domingo, 15 de marzo de 2020


A ciento doce años de su nacimiento un justo homenaje al doctor Arturo Jiménez Borja, apasionado historiador del Perú. Los museos de sitio de Phuruchuku y Wallamarka fueron un ejemplo de lo que se puede hacer para devolverles nueva vida con una museografía extraordinaria. En el primero el señor recibía con majestad a los visitantes, en el segundo la bella sacerdotisa de manos alargadas y finas mostraba la caja de maquillaje  que realzó su rostro y su cuerpo. La colección de máscaras y trajes prehispánicos del maestro fue famosa. Aquí unas líneas.

Alfonsina Barrionuevo



LAS MÁSCARAS DE ARTURO
Al declarar con orgullo que era nieto del último kuraka Ara de Tacna Arturo Jiménez Borja se quitó una máscara. Ser nieto de antepasados prehispánicos es un lujo. Sobre el terno negro y la elegante corbata el kuraka puso una sonrisa de triunfo. La gente admiró con cariño el gesto del catedrático emérito. Le encantó el brillo de sus ojos sobre el cobre de su rostro. Máscara viva presentando un bellísimo libro de su autoría: ”Máscaras Peruanas”.
El amauta aprendió a usar su primera máscara cuando su madre le puso un dedo sobre los labios antes de que fuera al colegio. No debía cantar el himno chileno y el niño ponía sobre su carita una máscara de silencio. Hasta que Tacna lo envió fuera para librarlo de la tristeza del cautiverio. El amor por el Perú profundo, que hoy se pone máscara de rap, de surf, de rock, lo internó por los caminos del Ande.

Nunca fueron más auténticos sus encuentros con un arco iris que hervía en las pailas y se derramaba sobre los seres humanos. En sus fiestas el pequeño Arturo se convertía en awki. La máscara sin curtir o de pellejo, con luengas cabellos de crin sobre la piel sonrosada, se ajustaba a su rostro. Era de pronto un respetable espíritu de los cerros. Un apu, hasta una nueva metamorfosis.

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Aparecían los diablos de la Candelaria y se metía debajo del yeso avernal, con cuernos, batracios y reptiles. Un viento de música lo llevaba de los socavones a las panpas o lo hacía viajar en una máquina de tiempo a las máscaras de lata de Lucifer que copiaban los dibujantes del obispo Martínez de Compañón y Bujanda. El niño intercalaba la ternura que inspiran los diablos de Cajabamba, de faldas de encajes y ramitos de flores en las manos enguantadas, que se mueven como ingenuos angelotes.
Cuando quería se deslizaba a la prehistoria para bailar después de una cacería con una máscara zoomorfa en las pinturas rupestres de Toquepala o de Sumbay. Puedo afirmar que estuvo al lado del artista que cincelaba la máscara de oro que llevó el señor de Sipán para deslumbrar a la muerte. En su reino, el envés del mundo de los vivos él sabía que las máscaras contribuían a realzar su grandeza.
No trajo ninguna a su colección para evitar que nadie quedara huérfano de la majestad de la máscara.
Verle  a caza de los parlampanes, truhanes o pícaros, fue una delicia. Ña María no puso en sus manos su máscara porque era de papel y descubrió que sus desmayos y sofocos en cada esquina eran pura farsa para hacer reír. Consiguió la de un truhán, calabaza cubierta con tela blanca pintada después de convencerle que saltaría la puerta de Cronos y se la puso. En Corpus Christi, San Juan Bautista y Carnavales estuvo hasta que la danza se suprimió por irreverente.

Resultado de imagen para coleccion de máscaras de arturo jimenez borjaEn Paucartambo se perdió en los talleres encantados de don Isaac Portugal y Santiago Rojas para salir con una jaba de máscaras arrebatadas a los  conjuntos de majeños, awka chilenos, saqras, k’achanpas, sijllas, qhapaq negro, waka waka, chuqchus, qollas y ch’unchos. Luego arranco con su tesoro de prisa a Lima por el puente de piedra de Carlos III, seguido por las músicas de ofrenda de la Mamacha Carmen que es una niña linda que rescataron hace siglos del río Amaru Mayo.

Danzas de imitación como el “okay”, copiado de los “yunaites”, los “blue jeans” y “american life”, no fue para su gusto. Le encantó el lucimiento de la chonguinada  que imita los movimientos donosos de las cuadrillas europeas. Una demostración de que los wank’as podían bailar con elegancia, convirtiendo las calles en salones. Con máscaras de largas pestañas y ojos azules -las mujeres que eran hombres, pues, no las dejaron bailar hasta la segunda mitad  del siglo-, y  barbas en perillas que eran pintadas graciosamente sobre malla en Alemania para estos bailarines de los Andes Centrales.
Se colocó la máscara de maguey con la epidermis sonrosada y el cabello con hebras doradas de Carlomagno para presidir sin pestañear el trono de los doce Pares de Francia y también, como Papa en el singular Cerco de Roma. Extrañísimos autos sacramentales que fueron traídos sin duda por doctrineros galos e italianos, generando una serie de personajes con máscaras o sin ellas - Untiveros, Fierabrás, Floripes y otros-. Su objetivo se perdió en la sierra limeña. No se representan para el Santísimo sino para pedir a la madre naturaleza que mande la lluvia para fertilizar los surcos.
En la wakonada de Mito tiró del año con una sonrisa muda en la dura madera, para juzgar mitad en serio, mitad en broma, la mala gestión de las autoridades o los defectos de las personas principales. Dio una media vuelta por Sapallanga y se convirtió en el inocente chutito con facciones de suave badanas que encontró a la Virgen lavando los pañales de su Niño. En Angasmarka tomó la forma del gavilán con máscara de tela encolada y policromada, agitando alas como en las danzas prehispánicas.
Es imposible contar cuántas veces el nieto del kuraka Ara se ocultó debajo de máscaras negras. Las encontró de arriba a abajo, de Perú del nivel del mar a las nieves eternas contrastando siempre su maga epidermis de carbón brillante con su cobre de señor andino. Negrería que nunca fue más libre que detrás de las máscaras con sus facciones adaptadas a trajes vistosos de sedas y terciopelos cuajados de perlas y pedrerías.

Queda la valiosa colección de Arturo Jiménez Borja como un testimonio de maravillas de lo que somos y tenemos!

Alfonsina Barrionuevo

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