mi padre al verme muy delgada y falta de vitalidad  me llevara a la casa donde aún vivía su madre, mi abuela, doña Elisa y su hermana, doña Mercedes. Los sanos aires del campo me ayudarían a tomar vigor para que continuara mis estudios.

De día Huaro era un pueblo encantador, asentado en las faldas de una vieja waka, con un puñado de casas blancas de aleros rojos, alrededor de una plaza alfombrada de verde donde caían en otoño los pavitos, flores encapsuladas de los pisonai. De noche habitado por los duendes de Nicolasa Pesque, el féretro en el que se llevaba a los difuntos pobres al campo santo, que a media noche caminaba a tumbos y anunciaba con su presencia quien habría de morir. El fraile sin cabeza que bajaba de las alturas arrojando polvos letales a los transeúntes.

La iglesia de San Juan Bautista en Huaro está pintada con los murales del Juicio Final de Tadeo Escalante. Entrando a la izquierda los elegidos suben al cielo con una palma, aunque desnudos y pensé entonces que arriba les darían ropa.  A la derecha está el Infierno poblado por un batallón de diablos rojos, ellos persiguen a los malos, los pinchan con sus trinches, les hacen dar vuelta en ruedas de tormento, los cuelgan de unas perchas, o los meten en enormes peroles de agua hirviendo, y ahí están increíblemente hasta curas y obispos.  Arriba de una arquería el Lanlako, un hombrecillo de tres cabezas que cuida las puertas del paraíso impidiendo que nadie se filtre del otro lado.  En el interior aparece la muerte cuando fue madrina. Una madrugada un hombre desesperado buscó a un transeúnte para bautizar a su hijo y se encontró con la muerte.  Ella aceptó ser la madrina, salvó al niño y le dio un regalo.  Llegando a ser mayor sería médico y curaría a todos sus pacientes salvo si la veía sentada a la cabecera del paciente.  Por eso en la pintura la muerte tiene corazón donde está sentado un niño.  

 


En el mes de mayo rezábamos con mis primos el Santo Rosario a las seis de la tarde.  Todos de rodillas, cuando alguien se dormía, el carrizo de la abuela Elisa le caía en la cabeza.  Me encargué de contarle a mi padre que eran tantas las Ave Marías que nos daban sueño.  Al escucharme se sonrió y dijo que su abuela en ese hermoso mes le hacía rezar con sus hermanos la Corona Seráfica de cinco rosarios. Huelgan los comentarios.

Las estalactitas de hollín creaban un ambiente de irrealidad en la cocina de  Dionisia, nuestra chef, abrigada por el fogón donde ardían los leños. Me acurrucaba entre los pellejos de sus poyos huyendo del frío. Según la estación había en los mediodías una fuente humeante de choclos tiernos o de mote con queso. En tiempo de cosecha los choqllopoqcochi, unos pajaritos negros de canto dulce picoteaban las mazorcas de maíz.  En la Universidad de San Antonio Abad descubrieron que las avecitas volaban al Qosqo desde el Brasil en esa época   para refocilar sus estómagos en nuestros campos. Las cogieron y una de ellas llevaba en la patita el anillo delator con fecha y procedencia. 

 

En el desván del segundo piso estaba mi cama, tendida en suelo con la cabecera rodeada de estampitas de vírgenes y santos, entre canastas viejas, costalillos, cajas de zapatos, baúles de cuero, una jaula sin portezuela y  otros.  En el fondo dominaba el espacio una incubadora que al principio miré con indiferencia. 

Pero guardaba en el sitio de los pollitos revistas Leoplán y libros novelados de príncipes árabes y cuentos. Cuando lo supe el cabito de vela que me daba mi tía Mercedes cada noche se tornaron cómplices de mis lecturas.


Al atardecer volaba por la escalera de piedra para aprovechar su luz. Me sentía feliz, hasta que un día me preguntaron por qué llevaba una crucecita de madera colgando del  cuello con una pita.  Respondí que me protegía del ‘condenado’. Su observación me aterró, si el condenado quería  que fuera su cena cortaría la cuerda, me comería y dejaría junto a la cruz mis huesos mondos y lirondos.  Al día siguiente cuando llegó mi padre le rogué con desesperación que me llevara al Qosqo, no quería quedarme ni un minuto más. Habló con su hermana y salieron juntos. Tuve miedo cerval de que se hubiera disgustado. Pero se fue a una comunidad campesina y al cabo de varias horas regresó con Justina.  Una niña de mi edad más o menos. Ella estaría a mi lado. En los días siguientes le expuse mis inquietudes sobre el ambiente  sobrenatural de Huaro. El infierno  en el mundo de abajo, en el cual unos   diablos de trajes rojos, cuernos, cola y trinches, esperaban a los pecadores para atormentarlos. Ante la historia de espanto me miró con los ojos muy abiertos. Abajo, dijo con énfasis, no había tal infierno. Estaba el Ukhu pacha, el mundo donde hallaban las pequeñas illas, madres poderosas de los animales que vivían en la tierra.  En los cerros no había frailes sin cabeza, allí habitaban los Apus, quienes protegían a los cultivos y su gente. En cambio me habló de la ruidosa Ch’akwaytapara , la lluvia que hace bulla al caer; de Wayra, el viento mayor, que corre sin ropa haciendo volar las ramas de los árboles, y me llevó a la playa del río para que viera como torneaban sus ollitas los Mankap’aki, vientos diminutos del tamaño de un dedo meñique.  A maravillosos  que fui encontrando sí Justina me introdujo en el maravilloso mundo andino del Perú, que luego fui descubriendo desde las orillas del mar a las nieves eternas y luego a la omagua. Sus habitantes no revelan sus secretos. Cuando entrevisté a unos estudiantes de Carabaya, Puno, que recibieron en premio un viaje a Lima para conocer el mar. Les pregunté sobre el fabuloso sakako y dijeron no saber qué era. Me referí a Luli, a K’aqya, ‘el del labio torcido’, el trueno. Sus rostros  relumbraron. ‘¡Claro que sí! En noches azotadas por los rayos  el sakako, un enorme sapo con cara de varón feo corta el paso.

En ‘Habla Micaela’  se siente el ardor de la batalla y el coraje de los hijos de Quispicanchi y de otras provincias y regiones de todo el Perú que no se rindieron. Ellos continúan de pie ante los siglos.

Alfonsina Barrionuevo


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