EL SEÑOR DE QOSQO
El Lunes Santo, cuando la luna se abre paso entre las nubes dejando caer sus rayos en el blanco sudario sobre el Cristo de los Temblores, hay un silencio que pesa en el aire. La noche se hace nido de una emoción que conmueve a miles de cusqueños concentrados en Waqaypata, la plaza mayor de la ciudad imperial Es el momento cumbre de la procesión cuando el santo Taitacha, el santo Señor, derrama sus bendiciones. Rocío de paz que baña cada corazón y lo refresca. Un momento crucial en el que, según la creencia popular, escoge a los que se llevará con El durante el año y por eso pugnan en retenerle cuando comienza a retroceder para entrar en la Basílica Catedral por la enorme Puerta del Perdón abierta de par en par.
¿Qué podría suceder si el Cristo se
ausentara en una Semana Santa? ¿En dónde rescatarían los cusqueños su rostro
tallado por la muerte, su frente nazarena coronada de espinas, sus brazos
abiertos sobre el madero como si quisieran acoger a la humanidad, su torso exangüe con la herida que le abrió la lanza de Longinos, el paño bordado
generalmente con el Escudo de la capital de los Inkas, sus pies cruzados a unos
centímetros de sus andas? Sería imposible que pudiera ser. Los crespones de
luto agitarían a la población que lo quiere, lo visita a diario y lo sigue con
unción por la calles.

Otro problema que se señaló se dio
hace dos décadas más o menos, con las cartas que los fieles solían introducir
en la brecha abierta de su costado. Cartas a Dios escritas con lágrimas, dolor,
desesperación, congoja, amor, esperanza. Las cartas y las telas que formaban un
relleno en su interior ocasionaron un festín de termitas. La articulación de su
brazo derecho que sufrió una especie de luxación fue una llamada de alerta para
algunos canónigos y devotos para otra intervención de urgencia.
El Taitacha, el ñuqñu Jesús, cuyo
culto arranca de 1650 cuando el Qosqo fue abatido por un terremoto en 1650, es
muy amado. Los cusqueños, donde quiera que se encuentren se preocupan por Él y
esperan que nunca se deje de escuchar en su homenaje el Apu Yaya Jesucristo, la
tierna canción que es su himno en en qewcha
SANTO ALGODON DE RAMA
CIGARRILLOS DE ANÍS
En el Perú el drama del Gólgota hizo carne con el Ande a través de sus flores
nativas. El ñuqc'hu, que es rojo como un tizón, encierra entre sus pétalos
diminutos una cruz; las waqankillas son lágrimas de la Virgen, convertidas en
pétalos de terciopelo cristalino; las k'uichit'ika, flores del arco iris que se
enredan en sus manos de paloma y muchas otras cuyo significado conservan las
comunidades campesinas.
Lo propio sucede con hierbas aromáticas como el arrayán y el toronjil que
hierven en ollas de barro para impregnar con su fragancia los montes o
calvarios que se levantan en las iglesias; las hierbas de Judas, el ahorcado,
que se buscan a medianoche entre el Viernes de Agonía y el Sábado de Gloria,
para conjurar brujerías; el algodón de rama con que se limpia el torso del
Nazareno al reeditar su martirio y es preciosa panacea para toda clase de
males; las hojas de palma que se tejen primorosamente en Domingo de Ramos y los
mentados cigarrillos de anís que fuman los patriarcas en Otuzco, La Libertad,
para combatir el frío de los años.
EMPANADAS DE LA CONDESA
El tiempo es inexorable y muchas tradiciones se han perdido pero la Semana
Santa sobrevive en cientos de ciudades y
pueblos. Mientras en Azángaro, Puno, ha desaparecido la bíblica estampa de la
Ultima Cena; en Catacaos, Piura, y en Lambayeque, las viejísimas imágenes de
los Apóstoles que acusan una calvicie de abandono son puestas, las primeras en
el Presbiterio, donde les sirven potajes típicos, y las segundas, en una anda
larguísima para la procesión. El Jueves Santo por regla tiene sus manjares. En
el Cusco, doce platos que se completan con tamal y empanadas de la Condesa. En
Piura, sopa de pan, sarandaja, cachema frita, carne aliñada, seco de cabrito y
mala rabia. En Huancavelica el sabroso chupe de calabaza, el guiso de carne, el
arroz con leche y el ponche con aguardiente, para las velaciones. En Huaura,
Lima, tamales, chorizos, salchicha y camote frito. En Ayacucho, sopa de queso,
el aichakanka, el puka picante, la mazamorra de calabaza, y el ponche de maní.
En Huanchaco, La Libertad, sopa teóloga, qochayuyo y huevera con papa, causa de
caballa, cangrejos reventados y seviche. La lista gastronómica santa es de no
acabar.
EL CRISTO DE LA SOLEDAD
En
la Semana Santa es lógico pensar que hay miles de Señores. Sólo evoco los más
famosos. En el Cusco, el Taitacha Temblores de cuerpo magro ennegrecido por el
humo de las velas y la savia dulce de las flores. En Ica, el Señor de Luren,
una efigie de segunda que fue pagada con limosnas por el cura Madrigal y por milagro
resultó de primera, salvado de la corrosión del agua que inundó las bodegas del
galeón que lo trajo de España. En Ayacucho, el Nazareno de Julkamarka hecho por
los ángeles igual que el Señor de Huamantanga, en Lima. En Arequipa, el Señor
del Gran Poder flanqueado por anónimos penitentes de albos cucuruchos. En Huaraz,
Ancash, el Señor de la Soledad, que emergió de un árbol en un bosque profundo.
En Puno, el Cristo de la Bala enviado por Carlos V que protegió a su devoto
recibiendo el proyectil que lo iba a matar. En Monsefú, Lambayeque; en Ayabaca,
Piura, y en los Barrios altos, Lima, el patético Señor de los Trinitarios que fue Cautivo de los moros. En
Tarma, Junín, el Cristo Yacente que pasa sobre las floridas "alfombras"
de keyserinas, arrayanes, retamas y wairanpos, que “tejen” con puras flores sus
fervorosos devotos. Cada uno con más de una historia prodigiosa, testimoniando
con su presencia torturada y sangrante la fe de las gentes del Perú.
Alfonsina Barrionuevo
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