domingo, 17 de noviembre de 2013


UN MAIZ DEL QORIKANCHA          

La mazorca es bella. Si no fuese de oro sus dientes de leche invitarían a un pequeño festín. En la panka que la envuelve hay una levedad que conmueve. Una transparencia que deja ver sus rayas. El tallo cortado sugiere la planta de largas hojas donde pudo estar otra mazorca. Los orfebres inkas advirtieron la presencia de un pajarito que en la realidad es negro. En qechwa se le llama choqllopoqochi, “el que hace madurar el maíz”. Ellos no lo sabían pero la avecilla atraviesa la amazonía para comerlo cuando está tierno. Su dulzura, atravesando la distancia, lo atrae.

Derechos Reservados: Alfonsina Barrionuevo
 
En las últimas décadas del siglo pasado alumnos de biología de la Universidad Nacional de San Antonio Abad de Cusco cogieron uno. En la pata llevaba un cintillo que identificaba su origen en Brasil.

No se sabe cuánto tiene que volar. Sin duda se detiene varias veces porque es frágil. Cuando llega a las chacras su alegría se convierte en canto. Sus trinos son jubilosos y hay quienes capturan unos cuantos. El choqllopoqochi no soporta el cautiverio y se deja morir.

El sociólogo arequipeño Jorge Cornejo Bouroncle me dejó fotografiar el único que existe al parecer. Alguien lo salvó del despojo del Qorikancha ignorando que lo guardaba para la posteridad.

No puedo imaginar dónde está. El sociólogo y su hija, la heredera de esta joya inka, ya no existen. Ignoro si quien lo tiene lo guarda con la veneración que él le tenía. Mi foto es única y me place haber tenido la suerte de tomarla en la habitación donde estaba la caja fuerte del banco comercial donde lo tenía en depósito.

Al parecer el maíz y la avecilla fueron martilladas hasta que el oro adquirió una finura singular. Tal vez la planta estaba cerca del lugar donde los Inkas del Qosqo iban para realizar sus ceremonias. Según la leyenda el maíz, Mamasara, es una doncella que fue transformada en alimento por el Padre Sol.

 

 

 

ALIMENTOS NATIVOS DE PERU                      

El insigne neurocirujano Fernando Cabieses Molina olvidó popr un momento el bisturí para convertirse en anfitrión. En el patio del Museo de las Ciencias de la Salud terminó de arreglar la mesa donde ofreció a un grupo de periodistas amigos platillos con maíz, frejoles, pallares, lúkumas, pakaes y otros alimentos arrugados por el tiempo que aún se consiguen frescos en el mercado.

Fuimos sin imaginar que nos tenía una sorpresa. Melchor Salomón Arroyo, su asistente en el Hospital 2 de Mayo, natural de Kanchapilka, Huaral, que sabía mucho de herboristería, había preparado fuentes de manjares antiquísimos con recetas que heredó de sus dos abuelas y que llegaron al siglo XX por tradición oral.

El más sorprendente fue un seviche de pescado “cocido” con zumo de tumbo verde. El limón que se aclimató en el Perú, de un jugo ácido que se usa  para este menester,  se quedaba atrás. La carne blanca con el tumbo fragante era un descubrimiento. No recuerdo todas las delicadezas que habían en la mesa bien servida. Pero sí el picante de  patillo de  laguna domesticado por nuestros antepasados, con salsa de chikchipa; la ensalada de pallares verdes, los rocotos rellenos con mariscos, el kuye chaktado con papas nativas, la perdiz con salsa de maní y un postre que   no puedo olvidar, porque era una  joya gastronómica: calabaza con harina de kiwicha y leche de tarwi,  endulzada con miel de abejas silvestres. Saboreamos además mazamorras preparadas  con el “latex” del maguey tierno, que es dulce.

En el museo, a un paso de la Plaza Mayor de Lima, en la calle del Arzobispado, tenía en sus vitrinas piezas y productos que salieron de las tumbas prehispánicas. Las cerámicas intactas mostraban granos y frutos intocados por milenios.

Con él y Arturo Jiménez Borja, también médico,  aprendí a “mirar” una Lima y un Perú “vivos” en el legado de los ancestros. En otra habitación contemplé desde las mantas que llevaban  hasta los instrumentos propios de  los hanpiq, antiguos médicos peruanos.

En el corredor, en torno de un patiecillo, la brisa desprendía los aromas de plantas medicinales diversas.

No puedo saber cuántas lunas llenas de lumbre rodaron sobre el oleaje de Mamaqocha, el mar, antes de hablar con él sin apuros. Asistí para cubrir datos de  algunas conferencias magistrales con  sus fotografías sobre el mismo tema, hasta que volví a encontrarle en el segundo  piso del antiguo Ministerio de Pesquería en la Avenida Javier Prado, que nunca fue ocupado. Cabieses fue encargado para convertirlo en un Museo de la Nación. Ya antes la sola idea había dado lugar a los comentarios más demoledores de los arquitectos. Habría que romper muros, ensanchar ventanas, picar puertas, etc, algo tan costoso que sería mejor hacer un local nuevo.

