HUARO Y MI
Mi
relación con el distrito de Huaro es entrañable y viene de Sausipata, el
antiguo solar de mi familia paterna en el cual aprendí a amar lo nuestro. Las
circunstancias determinaron que mi padre al verme muy delgada y falta de
vitalidad me llevara a la casa donde aún
vivía su madre, mi abuela, doña Elisa y su hermana, doña Mercedes. Los sanos aires
del campo me ayudarían a tomar vigor para que continuara mis estudios.
De
día Huaro era un pueblo encantador, asentado en las faldas de una vieja waka,
con un puñado de casas blancas de aleros rojos, alrededor de una plaza
alfombrada de verde donde caían en otoño los pavitos, flores encapsuladas de
los pisonai. De noche habitado por los duendes de Nicolasa Pesque, el féretro
en el que se llevaba a los difuntos pobres al campo santo, que a media noche
caminaba a tumbos y anunciaba con su presencia quien habría de morir. El fraile
sin cabeza que bajaba de las alturas arrojando polvos letales a los
transeúntes.
La iglesia
de San Juan Bautista en Huaro está pintada con los murales del Juicio Final de
Tadeo Escalante. Entrando a la izquierda los elegidos suben al cielo con una
palma, aunque desnudos y pensé entonces que arriba les darían ropa. A la
derecha está el Infierno poblado por un batallón de diablos rojos, ellos
persiguen a los malos, los pinchan con sus trinches, les hacen dar vuelta en
ruedas de tormento, los cuelgan de unas perchas, o los meten en enormes peroles
de agua hirviendo, y ahí están increíblemente hasta curas y obispos.
Arriba de una arquería el Lanlako, un hombrecillo de tres cabezas que cuida las
puertas del paraíso impidiendo que nadie se filtre del otro lado. En el
interior aparece la muerte cuando fue madrina. Una madrugada un hombre desesperado
buscó a un transeúnte para bautizar a su hijo y se encontró con la
muerte. Ella aceptó ser la madrina, salvó al niño y le dio un
regalo. Llegando a ser mayor sería médico y curaría a todos sus pacientes
salvo si la veía sentada a la cabecera del paciente. Por eso en la
pintura la muerte tiene corazón donde está sentado un niño.
En el mes de mayo rezábamos con mis primos el Santo Rosario a las seis de la tarde. Todos de rodillas, cuando alguien se dormía, el carrizo de la abuela Elisa le caía en la cabeza. Me encargué de contarle a mi padre que eran tantas las Ave Marías que nos daban sueño. Al escucharme se sonrió y dijo que su abuela en ese hermoso mes le hacía rezar con sus hermanos la Corona Seráfica de cinco rosarios. Huelgan los comentarios.
Las
estalactitas de hollín creaban un ambiente de irrealidad en la cocina de Dionisia, nuestra chef, abrigada por el fogón
donde ardían los leños. Me acurrucaba entre los pellejos de sus poyos huyendo
del frío. Según la estación había en los mediodías una fuente humeante de
choclos tiernos o de mote con queso. En tiempo de cosecha los choqllopoqcochi,
unos pajaritos negros de canto dulce picoteaban las mazorcas de maíz. En
la Universidad de San Antonio Abad descubrieron que las avecitas volaban al
Qosqo desde el Brasil en esa época para
refocilar sus estómagos en nuestros campos. Las cogieron y una de ellas llevaba
en la patita el anillo delator con fecha y procedencia.
En
el desván del segundo piso estaba mi cama, tendida en suelo con la cabecera
rodeada de estampitas de vírgenes y santos, entre canastas viejas, costalillos,
cajas de zapatos, baúles de cuero, una jaula sin portezuela y otros. En el fondo dominaba el espacio una
incubadora que al principio miré con indiferencia.
Pero
guardaba en el sitio de los pollitos revistas Leoplán y libros novelados de príncipes
árabes y cuentos. Cuando lo supe el cabito de vela que me daba mi tía Mercedes cada
noche se tornaron cómplices de mis lecturas.
Al atardecer volaba por la escalera de piedra para aprovechar su luz. Me sentía feliz, hasta que un día me preguntaron por qué llevaba una crucecita de madera colgando del cuello con una pita. Respondí que me protegía del ‘condenado’. Su observación me aterró, si el condenado quería que fuera su cena cortaría la cuerda, me comería y dejaría junto a la cruz mis huesos mondos y lirondos. Al día siguiente cuando llegó mi padre le rogué con desesperación que me llevara al Qosqo, no quería quedarme ni un minuto más. Habló con su hermana y salieron juntos. Tuve miedo cerval de que se hubiera disgustado. Pero se fue a una comunidad campesina y al cabo de varias horas regresó con Justina. Una niña de mi edad más o menos. Ella estaría a mi lado. En los días siguientes le expuse mis inquietudes sobre el ambiente sobrenatural de Huaro. El infierno en el mundo de abajo, en el cual unos diablos de trajes rojos, cuernos, cola y trinches, esperaban a los pecadores para atormentarlos. Ante la historia de espanto me miró con los ojos muy abiertos. Abajo, dijo con énfasis, no había tal infierno. Estaba el Ukhu pacha, el mundo donde hallaban las pequeñas illas, madres poderosas de los animales que vivían en la tierra. En los cerros no había frailes sin cabeza, allí habitaban los Apus, quienes protegían a los cultivos y su gente. En cambio me habló de la ruidosa Ch’akwaytapara , la lluvia que hace bulla al caer; de Wayra, el viento mayor, que corre sin ropa haciendo volar las ramas de los árboles, y me llevó a la playa del río para que viera como torneaban sus ollitas los Mankap’aki, vientos diminutos del tamaño de un dedo meñique. A maravillosos que fui encontrando sí Justina me introdujo en el maravilloso mundo andino del Perú, que luego fui descubriendo desde las orillas del mar a las nieves eternas y luego a la omagua. Sus habitantes no revelan sus secretos. Cuando entrevisté a unos estudiantes de Carabaya, Puno, que recibieron en premio un viaje a Lima para conocer el mar. Les pregunté sobre el fabuloso sakako y dijeron no saber qué era. Me referí a Luli, a K’aqya, ‘el del labio torcido’, el trueno. Sus rostros relumbraron. ‘¡Claro que sí! En noches azotadas por los rayos el sakako, un enorme sapo con cara de varón feo corta el paso.
En
‘Habla Micaela’ se siente el ardor de la
batalla y el coraje de los hijos de Quispicanchi y de otras provincias y regiones
de todo el Perú que no se rindieron. Ellos continúan de pie ante los siglos.
Alfonsina
Barrionuevo
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