EL SEÑOR
DE VILAYO
Los sachapuyas, “antiguos hombres” de
la foresta, se modernizan en nuestro siglo y están poniendo en valor a Kuelap, grandioso
testimonio de su vida. Sus momias
revelan que eran de piel muy clara y de gran estatura. Una de ellas mide un
metro noventa. Sus armas demuestran que eran de espíritu belicoso. Una historia
que recogí en el sitio le otorga un aura de romance. El hijo del kuraka del
gran Vilayo, quien se enamoró de la hija del señor de Kuelap, no pudo realizar
una hazaña. Hacer volar por los aires su lanza hasta sus dominios cruzando una
abra interminable. Amor o muerte fue el precio de su audacia y se desató una
guerra feroz.
Los Inkas lograron doblegar su orgullo
por poco tiempo. Llegaron los españoles y ellos, en franca rebelión, los
apoyaron. Los chacha o sacha, “hijos de los árboles”, podían aparecer o
desaparecer entre sus frondas. Conocían las propiedades de ciertas plantas y
alguna daba brillo a sus cabellos adornados con vinchas de plumas. Usaban
camisas de algodón en verano y entretejidas con fibra de camélidos en invierno,
mientras las mujeres prendían sus mantas con tupus o tipkis. Caminaban sin
dejarse sentir por la finura de sus sandalias.
Su cerámica fue sencilla como sus
vasos de madera, pero inventaron cucharas y cucharitas mucho antes que los
europeos. En los tiempos de paz gozaban de la música. Fueron expertos tañedores
de antaras, qenas de hueso, okarinas y silbatos de barro. Manejaban los khipus
con soltura y podían anotar unidades, decenas, centenas y millares, según me
dijo Sonia Guillén, arqueóloga y antropóloga forense que me invitó a visitar el
museo de sitio que logró abrir en Luya, Leymebamba, para exhibir estas piezas en
ambientes iluminados solo por luz natural. Ella me dijo que los antiguos
amazonenses habrían trabajado con tres tipos de nudos. Los simétricos, sugirieron
los estudiosos, podían ser un puro registro numérico, mientras que otros con
variantes llevarían un tipo de mensajes.
Aún no se ha investigado cuanto queda
de su existencia en la tradición oral.
Por lo que se ha hallado en sus tumbas,
cerca de la extraña laguna de los Cóndores donde el tiempo guardó sus secretos,
se advierte que practicaban las artes de la caza y sabían tratar los cueros
hasta dejarlos lisos para decorar los
bordes de sus bolsos; dispusieron también de instrumentos para tejer su
vestimenta y sus tallas con figuras humanas y de animales fueron originales.
Les echaban agua por la parte superior de la cabeza y salían por los genitales,
dándoles posiblemente usos rituales.
La cultura chacha abarcó un extenso
territorio. Su gente vestía con ropas pintadas y los hombres se rapaban la
cabeza como los shipibos en su época de juventud hasta que formaban familia.
Sus viviendas cónicas son singulares y tienen un sobrepiso para protegerse en
tiempo de lluvias. En Luya todavía hay ese tipo de construcción al lado de
casas actuales que son más cómodas pero han perdido su belleza y su misterio.
El viaje hasta Chachapoyas es tedioso
y largo. Hay tres rutas terrestres. Puede ser por Trujillo, Chiclayo o
Cajamarca que ofrece hermosos paisajes. La primera que yo hice en ómnibus,
partiendo desde Lima, fue de 28 horas desesperantes. Ahora que el monumental
grupo arqueológico Kuelap se ha convertido en un polo de atracción indiscutible
es de esperar que sus carreteras mejoren. El viaje puede ser mixto, avión y
bus; o simplemente por aire.
La capital de Amazonas, que se ha
recuperado de un terremoto destructor en el siglo pasado, recibe cordialmente a
los visitantes. En la selva alta o rupa
rusu la gastronomía incluye novedades que sorprenden a los comensales. Su
iglesia es moderna porque la anterior fue destruida por el movimiento telúrico,
pero conserva antiguas casonas y hoteles con orquidearios de asombrosa belleza.
Los artesanos son ingeniosos y con diversos materiales ponen a disposición de
los viajeros un abanico de piezas artísticas y utilitarias.
El teleférico a Kuelap que permite gozar
de las primicias del paisaje cómodamente y sin sobresaltos ahorra las dos horas
de viaje que yo hice y se sigue haciendo por tierra.
La ciudad fortificada me impresionó desde
lejos. No solo por sus muros elevadísimos sino por el ingenio usado para
defenderla. La entrada por un pasaje angosto de embudo deja pasar apenas a un
hombre. Al terminar le bastaba a un guerrero decapitar al intruso. La única
forma de rendirla hubiera sido impidiendo la salida a sus habitantes pero no era
posible con decenas de flecheros en la parte de arriba.
Ya adentro llaman la atención sus
viviendas circulares con doble piso para posibles inundaciones. La arquitectura
del ‘tintero’, una especie de pirámide invertida, es un alarde de maestría sin
que se conozca su función. Los árboles que han invadido sus recintos no han podido
ser erradicados en su totalidad. Han quedado muchos con flores y ramas de
colores que han profundizado sus raíces en los andenes contribuyen a
protegerlos del agua que baja del cielo. En ascenso rodean un espacio sagrado
donde está una wanka o roca que sería la madre piedra del conjunto.
Alfonsina Barrionuevo
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