El ilustre cirujano historiador aceptó el reto y hubo más comentarios negativos. Invitó a distinguidos coleccionistas, que asistieron a la primera reunión por su  prestigio, para pedirles en préstamo sus mejores piezas, y el aire pesaba porque nadie dijo palabra alguna. El silencio me aplastó porque era un “no” rotundo. Finalizó con un “piénsenlo”,  mientras brillaban sus ojos azules y creí que allí terminaría el asunto.

Unas semanas después me llamó. Iniciaba por fin el proyecto. Sólo él pudo armar un rompecabezas de culturas en el edificio frío que se fue calentando al abrigo de su espíritu. En el vestíbulo brillaría el Apu Inti, el Sol del Qorikancha. El recorrido terminaría siendo grandioso. Tengo una grabación televisiva que se salvó de ser borrada y allí está el Antiguo Perú  que Cabieses quiso mostrar con sus tesoros desde el principio.

Había puesto en vitrinas las piezas más lindas que he visto. En la proyección de monumentos, mandó hacer muchas maquetas. Hasta reconstruyó una parte del gran templo del valle de Los Reyes, donde el artista —un campesino del lugar— volvió a dar vida a las impresionantes cabezas de colores y alguien —no sé quién— pintó la gran plaza en un gran cuadro con su pirámide, donde el régulo observaba el panorama con sus sacerdotes y sus guerreros. Los anderos paseaban a sus princesas en sus literas, los mercaderes ofrecían sus mercancías en trueque  y también desfilaban los prisioneros rumbo al sacrificio. 

La Sala “Chavín” impresionaba con los monolitos reproducidos en cartón piedra. El Lanzón parecía sostener al templo viejo en la encrucijada de sus galerías. Había una maqueta del Kunturwasi, el templo de Cajamarca.  Las cabezas  clavas en sus pedestales sugerían un enigma que después estudió el médico geriatra Fernando Corzo. También estaban las vasijas de piedra y de cerámica en la galería de las ofrendas.

Creo que los moche y las otras culturas norteñas, de haber podido superar las barreras del tiempo para asistir a la apertura del  museo, hubieran quedado satisfechos con la excelente disposición de sus obras. Recuerdo dos cerámicas de lujo, increíbles por su significado y su perfección: el autodecapitador y el contorsionista que atraían las miradas como si fueran imanes. Ahora que escribo estas líneas recuerdo al ilustre investigador en el museo con el sueño cumplido. Fernando Cabieses pasó la prueba y colocó en el espacio de ingreso haciendo un papel de guardiana una amaru, la serpiente madre de la lluvia.

Es lamentable que al cambiarse los gobiernos haya nuevos nombramientos y modificaciones. Por el Museo de la Nación han pasado varios directores. Estuvo entre otros  Arturo Jiménez Borja, quien trabajó para darle un  museo de sitio a Pachakamaq, llevó a cabo la  restauración de Puruchuku y la waka Wallamarka y un centro administrativo en Cajamarquilla, a quien ahora se le está rindiendo homenaje. Estoy segura de que se hubiera negado a recibirlo así  nomás después de la amargura que sufrió de ser desalojado de Puruchuko sin aviso.

Me siento feliz de haber asistido al cumpleaños de Fernando Cabieses en el Museo de la Nación, donde conocí a su hija Alejandra, partícipe de sus afanes. La torta con las velas destellaba como sus ideales. Después, le encontré en una pequeña oficina en el Ministerio de Salud, donde fundó el Instituto Nacional de Medicina Tradicional (INMETRA) y  transformó sus áreas verdes en un jardín botánico de las especies más valiosas de nuestras regiones.

Al mismo tiempo,  escribió muchos libros sobre la alimentación y la medicina del Antiguo Perú. Luego fundó la Universidad Científica del Sur, cuando su salud ya declinaba, pero sin perder firmeza en sus convicciones. En realidad nunca cesó de bregar en  favor de nuestras culturas.

Fernando Cabieses Molina  ha entrado a la inmortalidad como uno de los amautas del siglo XX con pleno derecho. Está con nosotros, no obstante su irremediable partida física un 13 de enero. Nunca lo olvidaremos y debe haber cruzado con pie firme el Yawar Mayu, el proceloso río de la muerte, de un mundo a otro, eterno. Lo despedí con con reverencia por su amor y su entrega  al Perú.

  

Alfonsina Barrionuevo

No hay comentarios.:

Publicar un comentario