UN MAIZ DEL QORIKANCHA
La mazorca es
bella. Si no fuese de oro sus dientes de leche invitarían a un pequeño festín. En
la panka que la envuelve hay una levedad que conmueve. Una transparencia que
deja ver sus rayas. El tallo cortado sugiere la planta de largas hojas donde
pudo estar otra mazorca. Los orfebres inkas advirtieron la presencia de un
pajarito que en la realidad es negro. En qechwa se le llama choqllopoqochi, “el
que hace madurar el maíz”. Ellos no lo sabían pero la avecilla atraviesa la amazonía
para comerlo cuando está tierno. Su dulzura, atravesando la distancia, lo
atrae.
Derechos Reservados: Alfonsina Barrionuevo |
En las últimas
décadas del siglo pasado alumnos de biología de la Universidad Nacional de San
Antonio Abad de Cusco cogieron uno. En la pata llevaba un cintillo que identificaba
su origen en Brasil.
No se sabe
cuánto tiene que volar. Sin duda se detiene varias veces porque es frágil.
Cuando llega a las chacras su alegría se convierte en canto. Sus trinos son
jubilosos y hay quienes capturan unos cuantos. El choqllopoqochi no soporta el
cautiverio y se deja morir.
El sociólogo
arequipeño Jorge Cornejo Bouroncle me dejó fotografiar el único que existe al
parecer. Alguien lo salvó del despojo del Qorikancha ignorando que lo guardaba
para la posteridad.
No puedo
imaginar dónde está. El sociólogo y su hija, la heredera de esta joya inka, ya
no existen. Ignoro si quien lo tiene lo guarda con la veneración que él le
tenía. Mi foto es única y me place haber tenido la suerte de tomarla en la
habitación donde estaba la caja fuerte del banco comercial donde lo tenía en
depósito.
Al parecer el
maíz y la avecilla fueron martilladas hasta que el oro adquirió una finura
singular. Tal vez la planta estaba cerca del lugar donde los Inkas del Qosqo
iban para realizar sus ceremonias. Según la leyenda el maíz, Mamasara, es una
doncella que fue transformada en alimento por el Padre Sol.
ALIMENTOS NATIVOS DE PERU
El insigne neurocirujano Fernando
Cabieses Molina olvidó popr un momento el bisturí para convertirse en anfitrión.
En el patio del Museo de las Ciencias de la Salud terminó de arreglar la mesa
donde ofreció a un grupo de periodistas amigos platillos con maíz, frejoles,
pallares, lúkumas, pakaes y otros alimentos arrugados por el tiempo que aún se
consiguen frescos en el mercado.
Fuimos sin imaginar que nos tenía una
sorpresa. Melchor Salomón Arroyo, su asistente en el Hospital 2 de Mayo, natural
de Kanchapilka, Huaral, que sabía mucho de herboristería, había preparado fuentes
de manjares antiquísimos con recetas que heredó de sus dos abuelas y que llegaron
al siglo XX por tradición oral.
El más sorprendente fue un seviche de
pescado “cocido” con zumo de tumbo verde. El limón que se aclimató en el Perú,
de un jugo ácido que se usa para este
menester, se quedaba atrás. La carne
blanca con el tumbo fragante era un descubrimiento. No recuerdo todas las
delicadezas que habían en la mesa bien servida. Pero sí el picante de patillo de
laguna domesticado por nuestros antepasados, con salsa de chikchipa; la ensalada
de pallares verdes, los rocotos rellenos con mariscos, el kuye chaktado con papas
nativas, la perdiz con salsa de maní y un postre que no
puedo olvidar, porque era una joya
gastronómica: calabaza con harina de kiwicha y leche de tarwi, endulzada con miel de abejas silvestres. Saboreamos
además mazamorras preparadas con el
“latex” del maguey tierno, que es dulce.
En el museo, a un paso de la Plaza
Mayor de Lima, en la calle del Arzobispado, tenía en sus vitrinas piezas y
productos que salieron de las tumbas prehispánicas. Las cerámicas intactas
mostraban granos y frutos intocados por milenios.
Con él y Arturo Jiménez Borja, también
médico, aprendí a “mirar” una Lima y un
Perú “vivos” en el legado de los ancestros. En otra habitación contemplé desde
las mantas que llevaban hasta los
instrumentos propios de los hanpiq, antiguos
médicos peruanos.
En el corredor, en torno de un
patiecillo, la brisa desprendía los aromas de plantas medicinales diversas.
No puedo saber cuántas lunas llenas de
lumbre rodaron sobre el oleaje de Mamaqocha, el mar, antes de hablar con él sin
apuros. Asistí para cubrir datos de
algunas conferencias magistrales con
sus fotografías sobre el mismo tema, hasta que volví a encontrarle en el
segundo piso del antiguo Ministerio de
Pesquería en la Avenida Javier Prado, que nunca fue ocupado. Cabieses fue
encargado para convertirlo en un Museo de la Nación. Ya antes la sola idea había
dado lugar a los comentarios más demoledores de los arquitectos. Habría que
romper muros, ensanchar ventanas, picar puertas, etc, algo tan costoso que sería
mejor hacer un local nuevo.
