KUKULI Y SUS SUEÑOS DE COLORES
En
1996 Kukuli fue invitada a una reunión en Larapa. Las Pachamamas de Waqaypata
Qosqo y de Calca Lares Y los Apus Panpawayllu, Sokllaqasa y Phutukusi
serían convocados por el altomisayuq Mario Cama. Una interesante oportunidad
para conocer el mundo mágico del Ande.
Normalmente la gente va para pedirles su ayuda
espiritual y también la curación de algunas dolencias. Para mí fue entrar en
una dimensión espectacular. Los “papitos y mamitas” como también los llaman
hablan a través de las cuerdas vocales del altomisayuq.
Aquella fue la primera de una serie de sesiones que
publiqué después en mi libro “Hablando con los Apus” que es muy solicitado. Para
Kukuli fue muy simpático oírles decir que no tenían imagen porque eran solo
fuerzas de energía. Regresó a Nueva York e intentó hacer una imagen de Panpawayllu.
Al terminarla me llamó entusiasmada. Iba a quemar el barro, pero se quebró en
varios pedazos. En una siguiente sesión les pregunté qué había pasado. Me
dijeron que no tenía permiso. Se los pedí, me lo dieron e hizo una segunda
pieza. Salió muy bien. Han pasado veintidós años. Vi a Mario Cama una vez más y
después falleció. Espero una nueva sesión con su hijo José en cualquier
momento. Me gustaría que me siguieran hablando sobre Qosqo y Perú.
PRIMER VIAJE A LA MARAVILLA
El
día en que viajé por primera vez a Machupiqchu
me tocó beber el sol de madrugada,
tal como hacían los sacerdotes inkas en la Plaza Mayor de Qosqo. Al respirar
pude ver mi aliento congelándose en el aire mientras el frío traspasaba mis
huesos penetrando hasta los tuétanos.
El
tren iba a salir a las siete en punto,
pero antes solía hacer sus ejercicios de rutina moviéndose ruidosamente
en el patio de la antigua Estación de San Pedro. Admiré las
nubes de vapor que envolvían sus
ruedas. Densas a tal punto que parecía que lo iban a levantar en peso.
Cuando
nos instalamos salió rápidamente, resoplando con fatigas de altura, y comenzó a
trepar el cerro de Piqchu en zigzag, anunciando en cada esquina su salida con
un largo pitazo de advertencia, como las teteras de las bodegas de la Cuesta de
San Blas, cuando avisaban que el agua estaba hirviendo para servir el té
piteado. Es decir un té “bautizado “con un chorrito de pisco puro para calentar
a los parroquianos.
Por
esos pitazos los cusqueños llamaban al tren, “la teterita de Latorre”, el apellido de un señor que fue contratista de
la construcción de la vía férrea de trocha angosta allá por 1926. Una vía
doméstica de segunda para un destino de primera.
Mis
entusiasmos desbordaban las expectativas. Visitar el santuario era un sueño que
iba a compartir con Manuel Chávez Ballón, arqueólogo y apasionado historiador
del Qosqo inka.
En
su recorrido el tren se detendría en Huarocondo, en plena panpa de Anta. Allí
tomaríamos un café y podríamos comprar unos deliciosos tamales para la hora del
hambre. En Machupiqchu había un pequeño albergue, sólo para turistas.
En
nuestro descenso por el Valle Sagrado, mientras los sembríos se filtraban en
mis pupilas en procesión de colores luminosos, el doctor Chávez Ballón me fue
contando como el joven Kusi Yupanki, hijo del Inka Wiraqocha, organizó
la defensa de la ciudad sagrada cuando los feroces chankas se acercaban para arrasarla.
Al abandonarla su padre se llevó a los únicos
defensores que podían haberse quedado. Kusi Yupanki tomó las banderas de guerra
sin arredrarse, multiplicándose como si tuviera alas. Su arrojo y don de mando
se pusieron a prueba al convocar a los pocos señores que vivían en la región.
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Foto Peruska Chambi |
Le
secundó Wilka Uma, el gran sacerdote, quien con suma sagacidad mandó vestir a
unas enormes piedras, existentes en las alturas de Xaquiqawana, con atavíos de guerra que hizo sacar de los
tanpus o tambos donde se guardaban abastecimientos. Mantos, chu’kus o gorros a
manera de casquetes reforzados, rodelas de maguey con malla de metal y piel,
petos de cuero que se colocaban sobre los unkhus o túnicas y porras. Desde
lejos parecía un ejército agazapado, amenazante, espectando las acciones, para
levantarse prestamente en el momento preciso y combatir. Tan reales, tan altivos, que al pasar por
allí Kusi Yupanki y les gritó sonriente, pensando en refuerzos inesperados.
“¡Qué
hacen allí sentados, hermanitos! ¡Vamos
a pelear!”
A
su llamado los “guerreros de piedra” se pusieron de pie avanzando con una
fuerza arrolladora, agitando las unanchas sobre sus cabezas y vociferando imprecaciones
que hicieron vibrar de valor a las escasas huestes que tenía. Así pudo desarticular
a los belicosos chankas que retrocedieron desbandándose ante el empuje de su
gente. Al terminar Kusi Yupanki conoció la identidad mítica de sus refuerzos y los
llamó purun aukas o pururaukas.
¡Valerosos guerreros de piedra!
La visión
del poderoso Willkamayu, el río que nace
de una lágrima solar, me emocionó. Faltaba poco para llegar a la ciudad inka.
Instintivamente bajé la cabeza cuando entramos en un pequeño túnel y en mis
labios se prendió una sonrisa.
No
creí haber llegado cuando el tren se detuvo en un pequeño villorrio. Aquel era
la estación final llamada Aguas Calientes porque tenía un afloramiento de aguas
termales. Bajamos sin más en un andén polvoriento. Al frente unos chiquillos de
pies descalzos miraron con curiosidad los viajeros que descendieron del tren.
Este se quedó estacionado hasta media tarde, para devolvernos al Qosqo.
Nos
acomodamos en un microbús que esperaba y nos fuimos cuesta arriba, zigzageando
por la ladera del cerro viejo. Hasta que llegamos a un espacio abierto, en
medio de la vegetación, donde se recibía a los visitantes. El administrador del hotel salió premuroso a
la puerta y nos abrumó con sus atenciones, invitándonos a tomar un mate de
coca.
A unos pasos, oculto por la
vegetación, Machupiqchu aguardaba con
sus silencios, desafiando al tiempo en
la eternidad de la piedra. Entonces se
entraba por un pasadizo estrecho
que al terminar mostraba su majestuoso
escenario. Al fondo me estremeció
la magia del paisaje que ofrecen los fértiles valles de Kollpani y la cadena
de picos con el Kutija y el Phutukusi emergiendo de frondas azules como guardianes abuelos. Recuerdo haberme
recreado escribiendo sobre las viejas parcelas de hierba en su airosa
arquitectura, sus acrobáticos andenes,
sus escalinatas hechas entre vértigos y precipicios. Tenía que volver y lo hice por el camino inka
haciendo ch’allas de flores y dejando k’intus de coca en los templos de paso.
Alfonsina Barrionuevo
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