domingo, 20 de noviembre de 2016

SERENATA  PARA  “LA  QUINUA”

Los agricultores de  los Andes centrales cantan y bailan en setiembre a la quinua, kinoa o kihura (Chenopodium quinoa). Ellos se mueven como sombras cuando un cohete arranca en un único disparo. La noche propicia la serenata, se hace confidente de la qena y la tinya cuando los pies del cortador bordan encajes sobre los tallos heridos tras el primer corte de las mieses. Después la voz dibuja ternuras en el aire, donde las panojas de la kinoa se yerguen con millares de granos como si escucharan. 
“En Tunso, Concepción, y en San Juan de Iscos, Chupaca, existen algunas canciones dedicadas a “la quinua ”, declara el escritor Simeón Orellana, doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional del Centro, quien también tiene documentados trajes nativos que se usan todavía en los villorios de la región.

La kihura aprendió a vivir con los agricultores de las partes bajas del lago Titiqaqa y fue amada por ellos hace miles de años, dejando de ser áspera y espinosa como sus parientes. Una leyenda aimara dice que fue un regalo astral que llenó los campos de estrellas. Con tres mil variedades o genotipos, es innegable que su hábitat originario fue el altiplano, a 3,800 metros sobre el nivel del mar.  
No deja de ser curioso que en tierra wanka, particularmente en Chawaq y  Chupaca,  se conserven canciones, bailes y música para ella como cariñosa ofrenda. Igualmente, en Cusco y Ancash hay rezagos -por investigar- de expresiones  dedicadas a la kihura, que son puro sentimiento.
En el siglo XVI,  a la vez que se dio la dominación española en territorio peruano, también se sometió a las especies animales y vegetales. Así el arroz, el trigo y la cebada pasaron a enseñorearse en las mejores tierras, y si bien la papa nativa -Aqsomama o Madre Papa- logró conquistar las mesas europeas, tuvo que librar mil batallas para ser aceptada. Aunque por -crucial paradoja- no siempre está en la canasta familiar por su alto precio.
A la kihura -casi vecina de chacra- no le fue mejor y estuvo a punto de perecer. Sobrevivió en una cuerda floja más allá de la segunda mitad del siglo pasado, manteniéndose como una refugiada en las comunidades más pobres de la cordillera. Su consumo interno se fue atomizando, pero se salvó gracias a la inusitada demanda externa de sus nutracéuticos granos. De pronto inició su exportación Bolivia, país con el cual la compartimos —igual que Ecuador, Argentina, Chile y Colombia, por donde se extendió el Tawantinsuyu. Así terminó el destierro de la kinoa o kihura en las punas. 

Hay que revalorar su importancia agronómica, nutricional y socioeconómica. El “Grano de Oro de los Inkas”, llamado así porque el visionario Pachakuti intensificó su expansión, merece alcanzar otra clasificación y que se le deje de calificar como “pseudo cereal”, frente a la avena, el arroz, la cebada, el centeno, el trigo, el sorgo o el sésamo o anís. Ninguno es tan completo como ella.
Las numerosas variedades que hay en los Andes peruanos-dicen los técnicos de la FAO- son una reserva para el futuro de la Humanidad. La falta de agua que se avecina con los cambios climáticos la hará invalorable para el planeta. Ultimamente se experimenta su cultivo en Europa (Francia e Italia), Asia y África.
Habiendo sido criada en la soledad de los páramos andinos soportando sus condiciones extremas. Sus características son increíblemente gloriosas. Las plantas enfrentan los vientos y la sequedad creando microclimas, almacenan hasta la última gota de lluvia, resisten a las heladas encapsulando su floración y aprovechan los minerales de los suelos áridos en su  beneficio.

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El diminuto grano de la kinoa, confundido por los cronistas íberos con el poco apreciado “bledo” de su campiña, tiene la potencia de un gigante. Sus proteínas, aminoácidos esenciales y vitaminas refuerzan la energía muscular, previenen los daños hepáticos,  mantienen buenos niveles de azúcar y colesterol en la sangre, combaten a los radicales libres, ayudan a reducir  la anemia y la osteoporosis, incrementan el colágeno, colaboran en la disminución de la impotencia y la frigidez, e interactúan contra problemas del sistema nervioso, como la memoria, el aprendizaje y la plasticidad neuronal, la depresión, la ansiedad y el estrés. Valores a los que se agregan significativamente minerales como potasio, manganeso, fósforo, zinc, cobre y litio.
Sus plantas son hermafroditas, rabiosamente feministas, y se autopolinizan. Su tallo alcanza los tres metros de altura, sus hojas se parecen a una pata de ganso, de donde proviene su nombre científico, y sus panojas de flores pequeñas sin pétalos, albergan constelaciones de semillas. En los siglos XVI y XVII los extirpadores de idolatrías la persiguieron como grano herético, porque los sacerdotes inkas la usaban en sus ceremonias. En esos tiempos se la conocía con una voz qechwa casi olvidada: “chisiyamama”, que significaba “Madre de las semillas”. Los kallawayas, curanderos del altiplano,  ponían emplastos de kihuraua para curar golpes y fracturas de huesos.

En nuestro siglo su carrera es triunfal. Se aleja de la humilde lawa y el sencillo pesqe, tan queridos en los Andes, para ser ingrediente de lujo en exóticas creaciones gastronómicas.  Es necesario que se amplíen sus fronteras de cultivo a gran altura para que mantenga sus valores nutricios en los Andes.

Alfonsina Barrionuevo

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