El ilustre cirujano historiador aceptó
el reto y hubo más comentarios negativos. Invitó a distinguidos coleccionistas,
que asistieron a la primera reunión por su
prestigio, para pedirles en préstamo sus mejores piezas, y el aire
pesaba porque nadie dijo palabra alguna. El silencio me aplastó porque era un “no”
rotundo. Finalizó con un “piénsenlo”, mientras brillaban sus ojos azules y creí que
allí terminaría el asunto.
Unas semanas después me llamó.
Iniciaba por fin el proyecto. Sólo él pudo armar un rompecabezas de culturas en
el edificio frío que se fue calentando al abrigo de su espíritu. En el
vestíbulo brillaría el Apu Inti, el Sol del Qorikancha. El recorrido terminaría
siendo grandioso. Tengo una grabación televisiva que se salvó de ser borrada y
allí está el Antiguo Perú que Cabieses quiso
mostrar con sus tesoros desde el principio.
Había puesto en vitrinas las piezas
más lindas que he visto. En la proyección de monumentos, mandó hacer muchas
maquetas. Hasta reconstruyó una parte del gran templo del valle de Los Reyes,
donde el artista —un campesino del lugar— volvió a dar vida a las
impresionantes cabezas de colores y alguien —no sé quién— pintó la gran plaza en
un gran cuadro con su pirámide, donde el régulo observaba el panorama con sus
sacerdotes y sus guerreros. Los anderos paseaban a sus princesas en sus literas,
los mercaderes ofrecían sus mercancías en trueque y también desfilaban los prisioneros rumbo al
sacrificio.
La Sala “Chavín” impresionaba con los
monolitos reproducidos en cartón piedra. El Lanzón parecía sostener al templo
viejo en la encrucijada de sus galerías. Había una maqueta del Kunturwasi, el
templo de Cajamarca. Las cabezas clavas en sus pedestales sugerían un enigma
que después estudió el médico geriatra Fernando Corzo. También estaban las vasijas
de piedra y de cerámica en la galería de las ofrendas.
Creo que los moche y las otras
culturas norteñas, de haber podido superar las barreras del tiempo para asistir
a la apertura del museo, hubieran
quedado satisfechos con la excelente disposición de sus obras. Recuerdo dos
cerámicas de lujo, increíbles por su significado y su perfección: el autodecapitador
y el contorsionista que atraían las miradas como si fueran imanes. Ahora que
escribo estas líneas recuerdo al ilustre investigador en el museo con el sueño
cumplido. Fernando Cabieses pasó la prueba y colocó en el espacio de ingreso haciendo
un papel de guardiana una amaru, la serpiente madre de la lluvia.
Es lamentable que al cambiarse los
gobiernos haya nuevos nombramientos y modificaciones. Por el Museo de la Nación
han pasado varios directores. Estuvo entre otros Arturo Jiménez Borja, quien trabajó para darle
un museo de sitio a Pachakamaq, llevó a
cabo la restauración de Puruchuku y la
waka Wallamarka y un centro administrativo en Cajamarquilla, a quien ahora se
le está rindiendo homenaje. Estoy segura de que se hubiera negado a recibirlo
así nomás después de la amargura que
sufrió de ser desalojado de Puruchuko sin aviso.
Me siento feliz de haber asistido al
cumpleaños de Fernando Cabieses en el Museo de la Nación, donde conocí a su
hija Alejandra, partícipe de sus afanes. La torta con las velas destellaba como
sus ideales. Después, le encontré en una pequeña oficina en el Ministerio de
Salud, donde fundó el Instituto Nacional de Medicina Tradicional (INMETRA) y transformó sus áreas verdes en un jardín
botánico de las especies más valiosas de nuestras regiones.
Al mismo tiempo, escribió muchos libros sobre la alimentación y
la medicina del Antiguo Perú. Luego fundó la Universidad Científica del Sur,
cuando su salud ya declinaba, pero sin perder firmeza en sus convicciones. En
realidad nunca cesó de bregar en favor
de nuestras culturas.
Fernando Cabieses Molina ha entrado a la inmortalidad como uno de los
amautas del siglo XX con pleno derecho. Está con nosotros, no obstante su
irremediable partida física un 13 de enero. Nunca lo olvidaremos y debe haber
cruzado con pie firme el Yawar Mayu, el proceloso río de la muerte, de un mundo
a otro, eterno. Lo despedí con con reverencia por su amor y su entrega al Perú.
Alfonsina
Barrionuevo
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