A ciento doce años de su nacimiento un
justo homenaje al doctor Arturo Jiménez Borja, apasionado historiador del Perú.
Los museos de sitio de Phuruchuku y Wallamarka fueron un ejemplo de lo que se puede
hacer para devolverles nueva vida con una museografía extraordinaria. En el
primero el señor recibía con majestad a los visitantes, en el segundo la bella sacerdotisa
de manos alargadas y finas mostraba la caja de maquillaje que realzó su rostro y su cuerpo. La colección
de máscaras y trajes prehispánicos del maestro fue famosa. Aquí unas líneas.
Alfonsina
Barrionuevo
LAS
MÁSCARAS DE ARTURO
Al
declarar con orgullo que era nieto del último kuraka Ara de Tacna Arturo Jiménez
Borja se quitó una máscara. Ser nieto de antepasados prehispánicos es un lujo.
Sobre el terno negro y la elegante corbata el kuraka puso una sonrisa de
triunfo. La gente admiró con cariño el gesto del catedrático emérito. Le
encantó el brillo de sus ojos sobre el cobre de su rostro. Máscara viva
presentando un bellísimo libro de su autoría: ”Máscaras Peruanas”.
El
amauta aprendió a usar su primera máscara cuando su madre le puso un dedo sobre
los labios antes de que fuera al colegio. No debía cantar el himno chileno y el
niño ponía sobre su carita una máscara de silencio. Hasta que Tacna lo envió
fuera para librarlo de la tristeza del cautiverio. El amor por el Perú
profundo, que hoy se pone máscara de rap, de surf, de rock, lo internó por los
caminos del Ande.
Nunca
fueron más auténticos sus encuentros con un arco iris que hervía en las pailas
y se derramaba sobre los seres humanos. En sus fiestas el pequeño Arturo se
convertía en awki. La máscara sin curtir o de pellejo, con luengas cabellos de
crin sobre la piel sonrosada, se ajustaba a su rostro. Era de pronto un
respetable espíritu de los cerros. Un apu, hasta una nueva metamorfosis.
Aparecían
los diablos de la Candelaria y se metía debajo del yeso avernal, con cuernos,
batracios y reptiles. Un viento de música lo llevaba de los socavones a las
panpas o lo hacía viajar en una máquina de tiempo a las máscaras de lata de
Lucifer que copiaban los dibujantes del obispo Martínez de Compañón y Bujanda.
El niño intercalaba la ternura que inspiran los diablos de Cajabamba, de faldas
de encajes y ramitos de flores en las manos enguantadas, que se mueven como
ingenuos angelotes.
Cuando
quería se deslizaba a la prehistoria para bailar después de una cacería con una
máscara zoomorfa en las pinturas rupestres de Toquepala o de Sumbay. Puedo
afirmar que estuvo al lado del artista que cincelaba la máscara de oro que
llevó el señor de Sipán para deslumbrar a la muerte. En su reino, el envés del mundo de los vivos él sabía que las
máscaras contribuían a realzar su grandeza.
No trajo ninguna a su colección para evitar
que nadie quedara huérfano de la majestad de la máscara.
Verle
a caza de los parlampanes, truhanes o
pícaros, fue una delicia. Ña María no puso en sus manos su máscara porque era
de papel y descubrió que sus desmayos y sofocos en cada esquina eran pura farsa
para hacer reír. Consiguió la de un truhán, calabaza cubierta con tela blanca
pintada después de convencerle que saltaría la puerta de Cronos y se la puso.
En Corpus Christi, San Juan Bautista y Carnavales estuvo hasta que la danza se
suprimió por irreverente.

Danzas
de imitación como el “okay”, copiado de los “yunaites”, los “blue jeans” y
“american life”, no fue para su gusto. Le encantó el lucimiento de la
chonguinada que imita los movimientos
donosos de las cuadrillas europeas. Una demostración de que los wank’as podían
bailar con elegancia, convirtiendo las calles en salones. Con máscaras de
largas pestañas y ojos azules -las mujeres que eran hombres, pues, no las
dejaron bailar hasta la segunda mitad
del siglo-, y barbas en perillas
que eran pintadas graciosamente sobre malla en Alemania para estos bailarines
de los Andes Centrales.
Se
colocó la máscara de maguey con la epidermis sonrosada y el cabello con hebras
doradas de Carlomagno para presidir sin pestañear el trono de los doce Pares de
Francia y también, como Papa en el singular Cerco de Roma. Extrañísimos autos
sacramentales que fueron traídos sin duda por doctrineros galos e italianos,
generando una serie de personajes con máscaras o sin ellas - Untiveros,
Fierabrás, Floripes y otros-. Su objetivo se perdió en la sierra limeña. No se
representan para el Santísimo sino para pedir a la madre naturaleza que mande
la lluvia para fertilizar los surcos.
En
la wakonada de Mito tiró del año con una sonrisa muda en la dura madera, para
juzgar mitad en serio, mitad en broma, la mala gestión de las autoridades o los
defectos de las personas principales. Dio una media vuelta por Sapallanga y se
convirtió en el inocente chutito con facciones de suave badanas que encontró a
la Virgen lavando los pañales de su Niño. En Angasmarka tomó la forma del
gavilán con máscara de tela encolada y policromada, agitando alas como en las
danzas prehispánicas.
Es
imposible contar cuántas veces el nieto del kuraka Ara se ocultó debajo de
máscaras negras. Las encontró de arriba a abajo, de Perú del nivel del mar a
las nieves eternas contrastando siempre su maga epidermis de carbón brillante
con su cobre de señor andino. Negrería que nunca fue más libre que detrás de
las máscaras con sus facciones adaptadas a trajes vistosos de sedas y
terciopelos cuajados de perlas y pedrerías.
Queda
la valiosa colección de Arturo Jiménez Borja como un testimonio de maravillas
de lo que somos y tenemos!
Alfonsina
Barrionuevo
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